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4. Desayunando con un SuperAlfa

Elara camina por el pasillo, guiada por el chico misterioso. La manera en que su mano se posa en su espalda le resulta inquietantemente familiar, como si ya hubiese sentido ese toque antes. La sensación le incomoda, por lo que se adelanta unos pasos y, sin voltear a verlo, dice con firmeza:

—No hace falta que me toques, puedo caminar sola.

—¿Acaso mi tacto y el calor de mi piel te han hecho recordar algo?

Elara frunce el ceño y lo mira de reojo.

—¿Recordar qué? Es la primera vez que te veo.

Sin previo aviso, el chico corre hasta ponerse frente a ella, bloqueándole el paso. Elara se detiene bruscamente y lo observa con desconfianza. Con una reverencia elegante, él se presenta:

—Tanaka Haruki, SuperAlfa de la manada Aoki, ubicada en un bosque del sur de Japón.

Elara lo estudia con atención, tratando de encontrar algún indicio de broma en su expresión.

—¿Manada Aoki? ¿Te refieres a una manada de lobos?... Entonces, es verdad, si existen... los hombres lobos.

Haruki suelta una risa ligera, su sonrisa revelando un destello de colmillos apenas asomados.

—¿Eres amante de los canes?

Elara no aparta la mirada de él, intrigada y a la vez en guardia. Haruki vuelve a caminar, esta vez delante de ella, y ella aprovecha para seguir cuestionándolo.

—¿Qué hago en este lugar? —pregunta, observando su porte impecable—. ¿Qué quieren de mí?

Haruki sonríe con cinismo y se gira apenas lo suficiente para mirarla.

—Calma, hermosa —dice con un tono presuntuoso—. Ya verás por ti misma de qué trata todo esto. Ahora, a desayunar.

Señala con un ademán una puerta a su derecha.

—Adelante.

Elara avanza con cautela, llevando la mano al picaporte, pero Haruki se adelanta y lo toma antes que ella. En ese instante, sus miradas quedan peligrosamente cerca. La proximidad es sofocante, un roce de alientos que la deja atrapada en la negrura de sus ojos. Haruki la observa con una intensidad indescifrable, su mirada descendiendo fugazmente a sus labios antes de volver a fijarse en sus ojos. Un breve, pero tenso momento se estira entre ambos, cargado de algo que Elara no sabe nombrar.

Entonces, con una leve sonrisa ladina, Haruki abre la puerta por ella. Sin esperar más, Elara da un paso dentro y se encuentra con un amplio comedor iluminado por la cálida luz de una lámpara de araña. En el centro, una larga mesa de madera oscura se extiende con varias sillas a su alrededor. Sobre la superficie reluciente, un festín digno de una reina aguarda: una elegante vajilla de porcelana enmarca platos rebosantes de frutas frescas, panes artesanales aún tibios, embutidos finamente cortados y una variedad de dulces glaseados. Jarras de cristal contienen jugos de colores vibrantes, y una tetera de oro humea suavemente, liberando el delicado aroma de un té especiado. Todo dispuesto con un esmero casi ceremonial, como si el desayuno no fuera solo una comida, sino una bienvenida.

De pie junto a la ventana, con la luz de la mañana delineando su silueta, hay un hombre de presencia imponente. Su piel, de un cálido tono canela, resplandece bajo los primeros destellos del sol que se filtran entre las copas de los árboles. Sus brazos, cruzados sobre su pecho amplio, realzan su porte dominante, mientras su mandíbula ancha y bien definida se tensa en una expresión de tranquila observación. Una barba meticulosamente arreglada enmarca su rostro varonil, acentuando su atractivo rudo pero refinado. Sus ojos, de un dorado intenso como la miel a contraluz, recorren el paisaje con calma hasta que un leve sonido lo hace girar hacia la puerta. Su mirada, antes serena, se ensancha en sorpresa al encontrarse con la figura de Elara. Un cuerpo se tensiona, y su respiración se entrecorta por un segundo. Luego, como si su instinto tomara el control, inhala con profundidad, llenando sus pulmones con su aroma, como si necesitara asegurarse de que ella es real.

