Elara camina junto a Matías por los pasillos del palacio, dirigiéndose a los aposentos de la Madre Luna. A cada paso, su mente sigue atrapada en la conversación con el rey Aleron, en todo lo que ha descubierto y en lo que aún le cuesta aceptar. Su cuerpo está en movimiento, pero su mente sigue repasando una y otra vez la historia que él le ha contado. Al cruzar el salón del piano, el sonido del eco de sus pasos reverbera en las paredes altas y adornadas. Todo aquí parece tan majestuoso y antiguo, como si cada rincón estuviera impregnado de historias que aún no conoce. La tenue luz de la luz mañanera baña las esculturas y las pinturas con un resplandor dorado, dándole al lugar una atmósfera solemne. Siguen avanzando hasta el lado derecho del salón, donde se abre un pasillo que, a simple vista, parece idéntico al que lleva al salón del trono del rey. Sin embargo, al adentrarse en él, Elara percibe una diferencia crucial: las paredes de este pasillo están adornadas con retratos de las
Elara recorre la habitación con la mirada, sintiendo cómo la curiosidad le cosquillea bajo la piel. Si hubiera un pasadizo secreto aquí, ¿dónde estaría? Sus ojos se detienen en el gran armario de madera oscura, alto y robusto, con tallados antiguos en las puertas. ¿Podría una de esas tablas esconder una entrada? Luego, observa la alfombra tejida a mano que cubre parte del suelo; tal vez debajo de ella haya una trampilla. Se fija en la chimenea de piedra que apenas calienta la estancia. ¿Y si uno de los ladrillos, al presionarlo, activa un mecanismo? También contempla el tocador cubierto de frascos y perfumes, preguntándose si algún espejo se desliza para revelar algo más. Incluso la cortina pesada que cae desde el techo al rincón izquierdo le parece sospechosa por un instante. Este lugar parece construido para guardar secretos…, y ella no puede evitar sentir que, en cualquier momento, las paredes podrían abrirse y mostrárselos.—No está en esta habitación —dice Evelyn, interrumpiendo
Elara observa en silencio a la mujer que se sienta junto a ella, al borde de la cama. Evelyn mantiene los dedos entrelazados sobre el regazo, la mirada perdida en algún punto invisible, con una expresión ausente, casi melancólica. En ese instante, Elara lo comprende: Evelyn no está aquí por deber… está aquí por amor. Ella no. Ella está aquí porque fue arrancada de su mundo, arrastrada entre sombras y secretos, y ahora se aferra a esta venganza como única razón para respirar. No vino a buscar esposo, ni redención. Se quedó para descubrir quién asesinó a su madre y para hacerle pagar… de la peor forma. Ese escondite, ese pasadizo oculto bajo el palacio, no es un simple refugio. Es parte de su estrategia. Un lugar desde donde podrá observar sin ser vista. Planificar y concentrarse en sus estrategias, para luego atacar sin previo aviso. —No entiendo del todo —dice de pronto, rompiendo el silencio—. ¿Qué diferencia hay entre una Madre Luna y una SuperLuna? Evelyn gira el rostro hacia e
Año 1890 La noche se viste con un manto azul profundo, y el cielo de Australia se transforma en un lienzo de luz mágica y sobrecogedora. Sin previo aviso, un fenómeno lunar sin parangón se desvela: una superluna azul se eleva en todo su esplendor, bañando el mundo con un resplandor radiante. Su presencia es un espectáculo raro y majestuoso, desplegando matices plateados y azules que parecen susurrar secretos antiguos al viento. En su fase más grandiosa, la luna derrama una luz luminosa y suave que acaricia cada rincón del paisaje, convirtiendo el bosque y las colinas en un tapiz vibrante de sombras y destellos. Bajo este cielo inusual, una pequeña cabaña de madera se encuentra aislada en la serenidad del campo. Las paredes de la cabaña, de madera envejecida y rugosa, parecen abrazar la luz lunar, reflejando un brillo cálido, casi sagrado. En el corazón de esta cabaña, una madre se encuentra en las últimas etapas de un parto arduo. A su lado, una partera de rostro sereno y manos expe
