Capítulo 0004

—¡Maldito infeliz, maldito, maldito! —sollozaba Elisa golpeando el pecho de Alton—. ¡¿Cómo pudiste hacerme algo así?! ¡Creí que me amabas! ¡Todos estos años creí que me amabas!

Alton le sujetó las muñecas y la empujó a un lado.

—¡Por favor! ¡No he hecho nada tan difícil en mi vida como fingir que me gustabas! —espetó él, cansado de aquella farsa—. Por suerte tu padre se tragó el cuento de que me moría por ti y accedió a la sociedad, pero ¿en qué cabeza cabe que un futuro conde se pueda enredar con una mujer sin título? ¡Solo a ti que eres una ingenua perdida!

Elisa retrocedió, sintiendo aquel dolor tan profundo en su pecho. Su padre había muerto hacía un año y ella había heredado la sociedad, pero jamás le había pedido cuentas de ella a su esposo, solo le había firmado el poder que le daba derecho total a manejarla.

—¡Eres un desgraciado! —exclamó con impotencia—. ¿Acaso crees que me voy a quedar quieta y no voy a reclamar mi parte? ¡Quiero el divorcio! ¡Y me llevo mi parte de la sociedad! ¡Me llevo mi di...!

Pero no pudo terminar. La mano de Alton se cerró violentamente sobre su cara y la apretó hasta lastimarla.

—¡A mí no me amenaces, estúpida! ¡Puedes hacer lo que quieras! —la retó él con rabia—. Pero no vas a obtener nada de mí. ¿Dices que soy un desgraciado? —Alton se echó a reír burlonamente—. Claro que lo soy, pero al menos tengo el valor para aceptarlo. Y es justamente por eso que no te daré nada. ¡Voy a demostrar que me fuiste infiel y no te daré ni un solo centavo!

Elisa se revolvió tratando de liberarse.

—¡Mentiroso! ¡Yo jamás te he engañado! ¡Jamás! ¡Mentiroso! —gritó con rabia porque no podía creer que Alton fuera aquel hombre horrible y despiadado.

—¡Pues yo tengo pruebas! ¡Y en cuanto se las presente a un juez me dará el divorcio sin dudarlo! —ladró Alton—. ¡Y quiero ver cómo tú intentas conseguir un abogado, maldit@ mugrosa!

Había odio en su voz, después de todo llevaba tres años casado con una mujer que no le llegaba ni a los talones, y la detestaba por eso, porque ella y su padre tenían más dinero que él sin ser nobles.

—¡Alton! ¡Ya sácala de aquí! —le ordenó su madre—. Si ya lo sabe todo entonces no hay marcha atrás. ¡Ya no la quiero en mi casa, échala ahora mismo!

Horrorizada aún por las palabras de Alton, Elisa vio como su esposo la agarraba bruscamente y la sacaba sin darle tiempo ni para ponerse sus zapatos. Él la arrastró escaleras abajo, y atravesó el jardín, pero a ella no la iban a sacar callada. Gritó tratando de soltarse y el revuelo se armó de inmediato. Las luces se encendieron y hasta los criados se asomaron a las ventanas para ver a su marido sacarla de la propiedad.

Sin permitirle sacar nada más que la ropa que llevaba encima, abrió la verja y la lanzó afuera de un empujón, en medio de la madrugada y del frío.

—¡No vuelvas nunca! ¡No quiero volverte a ver por aquí! ¡Conseguiré el divorcio así que lárgate, mugrosa, que esta nunca ha sido tu casa!

Elisa sacudió la reja, con los ojos llenos de lágrimas y el corazón lleno de furia.

—¡Maldito cobarde! ¡Eres un cobarde, desgraciado...! —quería gritarle eso y más, pero estaba en pijama en medio de la madrugada y los dientes empezaron a castañearle.