—Elizabeth… —su voz es grave, rica en matices y cargada de una emoción insondable.

Elara se queda inmóvil, sintiendo cómo su corazón da un vuelco en su pecho. Confusión y alarma se mezclan en su mente. Haruki suspira con fastidio y, sin poder contenerse, suelta una risa burlona.

—Por todos los cielos, Matías… —chasquea la lengua y lo mira con sorna—. No es Elizabeth. De hecho, ni siquiera se ha presentado todavía.

—No tengo por qué presentarme frente a las personas que, posiblemente, han matado a mi madre.

Los ojos de Matías se agrandan, reflejando un miedo que no logra ocultar a tiempo. Elara lo capta al instante y su mirada se endurece aún más cuando avanza un paso hacia él.

—¿Fuiste tú? —su voz es un filo de acero, helado e implacable—. ¿Tú me atacaste anoche? ¿Tú mataste a mi madre?

Lo observa de arriba abajo, recorriendo con la vista su complexión robusta, la altura que se asemeja demasiado a la silueta que la acechó en la oscuridad.

—Eres tan alto como la bestia.

Matías da un paso al frente, su expresión ensombrecida por el peso de sus emociones. Sus ojos dorados, cálidos y turbados a la vez, se clavan en los de Elara con una intensidad abrumadora. Su voz es un murmullo profundo, teñido de una dulzura inesperada.

—Mi reina…, yo jamás haría algo que la lastimara, ni siquiera permitiría que una sombra de tristeza tocara su alma. Prefiero ser condenado antes que ser la causa de su dolor.

El silencio que sigue es suave, envolvente, casi como el aire tibio antes del amanecer. Hay algo en la quietud que no resulta incómodo, sino íntimo, como si el tiempo se hubiera ralentizado solo para que ella entendiera cada palabra.

Entonces, Haruki, con su sonrisa torcida, rompe la calma con un comentario que gotea cinismo:

—La bestia sí lo haría, ¿ah, Matías?

—¿Qué cosa? —Matías frunce el ceño, su mandíbula se tensa.

Haruki inclina ligeramente la cabeza, como si su diversión aumentara con cada segundo.

—Lastimarla a ella o a cualquiera que se le interponga.

Elara se gira bruscamente hacia Haruki, su mirada encendida con sospecha y rabia contenida.

—¡Tú sabes quién es la bestia! —exclama, su voz vibrando con una mezcla de ira y desesperación.

Haruki, lejos de inmutarse, alza las manos en un gesto burlón de rendición. Su sonrisa cínica se amplía mientras da media vuelta, alejándose con paso despreocupado, como si toda la tensión en la habitación no fuera más que un simple juego para él.

Y así, la deja sola con Matías.

—Mi reina, ¿será que usted no teme a la bestia? ¿Por qué se atrevería a buscarla?

Elara bufa y se sonríe con cinismo antes de girarse hacia Matías.

—¿Quién te crees para decirme «mi reina»?

Matías no responde de inmediato. En cambio, su sonrisa se ensancha con una ternura desconcertante, su mirada cálida y profunda la envuelve como un susurro al oído.

—Uno de estos días recordará el porqué de mi forma de llamarle así.

Elara siente un estremecimiento recorrer su piel. Hay algo en la manera en que él la mira, en la suavidad de su tono, en la seguridad con la que pronuncia cada palabra, que la desarma. Es demasiado romántico, demasiado íntimo, demasiado... peligroso. Pero no, no va a dejarse enredar con cursilerías. Su única prioridad es encontrar la razón de su captura, encontrar a la bestia.

