Es el año 1915 cuando Elara Stokes, ya con veinticinco años, se dirige a casa junto con su madre. La noche ha caído con la calma singular del bosque, el cielo estrellado desplegando un manto de tranquilidad sobre el paisaje. La luz de la luna llena, filtrada a través de las copas de los árboles, proyecta una serie de destellos plateados sobre el suelo, creando un mosaico de sombras en movimiento.
Ambas avanzan por el bosque envueltas en gruesas capas de lana, el frío nocturno se siente más agudo en el aire. Sus pasos crujen sobre las hojas secas del sendero, creando un eco suave que resuena en la serenidad del bosque. Cada una lleva un saco de leña, su peso haciendo que cada paso sea un esfuerzo. La leña, recogida con dedicación, roza contra sus piernas mientras avanzan.
De pronto, Elara se detiene en un pequeño lago a lo largo del camino.
—Madre, espera, que tengo sed.
Se inclina sobre el borde del agua para beber un sorbo, y mientras lo hace, nota un brillo inusual en sus ojos. En un breve instante, sus ojos parecen iluminarse con una luz blanca azulada, un destello fugaz que se refleja en la superficie del lago. El resplandor es efímero, y cuando sus ojos vuelven a parpadear, estos regresan a su color castaño habitual, Elara se pregunta si lo que vio fue solo una ilusión... Sí, de seguro lo fue.
Con un suspiro, Elara se reincorpora y, junto a su madre, se ajustan el saco de leña sobre sus hombros. La noche es un manto de serenidad, pero, de pronto, mientras regresan a la cabaña, una sensación inquietante les recorre la espalda. No es solo el frío cortante que les provoca un escalofrío, sino también la creciente sensación de que no es solo aquel ángel guardián quien las sigue. Presienten que hay otros más. Los sonidos de pisadas, sutiles y apenas perceptibles, parecen rodearlas desde todos los rincones del bosque.
—Elara, presiento que no estamos solas —susurra su madre, deteniéndose por un instante y lanzando una mirada inquieta a su alrededor.
Elara aprieta los labios y asiente con nerviosismo.
—Mejor apresurémonos.
Con el corazón palpitando con rudeza, aceleran el paso, sus ojos intentando penetrar la oscuridad que las rodea. El sendero serpentea a través del bosque, flanqueado por árboles altos cuyos contornos se funden en las sombras. Las hojas secas crujen bajo sus botas mientras avanzan, el peso del saco de leña se siente cada vez más agotador. De repente, un ruido inesperado las hace detenerse en seco. La sensación de que alguien ha caído de pie detrás de ellas las paraliza momentáneamente. Elara gira lentamente sobre sus talones, el sudor frío acumulándose en su frente a pesar del aire helado.
Lo que tiene frente a ella no es humano. No del todo. No sabe qué es, pero lo está viendo con sus propios ojos, y no, no está loca. El horror es real. Lo confirma el pánico reflejado en el rostro de su madre cuando la mira, tan aterrada como ella. Ambas tiemblan frente a una criatura grotesca, de más de dos metros de altura, con un cuerpo descomunal que amenaza con desgarrar la poca humanidad que aún le queda. Sus músculos, marcados bajo una piel cubierta de un pelaje gris, espeso y desordenado, se estremecen con cada movimiento. Sus rostros, deformes y monstruoso, combinan lo peor del hombre y la bestia: hocicos alargados plagados de colmillos afilados, ojos de un ámbar neón que arden con un hambre primitiva, dedos largos de garras letales.
La ropa que alguna vez le perteneció está ahora desgarrada y ajustada de forma grotesca a su cuerpo, como si en algún momento hubiera sido hombre y hubieran estallado desde adentro hacia afuera, convirtiéndose en esta aberración. Los botones de su camisa han saltado, dejando la tela abierta sobre su torso peludo. La larga gabardina se aferra a sus brazos colosales, con las costuras a punto de reventar, mientras el pantalón lucha por mantenerse en sus enormes muslos. Ya no tiene zapatos. En su lugar, horrendas patas de bestia, de garras curvas y afiladas, se aferran al suelo con una ferocidad inhumana.
