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3. Un Palacio en Queensland

«¡No se llevarán a mi otra hija!».

Ese grito desesperado es lo último que Elara escucha de su madre y lo último que su mente atormentada recrea antes de emerger del abismo de la inconsciencia. Despierta con un jadeo entrecortado, su pecho oprimiéndose como si aún sintiera el peso de aquel instante fatídico. Su cuerpo está entumecido, atrapado en un letargo extraño, y su mente se sumerge en una maraña de confusión.

—¿Otra hija? —murmura, con la voz rasposa, apenas un susurro entre la niebla de su desconcierto.

El eco de aquellas palabras resuena en su cabeza, pero la incertidumbre apenas tiene tiempo de asentarse cuando nota algo más inquietante. No está en su cabaña. Su respiración se entrecorta mientras la realidad la golpea con un vértigo helado.

Sobre ella se alza un techo alto, ornamentado con molduras doradas que capturan la luz con un resplandor etéreo. En el centro, un fresco celestial cubre la bóveda con figuras angelicales y cielos infinitos, una visión hermosa y perturbadora a la vez. Parpadea varias veces, intentando disipar la bruma de su inconsciencia, y con cada latido acelerado, el esplendor de la habitación se revela ante ella.

Está acostada en una cama inmensa con dosel, sus columnas de madera oscura finamente talladas con hojas y flores entrelazadas, como si la naturaleza hubiera sido atrapada en el arte de un maestro ebanista. Las pesadas cortinas de terciopelo carmesí cuelgan a los lados, atadas con gruesas borlas doradas que parecen sostener siglos de opulencia. Bajo su cuerpo, las sábanas de la más fina seda acarician su piel, su frescura un cruel contraste con la calidez sofocante que se expande en su pecho.

A su alrededor, la habitación es un despliegue de lujo inimaginable. Las paredes están cubiertas con un delicado papel tapiz en tonos marfil y dorado, con filigranas que parecen danzar bajo la tenue luz de un majestuoso candelabro de cristal. Sobre la chimenea de mármol blanco, un enorme espejo con un marco barroco refleja la imagen de la estancia, duplicando la sensación de grandeza. El fuego crepita suavemente en la chimenea, lanzando sombras titilantes sobre el suelo de madera pulida, donde una alfombra persa de exquisitos bordados suaviza el frío de las tablas. Un armario macizo con detalles dorados se alza en una esquina, junto a un tocador adornado con frascos de perfume de cristal y un cepillo de oro puro. Un biombo de madera lacada, con paneles pintados a mano que representan escenas bucólicas, resguarda un área privada de la habitación. Cerca de la cama, vestida con pesados cortinajes de brocado, un diván de terciopelo aguarda con cojines bordados.

Elara se levanta, temblorosa, sintiendo el frío del suelo de mármol bajo sus pies descalzos, mientras su respiración, aún errática, lucha por calmarse. La imagen de la bestia atravesando el frágil cuerpo de su madre se clava en su mente, y sus ojos se llenan de lágrimas al recordar cómo, después de asesinarla, la criatura se lanzó hacia ella, inmovilizándola y aplastándola con sus peludos brazos hasta dormirla con una sustancia que, extrañamente, le recuerda a las pociones que las brujas solían hacer en los cuentos de su madre… Los cuentos de su madre… Lo recuerda. Su madre también le mencionaba otros seres: los hombres lobo. Aquella criatura se parecía tanto a la de los relatos.

«¿Era eso un hombre lobo?». Un escalofrío recorre su cuerpo, helando su piel.

Intenta correr hacia la puerta principal de la habitación, y es entonces cuando nota el peso suave y sedoso de la tela que cubre su cuerpo de manera ajustada, impidiéndole moverse con agilidad. Baja la mirada y descubre que ya no lleva la ropa con la que fue capturada. En su lugar, viste una bata de dormir de una opulencia innegable: de un blanco perlado, con delicados bordados dorados en los puños y el dobladillo, y un delgado cinturón de seda que se ciñe perfectamente a su cintura. La tela es tan fina y ligera que parece deslizarse entre sus dedos como agua. Su desconcierto aumenta. ¿Quién la cambió? ¿Dónde está su ropa? Una sensación helada le recorre la espalda. Necesita entender dónde está. Sabe que la bestia la trajo aquí, pero no quiero volver a encontrarla.