Se sienta en una de las sillas del comedor, rodeada por la calidez del aroma a pan recién horneado, a embutidos y fruta fresca. Su estómago protesta en un retortijón silencioso, pero su mente, aún en guardia, le susurra que tenga cuidado. Sus ojos recorren el desayuno servido frente a ella: un banquete digno de una reina. Pero, ¿y si está envenenado?

Agarra un trozo de pan, llevándolo cerca de su nariz. Su fragancia es embriagadora, y por un instante, la necesidad de comer supera la lógica. Pero duda. ¿Debería arriesgarse?

Entonces, la razón golpea su mente. La bestia tuvo la oportunidad de matarla, pero no lo hizo. La trajo hasta aquí, la dejó con vida. Eso solo puede significar una cosa: la necesitan viva.

Con esa certeza, respira hondo y lleva el primer bocado a sus labios, mordiéndolo con cautela. La textura suave y la calidez del pan se deshacen en su boca, y, contra su voluntad, su cuerpo se relaja. Prueba un pedazo de embutido, y el sabor exquisito, salado y lleno de especias, la golpea como una revelación. El hambre, contenida por el miedo, finalmente se libera. Elara come con más prisa, su cuerpo traicionándola mientras se rinde al placer de los sabores.

Frente a ella, Matías la observa con calma, una leve sonrisa en su rostro. No dice nada, simplemente disfruta del momento, del simple acto de verla comer.

—¿Tú sabes dónde está la bestia? —pregunta entre bocado y bocado, su voz firme, aunque en el fondo aún sienta un ligero temblor de miedo.

—No sé quién fue la bestia que la atacó anoche, lo siento… Pero dígame, ¿por qué quiere encontrarla?

Elara deja el pan en su plato y lo mira fijamente.

—Porque voy a hacerle pagar por lo que le hizo a mi madre.

Matías ladea la cabeza, apoyando un codo sobre la mesa mientras la contempla con interés.

—Disculpe la pregunta, mi reina, pero… ¿cómo pretende enfrentarla?

Elara aprieta los labios. Ni siquiera lo había pensado. Un escalofrío recorre su cuerpo al recordar la brutalidad de la criatura, la forma en que su sola presencia impregnaba el aire de miedo.

—No lo sé…, pero supongo que tendrá alguna debilidad.

—La plata.

—Cierto… la plata. —Lo observa con curiosidad, entornando los ojos—. ¿Por qué me dices la debilidad de un hombre lobo? ¿Acaso no eres uno?

Matías sonríe, con esa misma expresión que la descoloca.

—Entonces usted ya sabe de nuestra maldición.

—¿Eres o no un hombre lobo?

—Lo soy. Mi nombre es Matías Valverde, soy el SuperAlfa de la manada Azona, una gran comunidad de licántropos que habita en el centro de la Amazona.

Elara no responde de inmediato. Mastica despacio, no solo la comida, sino también sus pensamientos. Matías sigue mirándola, disfrutando de ver cómo se saborea, de la forma en que su ceño se frunce cada vez que algo en su mente no encaja. Hay paciencia en los ojos de él, una quietud que la inquieta y la reconforta a la vez. Pero ella no está ahí para confiar en nadie. Solo tiene una misión: cazar a la bestia.

—El asiático también mencionó eso de ser «SuperAlfa», que supongo, son líderes... ¿Hay más hombres lobos aquí?

— Todos los que estamos aquí, excepto tú y la Madre Luna.

—¿Madre Luna?

Antes de que Matías pueda responder, alguien llama a la puerta con un par de golpes firmes. Él desvía la mirada por un instante y con voz serena ordena:

—Entre.

La puerta se abre y una mujer vestida con un sencillo pero elegante atuendo entra en la habitación. Su postura es respetuosa, pero su expresión permanece impasible.

—Disculpe la interrupción, SuperAlfa —dice con una leve inclinación de cabeza—. El rey espera ver a la SuperLuna después de que termine de desayunar.

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