Elara siente cómo el aire se espesa, volviéndose irrespirable. Su cuerpo se congela, incapaz de reaccionar. Un frío punzante se instala en su columna vertebral, paralizándola, pero no es el clima lo que la inmoviliza. Es el pavor absoluto.
La bestia da un paso adelante. Su pelaje es de un gris espectral, opaco, sin vida, como si estuviera bañado por la luz de la muerte, y sus fauces gotean una saliva densa que brilla como plata líquida. Sus ojos la perforan con una inteligencia cruel, un placer macabro en la cacería.
—¡No, no se llevarán a mi otra hija! —La voz de su madre rasga la noche, firme, desafiante, mientras se interpone entre Elara y la criatura. Extiende los brazos como si su propio cuerpo pudiera servir de barrera.
Todo sucede en un parpadeo.
La bestia se abalanza sobre ella con furia. Sus garras, largas como dagas, atraviesan su abdomen con una facilidad repugnante. Un sonido húmedo y espeso llena el aire, y enseguida la sangre brota en un chorro caliente, empapando la palma de la criatura con su torrente vital.
Elara ve cómo la vida se escapa del rostro de su madre. Sus labios se abren, pero ya no hay palabras, solo un gorgoteo sordo. La luz en sus ojos se apaga antes de que su cuerpo cuelgue desde las garras que la sostiene.
Cuando la bestia saca la garra del cuerpo, la sangre salpica al aire. Elara la observa sin comprender. Su mente se niega a aceptar lo que acaba de ocurrir. Su madre cae de golpe al suelo. Su madre no se mueve. Su madre está…
Un sollozo ahogado intenta escapar de su garganta, pero su cuerpo sigue en shock. Sus oídos zumban, su visión se torna borrosa por las lágrimas. Su mente se desconecta de la realidad en un intento de protegerse de la brutalidad del momento.
Antes de que pueda hacer cualquier intento de escape, es brazo de la bestia la rodea por completo con una fuerza sobrenatural, inmovilizándola con una precisión que desarma cualquier resistencia que pueda ejercer. Sus gritos de desesperación se pierden en el aire, pronto le tapa la boca con un pañuelo, y no pasa mucho cuando la negrura de la inconsciencia comienza a envolverla. Sus parpadeos se vuelven cada vez más lentos, y el mundo a su alrededor se desdibuja en un remolino de sombras y sonidos distantes. La última imagen que ve antes de ser arrastrada a la inconsciencia es la silueta inmóvil de su madre en el suelo. Y el fulgor amarillo de los ojos del monstruo, mirándola, reclamándola como suya. El cloroformo, con su influencia adormecedora, finalmente la arrastra a un abismo de oscuridad profunda, dejando solo un rastro de confusión y terror detrás de ella.