Estaba paralizada por el frío y el dolor, y sus sollozos se intensificaron al comprender que había terminado ahí, sin nada ni nadie. Y la verdad era que se habría quedado allí, durmiendo en la calle, si no hubiera sido por la cocinera de la casa, que vivía en una de las dependencias de servicio fuera de la propiedad. La mujer había oído toda la escena desde su ventana y salió para acoger a Elisa, llevándola a su casa para ofrecerle un refugio temporal.

—Vamos niña, vamos, te vas a enfermar aquí.

Lenore, la cocinera, sentía un cariño especial por ella. No sabía qué había pasado pero sabía que los condes maltrataban mucho a Elisa y que ella no lo merecía. Trató de calmarla pero todo fue inútil.

Elisa lloró hasta el amanecer, pero sabía que debía afrontar lo inevitable. Se vistió con algunas ropas y unos zapatos que Lenore le prestó y se fue a la casona, pero el guardia de la reja no la dejó entrar y de inmediato salieron Adalin y Joanne.

—¿¡Qué haces aquí!? Mi hermano te dijo que te fueras —ladró Joanne.

—¡Créeme que no tengo ninguna intención de quedarme, pero allá adentro hay cosas mías! ¡Mi ropa, mis joyas, mis recuerdos! ¡Y los quiero de vuelta! —reclamó Elisa.

—¡Aquí nada es tuyo, mugrosa! —le espetó Adalin—. ¡Quédate todo el día gritando ahí si quieres, pero no vas a entrar y menos vas a llevarte nada!

Le dieron la espalda, mirándola como si fuera parte de la basura de la casa y Elisa apretó los puños con impotencia. No tenía vergüenza de pedirle ayuda a Lenore, y la mujer le prestó un poco de dinero para un taxi, uno que la llevó directamente a las oficinas de Alton.

Su amado esposo pasó por todos los colores del odio cuando la vio empujar la puerta de su oficina, pero aunque Elisa se sentía muy mal físicamente, no podía quedarse en la calle, sin nada.

—¿Qué quieres? —le preguntó Alton con frialdad.

—¡Todo lo que es mío! ¡No puedes dejarme en la calle! —respondió ella—. Quiero mis cosas, mi dinero... o si no... o si no... ¡le voy a decir a todo el mundo que el estéril eres tú!

Alton la agarró por un brazo y la zarandeó con violencia.

—¡Abre la boca, atrévete, menciona una sola palabra y te voy a demandar por tres millones de euros! —graznó.

La soltó bruscamente y sacó de su gaveta un acuerdo de confidencialidad con la firma de Elisa. La muchacha lo miró desesperada. No recordaba haberlo visto antes, pero ahora le estaba notificando que si decía la verdad tendría que pagar tres millones de euros de indemnización.

—¡Yo no firmé esto! ¡Yo no...!

—Sí lo hiciste —replicó Alton con una sonrisa sarcástica—. Eres tan estúpida que lo deslicé entre un montón de papeles de la sociedad y lo firmaste sin mirar. Así que si dices una sola palabra, ¡una sola sobre esto! voy a demandarte y si no me pagas te meteré a la cárcel.

Elisa se quedó muda. Las lágrimas corrían por sus mejillas y el mundo se convirtió en un infierno cuando dos hombres de la seguridad del edificio la sacaron casi a rastras hasta el estacionamiento.

¡No podía ser! ¡Aquello no podía estar sucediendo! Había pasado de tenerlo todo a perderlo todo en un solo instante, de estar casada con el hombre que amaba a ser la víctima de un monstruo en un solo día.

Quería gritar, quería llorar, quería vengarse pero no tenía cómo. Su cerebro solo distinguió aquella palanca de hierro y el Ferrari rojo. Antes de darse cuenta ya había destrozado los espejos, los cristales, los focos, se había subido encima y lloraba y golpeaba, golpeaba, rompía y lloraba.

—¡Maldito infeliz, traidor, cabrón, cobarde…!

Hasta que se mareó por completo y dejó caer la cabeza entre las manos.

Hasta que una voz ronca, potente y estremecedora se alzó tras ella.

—¿Quiere decirme cómo la ofendió mi coche, señora Harlow? Quizás yo mismo la ayude a castigarlo.
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