Cuatro días después, la luz de la superluna ha sido reemplazada por una luna llena común, pero aun así es brillante. Su resplandor plateado baña el bosque con un ligero resplandor, iluminando las copas de los árboles y proyectando sombras largas y danzantes sobre la cabaña donde Elara ha nacido. Desde su escondite entre las ramas de un viejo roble, Damián se mantiene en silencio, su mirada fija en la pequeña estructura de madera donde la bebé duerme, la observa con una mezcla de curiosidad y propósito, sin entender del todo por qué no siente el aroma en aquella infante.
Los humanos tienen un olor particular. Su sangre es como una sinfonía de fragancias que revelan su esencia: el dulzor de la juventud, el hierro caliente del miedo, la acidez del sudor en momentos de tensión, el perfume sutil del deseo. Cada individuo tiene su propia composición aromática, un rastro inconfundible que delata su presencia. Pero ella… ella es distinta. No hay rastro del dulzor característico de un niño, ni el leve aroma ferroso que cualquier criatura viva debería exhalar. Es como si su existencia fuera incompleta, como si su cuerpo aún no hubiera sido reclamado por la vida… o por la muerte. Y eso… a él le da tranquilidad.
La madre de Elara es fuerte, resiliente y consciente de los peligros que acechan en la oscuridad. Damián también la protege en silencio, pues sabe que, sin ella, la niña no tendría una crianza adecuada. Cuando el viento sacude las ramas o un búho ulula en la distancia, él permanece cerca, listo para intervenir si es necesario. A veces, cuando la mujer sale con su bebé a buscar leña en las frías noches de invierno, él la sigue sin ser visto, asegurándose de que llegue sana y salva de regreso a la cabaña.
Los años pasan y Elara crece bajo el amoroso cuidado de su madre. A los seis años, es una niña curiosa y llena de imaginación. Damián la sigue observando, oculto entre los árboles que rodean la cabaña, escuchando cómo su madre le cuenta historias antes de dormir. Habla de vampiros, brujas y hombres lobo, no como seres de terror, sino como parte de un mundo antiguo y secreto. Lo hace con un tono sereno, como si estuviera preparando a su hija para algo más grande de lo que puede comprender.
Una noche, mientras juega cerca de la cabaña, Elara se detiene de pronto y mira fijamente hacia el bosque. Sus ojos recorren la oscuridad con una expresión de certeza.
—Mamá —dice con voz dulce—, creo que tengo un ángel de la guarda.
Su madre sonríe y se acerca a ella.
—Ah, ¿sí? —pregunta con ternura.
Elara asiente con seriedad.
—Sí, pero… no es un ángel como los de tus cuentos. Este es un ángel negro y oscuro. Solo aparece por la noche.
La madre de Elara no parece sorprendida. Se arrodilla junto a ella y le acaricia su ondulada cabellera con delicadeza.
—Bueno, cariño —dice—, así como hay diferentes tipos de personas, tal vez también haya diferentes tipos de ángeles guardianes. Estoy segura de que ese ángel siempre estará presente para protegerte.
Damián, oculto entre las sombras, siente algo extraño dentro de sí. No es humano. No tiene alma. Y, sin embargo, en ese momento, quiere creer que las palabras de la mujer son ciertas, que es alguien bueno para Elara.
Elara crece con la certeza de que alguien la vigila. A veces, en las noches más silenciosas, siente una presencia cercana. Y en más de una ocasión, cree ver una sombra a lo lejos, una silueta oscura que desaparece en un parpadeo antes de que pueda distinguirla con claridad. Pero no tiene miedo. Su ángel oscuro está allí, y eso le da seguridad.
Los años pasan, y Damián sigue protegiéndola, no solo de las sombras que acechan en la noche, sino también de los peligros de la humanidad. Cuando tiene catorce años, un forastero se acerca demasiado a la cabaña con intenciones siniestras, y nunca se vuelve a saber de él. A los diecisiete, cuando viaja al pueblo, un hombre intenta seguirla en el camino de regreso, pero es encontrado días después con el cuello destrozado, como si un animal salvaje lo hubiera atacado.
Pero la noche que más la marca llega cuando Elara ya es una joven de veinte años. En plena noche, se adentra en el bosque sola a busca agua del pozo, sin imaginar el peligro que la acecha. Un grupo de hombres la acorrala entre los árboles, mirándola con intenciones oscuras. Elara siente el terror congelarle la sangre, y cuando uno de ellos se lanza sobre ella, grita con todas sus fuerzas.
Y entonces, la muerte desciende sobre ellos.
Damián aparece con una velocidad inhumana, una sombra entre sombras. Antes de que la joven pueda siquiera procesar lo que sucede, los hombres comienzan a caer uno por uno, arrastrados hacia la oscuridad. No puede ver nada con claridad, pero sí escucha el crujido de huesos rotos, los jadeos ahogados y el goteo espeso de la sangre cayendo al suelo. El hedor metálico impregna el aire. Para cuando todo termina, el silencio es lo único que queda.
Desde su escondite, Damián lame la sangre de sus labios. No es solo el placer del alimento lo que lo embriaga, sino el sabor de la venganza, de la justicia brutal e implacable. Sabe que Elara nunca debería descubrir lo que ha hecho, pero no se arrepiente.
Porque ella le pertenece. No como un objeto, sino como alguien que forma parte de él de un modo más profundo. La ha visto crecer, la ha protegido, y con los años, se ha encariñado con ella como si fuera una más de su raza, como si fuera su familia.