Cuatro días después, la luz de la superluna ha sido reemplazada por una luna llena común, pero aun así es brillante. Su resplandor plateado baña el bosque con un ligero resplandor, iluminando las copas de los árboles y proyectando sombras largas y danzantes sobre la cabaña donde Elara ha nacido. Desde su escondite entre las ramas de un viejo roble, Damián se mantiene en silencio, su mirada fija en la pequeña estructura de madera donde la bebé duerme, la observa con una mezcla de curiosidad y propósito, sin entender del todo por qué no siente el aroma en aquella infante. Los humanos tienen un olor particular. Su sangre es como una sinfonía de fragancias que revelan su esencia: el dulzor de la juventud, el hierro caliente del miedo, la acidez del sudor en momentos de tensión, el perfume sutil del deseo. Cada individuo tiene su propia composición aromática, un rastro inconfundible que delata su presencia. Pero ella… ella es distinta. No hay rastro del dulzor característico de un niño, n
Es el año 1915 cuando Elara Stokes, ya con veinticinco años, se dirige a casa junto con su madre. La noche ha caído con la calma singular del bosque, el cielo estrellado desplegando un manto de tranquilidad sobre el paisaje. La luz de la luna llena, filtrada a través de las copas de los árboles, proyecta una serie de destellos plateados sobre el suelo, creando un mosaico de sombras en movimiento. Ambas avanzan por el bosque envueltas en gruesas capas de lana, el frío nocturno se siente más agudo en el aire. Sus pasos crujen sobre las hojas secas del sendero, creando un eco suave que resuena en la serenidad del bosque. Cada una lleva un saco de leña, su peso haciendo que cada paso sea un esfuerzo. La leña, recogida con dedicación, roza contra sus piernas mientras avanzan. De pronto, Elara se detiene en un pequeño lago a lo largo del camino. —Madre, espera, que tengo sed. Se inclina sobre el borde del agua para beber un sorbo, y mientras lo hace, nota un brillo inusual en sus ojos.
«¡No se llevarán a mi otra hija!».Ese grito desesperado es lo último que Elara escucha de su madre y lo último que su mente atormentada recrea antes de emerger del abismo de la inconsciencia. Despierta con un jadeo entrecortado, su pecho oprimiéndose como si aún sintiera el peso de aquel instante fatídico. Su cuerpo está entumecido, atrapado en un letargo extraño, y su mente se sumerge en una maraña de confusión.—¿Otra hija? —murmura, con la voz rasposa, apenas un susurro entre la niebla de su desconcierto.El eco de aquellas palabras resuena en su cabeza, pero la incertidumbre apenas tiene tiempo de asentarse cuando nota algo más inquietante. No está en su cabaña. Su respiración se entrecorta mientras la realidad la golpea con un vértigo helado.Sobre ella se alza un techo alto, ornamentado con molduras doradas que capturan la luz con un resplandor etéreo. En el centro, un fresco celestial cubre la bóveda con figuras angelicales y cielos infinitos, una visión hermosa y perturbadora
Elara camina por el pasillo, guiada por el chico misterioso. La manera en que su mano se posa en su espalda le resulta inquietantemente familiar, como si ya hubiese sentido ese toque antes. La sensación le incomoda, por lo que se adelanta unos pasos y, sin voltear a verlo, dice con firmeza:—No hace falta que me toques, puedo caminar sola.—¿Acaso mi tacto y el calor de mi piel te han hecho recordar algo?Elara frunce el ceño y lo mira de reojo.—¿Recordar qué? Es la primera vez que te veo.Sin previo aviso, el chico corre hasta ponerse frente a ella, bloqueándole el paso. Elara se detiene bruscamente y lo observa con desconfianza. Con una reverencia elegante, él se presenta:—Tanaka Haruki, SuperAlfa de la manada Aoki, ubicada en un bosque del sur de Japón.Elara lo estudia con atención, tratando de encontrar algún indicio de broma en su expresión.—¿Manada Aoki? ¿Te refieres a una manada de lobos?... Entonces, es verdad, si existen... los hombres lobos.Haruki suelta una risa ligera