«¡No se llevarán a mi otra hija!».Ese grito desesperado es lo último que Elara escucha de su madre y lo último que su mente atormentada recrea antes de emerger del abismo de la inconsciencia. Despierta con un jadeo entrecortado, su pecho oprimiéndose como si aún sintiera el peso de aquel instante fatídico. Su cuerpo está entumecido, atrapado en un letargo extraño, y su mente se sumerge en una maraña de confusión.—¿Otra hija? —murmura, con la voz rasposa, apenas un susurro entre la niebla de su desconcierto.El eco de aquellas palabras resuena en su cabeza, pero la incertidumbre apenas tiene tiempo de asentarse cuando nota algo más inquietante. No está en su cabaña. Su respiración se entrecorta mientras la realidad la golpea con un vértigo helado.Sobre ella se alza un techo alto, ornamentado con molduras doradas que capturan la luz con un resplandor etéreo. En el centro, un fresco celestial cubre la bóveda con figuras angelicales y cielos infinitos, una visión hermosa y perturbadora
Elara camina por el pasillo, guiada por el chico misterioso. La manera en que su mano se posa en su espalda le resulta inquietantemente familiar, como si ya hubiese sentido ese toque antes. La sensación le incomoda, por lo que se adelanta unos pasos y, sin voltear a verlo, dice con firmeza:—No hace falta que me toques, puedo caminar sola.—¿Acaso mi tacto y el calor de mi piel te han hecho recordar algo?Elara frunce el ceño y lo mira de reojo.—¿Recordar qué? Es la primera vez que te veo.Sin previo aviso, el chico corre hasta ponerse frente a ella, bloqueándole el paso. Elara se detiene bruscamente y lo observa con desconfianza. Con una reverencia elegante, él se presenta:—Tanaka Haruki, SuperAlfa de la manada Aoki, ubicada en un bosque del sur de Japón.Elara lo estudia con atención, tratando de encontrar algún indicio de broma en su expresión.—¿Manada Aoki? ¿Te refieres a una manada de lobos?... Entonces, es verdad, si existen... los hombres lobos.Haruki suelta una risa ligera
Elara termina su desayuno con rapidez, limpiándose los labios con una servilleta antes de levantarse de la silla. Sus ojos se clavan en la sirvienta, quien sigue de pie con la mirada baja, a la espera de nuevas órdenes.—Llévame con ese rey —ordena Elara con voz firme.La mujer inclina la cabeza en una reverencia sutil antes de asentir con respeto.—Sígame, por favor, SuperLuna.Elara frunce el ceño y gira la cabeza hacia Matías, quien la observa desde su asiento con una sonrisa enigmática.—¿Por qué me llama así? —pregunta, cruzándose de brazos.Matías mantiene su mirada fija en ella, su expresión indescifrable.—Porque eres nuestra SuperLuna.Elara exhala con frustración.—¿Eso se supone que debe significar algo para mí?—Todo, mi reina —responde él con una calma inquietante.Rodando los ojos, Elara se pone de pie. No entiende qué demonios significa ese título ni por qué insisten en llamarla así, pero una sensación de desconcierto se enrosca en su pecho. Matías no añade nada más, so
Año 1890 La noche se viste con un manto azul profundo, y el cielo de Australia se transforma en un lienzo de luz mágica y sobrecogedora. Sin previo aviso, un fenómeno lunar sin parangón se desvela: una superluna azul se eleva en todo su esplendor, bañando el mundo con un resplandor radiante. Su presencia es un espectáculo raro y majestuoso, desplegando matices plateados y azules que parecen susurrar secretos antiguos al viento. En su fase más grandiosa, la luna derrama una luz luminosa y suave que acaricia cada rincón del paisaje, convirtiendo el bosque y las colinas en un tapiz vibrante de sombras y destellos. Bajo este cielo inusual, una pequeña cabaña de madera se encuentra aislada en la serenidad del campo. Las paredes de la cabaña, de madera envejecida y rugosa, parecen abrazar la luz lunar, reflejando un brillo cálido, casi sagrado. En el corazón de esta cabaña, una madre se encuentra en las últimas etapas de un parto arduo. A su lado, una partera de rostro sereno y manos expe
Cuatro días después, la luz de la superluna ha sido reemplazada por una luna llena común, pero aun así es brillante. Su resplandor plateado baña el bosque con un ligero resplandor, iluminando las copas de los árboles y proyectando sombras largas y danzantes sobre la cabaña donde Elara ha nacido. Desde su escondite entre las ramas de un viejo roble, Damián se mantiene en silencio, su mirada fija en la pequeña estructura de madera donde la bebé duerme, la observa con una mezcla de curiosidad y propósito, sin entender del todo por qué no siente el aroma en aquella infante. Los humanos tienen un olor particular. Su sangre es como una sinfonía de fragancias que revelan su esencia: el dulzor de la juventud, el hierro caliente del miedo, la acidez del sudor en momentos de tensión, el perfume sutil del deseo. Cada individuo tiene su propia composición aromática, un rastro inconfundible que delata su presencia. Pero ella… ella es distinta. No hay rastro del dulzor característico de un niño, n