«No creo que sea buena idea salir por la puerta principal; seguro hay alguien afuera vigilando para evitar que escape».

Sus pasos la guían hasta las cortinas que cubren la única ventana de la habitación. Con un movimiento decidido, aparta la pesada tela y descubre una gran puerta de vidrio. Su reflejo aparece distorsionado en la superficie brillante, pero su atención no está en eso, sino en lo que hay más allá. La claridad del día inunda la habitación. Ella abre la puerta y da un paso al exterior.

Lo que ve le roba el aliento.

Elara se encuentra en un amplio balcón con barandas ornamentadas de piedra tallada, desde donde se despliega una vista imponente. No es su casa. No está en su campo. Desde su posición, puede ver cómo el castillo se extiende a lo ancho, con sus muros de piedra integrándose de forma majestuosa en el paisaje del bosque vasto y frondoso que lo rodea. Su estructura, aunque amplia e imponente, no sobrepasa la altura de los árboles más altos, lo que le da una sensación de aislamiento casi místico.

Su corazón martillea en su pecho.

«¿Dónde estoy?».

Definitivamente, no puede saltar por la ventana. Es muy alto. Aterrada, da media vuelta y cruza la recámara apresuradamente. Su instinto le grita que necesita encontrar la forma de salir de ahí, pero antes necesita respuestas. Llega hasta la gran puerta principal de la habitación y la abre de golpe.

Un pasillo colosal se extiende ante ella, flanqueado por altas columnas de mármol blanco. Un Candelabros majestuosos cuelgan del techo abovedado, y no parecen haber más habitaciones cercanas. Ve a varios de sirvientes vestidos con impecables uniformes en tonos oscuros con detalles dorados. Hombres y mujeres, todos elegantemente arreglados, caminan con precisión y disciplina. Sin embargo, en cuanto la ven, la actividad se detiene. Uno a uno, los sirvientes se giran hacia ella… y acto seguido, todos se arrodillan.

Elara siente un escalofrío recorrer su columna. Su mente se niega a procesar lo que está viendo. ¿Por qué están haciendo eso? ¿Por qué se inclinan ante ella?

Su garganta se seca, pero logra articular la única pregunta que le viene a la mente:

—¿Qué está pasando?

Una carcajada ligera y despreocupada responde a su pregunta.

Elara se gira con rapidez y ve a un joven que aparece detrás de una de las columnas. Su piel pálida contrasta con su cabello negro azulado, que cae en mechones rebeldes alrededor de un rostro de rasgos asiáticos. Sus ojos oscuros brillan con un destello juguetón mientras la observa con una sonrisa amplia, casi divertida. Su atuendo es impecable: una chaqueta de tela fina, con bordados intrincados y puños decorados con hilos blancos, ajustada a su figura con una elegancia natural.

—Vaya, vaya… —dice el joven con un tono jovial, mientras avanza con calma, acortando la distancia entre ambos. Sus ojos la recorren con una mezcla de nostalgia y admiración, como si hubieran extrañado verla—. Eres tal como te recuerdo.

Se detiene justo frente a ella y, con una suavidad casi reverente, posa un dedo bajo el mentón de Elara y le hace levantar el rostro. Ella tiembla, aterrada.

—Esos ojos marrones tan profundos… Incluso el miedo en ellos sigue hablándome en el mismo idioma.

Elara siente un nudo en el estómago. Da un paso atrás.

—Eres la bestia de anoche, ¿verdad? —su voz suena más tensa de lo que pretende.

El joven ladea la cabeza, su sonrisa se desvanece.

—No estoy seguro de eso...

—¿Qué quieres decir?... ¡¿Quién eres?!

—Esa respuesta solo puede dártela el rey. Y créeme, ansía verte. Pero antes… —da un paso hacia ella y, con la misma naturalidad con la que trataría a una vieja amiga, le da un leve empujón en la espalda, guiándola con suavidad—, sería mejor que desayunes algo. Te espera una larga conversación.

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