1. Desde las sombras

Cuatro días después, la luz de la superluna ha sido reemplazada por una luna llena común, pero aun así es brillante. Su resplandor plateado baña el bosque con un ligero resplandor, iluminando las copas de los árboles y proyectando sombras largas y danzantes sobre la cabaña donde Elara ha nacido. Desde su escondite entre las ramas de un viejo roble, Damián se mantiene en silencio, su mirada fija en la pequeña estructura de madera donde la bebé duerme, la observa con una mezcla de curiosidad y propósito, sin entender del todo por qué no siente el aroma en aquella infante.

Los humanos tienen un olor particular. Su sangre es como una sinfonía de fragancias que revelan su esencia: el dulzor de la juventud, el hierro caliente del miedo, la acidez del sudor en momentos de tensión, el perfume sutil del deseo. Cada individuo tiene su propia composición aromática, un rastro inconfundible que delata su presencia. Pero ella… ella es distinta. No hay rastro del dulzor característico de un niño, ni el leve aroma ferroso que cualquier criatura viva debería exhalar. Es como si su existencia fuera incompleta, como si su cuerpo aún no hubiera sido reclamado por la vida… o por la muerte. Y eso… a él le da tranquilidad.

La madre de Elara es fuerte, resiliente y consciente de los peligros que acechan en la oscuridad. Damián también la protege en silencio, pues sabe que, sin ella, la niña no tendría una crianza adecuada. Cuando el viento sacude las ramas o un búho ulula en la distancia, él permanece cerca, listo para intervenir si es necesario. A veces, cuando la mujer sale con su bebé a buscar leña en las frías noches de invierno, él la sigue sin ser visto, asegurándose de que llegue sana y salva de regreso a la cabaña.

Los años pasan y Elara crece bajo el amoroso cuidado de su madre. A los seis años, es una niña curiosa y llena de imaginación. Damián la sigue observando, oculto entre los árboles que rodean la cabaña, escuchando cómo su madre le cuenta historias antes de dormir. Habla de vampiros, brujas y hombres lobo, no como seres de terror, sino como parte de un mundo antiguo y secreto. Lo hace con un tono sereno, como si estuviera preparando a su hija para algo más grande de lo que puede comprender.

Una noche, mientras juega cerca de la cabaña, Elara se detiene de pronto y mira fijamente hacia el bosque. Sus ojos recorren la oscuridad con una expresión de certeza.

—Mamá —dice con voz dulce—, creo que tengo un ángel de la guarda.

Su madre sonríe y se acerca a ella.

—Ah, ¿sí? —pregunta con ternura.

Elara asiente con seriedad.

—Sí, pero… no es un ángel como los de tus cuentos. Este es un ángel negro y oscuro. Solo aparece por la noche.

La madre de Elara no parece sorprendida. Se arrodilla junto a ella y le acaricia su ondulada cabellera con delicadeza.

—Bueno, cariño —dice—, así como hay diferentes tipos de personas, tal vez también haya diferentes tipos de ángeles guardianes. Estoy segura de que ese ángel siempre estará presente para protegerte.

Damián, oculto entre las sombras, siente algo extraño dentro de sí. No es humano. No tiene alma. Y, sin embargo, en ese momento, quiere creer que las palabras de la mujer son ciertas, que es alguien bueno para Elara.

Elara crece con la certeza de que alguien la vigila. A veces, en las noches más silenciosas, siente una presencia cercana. Y en más de una ocasión, cree ver una sombra a lo lejos, una silueta oscura que desaparece en un parpadeo antes de que pueda distinguirla con claridad. Pero no tiene miedo. Su ángel oscuro está allí, y eso le da seguridad.

Los años pasan, y Damián sigue protegiéndola, no solo de las sombras que acechan en la noche, sino también de los peligros de la humanidad. Cuando tiene catorce años, un forastero se acerca demasiado a la cabaña con intenciones siniestras, y nunca se vuelve a saber de él. A los diecisiete, cuando viaja al pueblo, un hombre intenta seguirla en el camino de regreso, pero es encontrado días después con el cuello destrozado, como si un animal salvaje lo hubiera atacado.

Pero la noche que más la marca llega cuando Elara ya es una joven de veinte años. En plena noche, se adentra en el bosque sola a busca agua del pozo, sin imaginar el peligro que la acecha. Un grupo de hombres la acorrala entre los árboles, mirándola con intenciones oscuras. Elara siente el terror congelarle la sangre, y cuando uno de ellos se lanza sobre ella, grita con todas sus fuerzas.

Y entonces, la muerte desciende sobre ellos.

Damián aparece con una velocidad inhumana, una sombra entre sombras. Antes de que la joven pueda siquiera procesar lo que sucede, los hombres comienzan a caer uno por uno, arrastrados hacia la oscuridad. No puede ver nada con claridad, pero sí escucha el crujido de huesos rotos, los jadeos ahogados y el goteo espeso de la sangre cayendo al suelo. El hedor metálico impregna el aire. Para cuando todo termina, el silencio es lo único que queda.

Desde su escondite, Damián lame la sangre de sus labios. No es solo el placer del alimento lo que lo embriaga, sino el sabor de la venganza, de la justicia brutal e implacable. Sabe que Elara nunca debería descubrir lo que ha hecho, pero no se arrepiente.

Porque ella le pertenece. No como un objeto, sino como alguien que forma parte de él de un modo más profundo. La ha visto crecer, la ha protegido, y con los años, se ha encariñado con ella como si fuera una más de su raza, como si fuera su familia.

Y ahora, con la luz de la superluna reemplazada por una luna común, Damián sabe que pronto esto va a cambiar. Que su presencia en la vida de Elara no podrá seguir siendo para siempre. Porque tarde o temprano, ella deberá saber la verdad: le pertenece a los licántropos, y en solo cinco años vendrán por ella.

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