2. Tragedia

Es el año 1915 cuando Elara Stokes, ya con veinticinco años, se dirige a casa junto con su madre. La noche ha caído con la calma singular del bosque, el cielo estrellado desplegando un manto de tranquilidad sobre el paisaje. La luz de la luna llena, filtrada a través de las copas de los árboles, proyecta una serie de destellos plateados sobre el suelo, creando un mosaico de sombras en movimiento.

Ambas avanzan por el bosque envueltas en gruesas capas de lana, el frío nocturno se siente más agudo en el aire. Sus pasos crujen sobre las hojas secas del sendero, creando un eco suave que resuena en la serenidad del bosque. Cada una lleva un saco de leña, su peso haciendo que cada paso sea un esfuerzo. La leña, recogida con dedicación, roza contra sus piernas mientras avanzan.

De pronto, Elara se detiene en un pequeño lago a lo largo del camino. 

—Madre, espera, que tengo sed.

Se inclina sobre el borde del agua para beber un sorbo, y mientras lo hace, nota un brillo inusual en sus ojos. En un breve instante, sus ojos parecen iluminarse con una luz blanca azulada, un destello fugaz que se refleja en la superficie del lago. El resplandor es efímero, y cuando sus ojos vuelven a parpadear, estos regresan a su color castaño habitual, Elara se pregunta si lo que vio fue solo una ilusión... Sí, de seguro lo fue.

Con un suspiro, Elara se reincorpora y, junto a su madre, se ajustan el saco de leña sobre sus hombros. La noche es un manto de serenidad, pero, de pronto, mientras regresan a la cabaña, una sensación inquietante les recorre la espalda. No es solo el frío cortante que les provoca un escalofrío, sino también la creciente sensación de que no es solo aquel ángel guardián quien las sigue. Presienten que hay otros más. Los sonidos de pisadas, sutiles y apenas perceptibles, parecen rodearlas desde todos los rincones del bosque. 

—Elara, presiento que no estamos solas —susurra su madre, deteniéndose por un instante y lanzando una mirada inquieta a su alrededor.

Elara aprieta los labios y asiente con nerviosismo.

—Mejor apresurémonos.

Con el corazón palpitando con rudeza, aceleran el paso, sus ojos intentando penetrar la oscuridad que las rodea. El sendero serpentea a través del bosque, flanqueado por árboles altos cuyos contornos se funden en las sombras. Las hojas secas crujen bajo sus botas mientras avanzan, el peso del saco de leña se siente cada vez más agotador. De repente, un ruido inesperado las hace detenerse en seco. La sensación de que alguien ha caído de pie detrás de ellas las paraliza momentáneamente. Elara gira lentamente sobre sus talones, el sudor frío acumulándose en su frente a pesar del aire helado.

Lo que tiene frente a ella no es humano. No del todo. No sabe qué es, pero lo está viendo con sus propios ojos, y no, no está loca. El horror es real. Lo confirma el pánico reflejado en el rostro de su madre cuando la mira, tan aterrada como ella. Ambas tiemblan frente a una criatura grotesca, de más de dos metros de altura, con un cuerpo descomunal que amenaza con desgarrar la poca humanidad que aún le queda. Sus músculos, marcados bajo una piel cubierta de un pelaje gris, espeso y desordenado, se estremecen con cada movimiento. Sus rostros, deformes y monstruoso, combinan lo peor del hombre y la bestia: hocicos alargados plagados de colmillos afilados, ojos de un ámbar neón que arden con un hambre primitiva, dedos largos de garras letales.

La ropa que alguna vez le perteneció está ahora desgarrada y ajustada de forma grotesca a su cuerpo, como si en algún momento hubiera sido hombre y hubieran estallado desde adentro hacia afuera, convirtiéndose en esta aberración. Los botones de su camisa han saltado, dejando la tela abierta sobre su torso peludo. La larga gabardina se aferra a sus brazos colosales, con las costuras a punto de reventar, mientras el pantalón lucha por mantenerse en sus enormes muslos. Ya no tiene zapatos. En su lugar, horrendas patas de bestia, de garras curvas y afiladas, se aferran al suelo con una ferocidad inhumana.

Elara siente cómo el aire se espesa, volviéndose irrespirable. Su cuerpo se congela, incapaz de reaccionar. Un frío punzante se instala en su columna vertebral, paralizándola, pero no es el clima lo que la inmoviliza. Es el pavor absoluto.

La bestia da un paso adelante. Su pelaje es de un gris espectral, opaco, sin vida, como si estuviera bañado por la luz de la muerte, y sus fauces gotean una saliva densa que brilla como plata líquida. Sus ojos la perforan con una inteligencia cruel, un placer macabro en la cacería.

—¡No, no se llevarán a mi otra hija! —La voz de su madre rasga la noche, firme, desafiante, mientras se interpone entre Elara y la criatura. Extiende los brazos como si su propio cuerpo pudiera servir de barrera.

Todo sucede en un parpadeo.

La bestia se abalanza sobre ella con furia. Sus garras, largas como dagas, atraviesan su abdomen con una facilidad repugnante. Un sonido húmedo y espeso llena el aire, y enseguida la sangre brota en un chorro caliente, empapando la palma de la criatura con su torrente vital.

Elara ve cómo la vida se escapa del rostro de su madre. Sus labios se abren, pero ya no hay palabras, solo un gorgoteo sordo. La luz en sus ojos se apaga antes de que su cuerpo cuelgue desde las garras que la sostiene.

Cuando la bestia saca la garra del cuerpo, la sangre salpica al aire. Elara la observa sin comprender. Su mente se niega a aceptar lo que acaba de ocurrir. Su madre cae de golpe al suelo. Su madre no se mueve. Su madre está…

Un sollozo ahogado intenta escapar de su garganta, pero su cuerpo sigue en shock. Sus oídos zumban, su visión se torna borrosa por las lágrimas. Su mente se desconecta de la realidad en un intento de protegerse de la brutalidad del momento.

Antes de que pueda hacer cualquier intento de escape, es brazo de la bestia la rodea por completo con una fuerza sobrenatural, inmovilizándola con una precisión que desarma cualquier resistencia que pueda ejercer. Sus gritos de desesperación se pierden en el aire, pronto le tapa la boca con un pañuelo, y no pasa mucho cuando la negrura de la inconsciencia comienza a envolverla. Sus parpadeos se vuelven cada vez más lentos, y el mundo a su alrededor se desdibuja en un remolino de sombras y sonidos distantes. La última imagen que ve antes de ser arrastrada a la inconsciencia es la silueta inmóvil de su madre en el suelo. Y el fulgor amarillo de los ojos del monstruo, mirándola, reclamándola como suya. El cloroformo, con su influencia adormecedora, finalmente la arrastra a un abismo de oscuridad profunda, dejando solo un rastro de confusión y terror detrás de ella.

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