Y ahora, con la luz de la superluna reemplazada por una luna común, Damián sabe que pronto esto va a cambiar. Que su presencia en la vida de Elara no podrá seguir siendo para siempre. Porque tarde o temprano, ella deberá saber la verdad: le pertenece a los licántropos, y en solo cinco años vendrán por ella.
Es el año 1915 cuando Elara Stokes, ya con veinticinco años, se dirige a casa junto con su madre. La noche ha caído con la calma singular del bosque, el cielo estrellado desplegando un manto de tranquilidad sobre el paisaje. La luz de la luna llena, filtrada a través de las copas de los árboles, proyecta una serie de destellos plateados sobre el suelo, creando un mosaico de sombras en movimiento. Ambas avanzan por el bosque envueltas en gruesas capas de lana, el frío nocturno se siente más agudo en el aire. Sus pasos crujen sobre las hojas secas del sendero, creando un eco suave que resuena en la serenidad del bosque. Cada una lleva un saco de leña, su peso haciendo que cada paso sea un esfuerzo. La leña, recogida con dedicación, roza contra sus piernas mientras avanzan. De pronto, Elara se detiene en un pequeño lago a lo largo del camino. —Madre, espera, que tengo sed. Se inclina sobre el borde del agua para beber un sorbo, y mientras lo hace, nota un brillo inusual en sus ojos.
«¡No se llevarán a mi otra hija!».Ese grito desesperado es lo último que Elara escucha de su madre y lo último que su mente atormentada recrea antes de emerger del abismo de la inconsciencia. Despierta con un jadeo entrecortado, su pecho oprimiéndose como si aún sintiera el peso de aquel instante fatídico. Su cuerpo está entumecido, atrapado en un letargo extraño, y su mente se sumerge en una maraña de confusión.—¿Otra hija? —murmura, con la voz rasposa, apenas un susurro entre la niebla de su desconcierto.El eco de aquellas palabras resuena en su cabeza, pero la incertidumbre apenas tiene tiempo de asentarse cuando nota algo más inquietante. No está en su cabaña. Su respiración se entrecorta mientras la realidad la golpea con un vértigo helado.Sobre ella se alza un techo alto, ornamentado con molduras doradas que capturan la luz con un resplandor etéreo. En el centro, un fresco celestial cubre la bóveda con figuras angelicales y cielos infinitos, una visión hermosa y perturbadora
Elara camina por el pasillo, guiada por el chico misterioso. La manera en que su mano se posa en su espalda le resulta inquietantemente familiar, como si ya hubiese sentido ese toque antes. La sensación le incomoda, por lo que se adelanta unos pasos y, sin voltear a verlo, dice con firmeza:—No hace falta que me toques, puedo caminar sola.—¿Acaso mi tacto y el calor de mi piel te han hecho recordar algo?Elara frunce el ceño y lo mira de reojo.—¿Recordar qué? Es la primera vez que te veo.Sin previo aviso, el chico corre hasta ponerse frente a ella, bloqueándole el paso. Elara se detiene bruscamente y lo observa con desconfianza. Con una reverencia elegante, él se presenta:—Tanaka Haruki, SuperAlfa de la manada Aoki, ubicada en un bosque del sur de Japón.Elara lo estudia con atención, tratando de encontrar algún indicio de broma en su expresión.—¿Manada Aoki? ¿Te refieres a una manada de lobos?... Entonces, es verdad, si existen... los hombres lobos.Haruki suelta una risa ligera
Elara termina su desayuno con rapidez, limpiándose los labios con una servilleta antes de levantarse de la silla. Sus ojos se clavan en la sirvienta, quien sigue de pie con la mirada baja, a la espera de nuevas órdenes.—Llévame con ese rey —ordena Elara con voz firme.La mujer inclina la cabeza en una reverencia sutil antes de asentir con respeto.—Sígame, por favor, SuperLuna.Elara frunce el ceño y gira la cabeza hacia Matías, quien la observa desde su asiento con una sonrisa enigmática.—¿Por qué me llama así? —pregunta, cruzándose de brazos.Matías mantiene su mirada fija en ella, su expresión indescifrable.—Porque eres nuestra SuperLuna.Elara exhala con frustración.—¿Eso se supone que debe significar algo para mí?—Todo, mi reina —responde él con una calma inquietante.Rodando los ojos, Elara se pone de pie. No entiende qué demonios significa ese título ni por qué insisten en llamarla así, pero una sensación de desconcierto se enrosca en su pecho. Matías no añade nada más, so
Año 1890 La noche se viste con un manto azul profundo, y el cielo de Australia se transforma en un lienzo de luz mágica y sobrecogedora. Sin previo aviso, un fenómeno lunar sin parangón se desvela: una superluna azul se eleva en todo su esplendor, bañando el mundo con un resplandor radiante. Su presencia es un espectáculo raro y majestuoso, desplegando matices plateados y azules que parecen susurrar secretos antiguos al viento. En su fase más grandiosa, la luna derrama una luz luminosa y suave que acaricia cada rincón del paisaje, convirtiendo el bosque y las colinas en un tapiz vibrante de sombras y destellos. Bajo este cielo inusual, una pequeña cabaña de madera se encuentra aislada en la serenidad del campo. Las paredes de la cabaña, de madera envejecida y rugosa, parecen abrazar la luz lunar, reflejando un brillo cálido, casi sagrado. En el corazón de esta cabaña, una madre se encuentra en las últimas etapas de un parto arduo. A su lado, una partera de rostro sereno y manos expe