DÉBORA

DÉBORA

De camino al trabajo, Débora sintió una punzada en el pecho, un mal presentimiento, sudores fríos, se paró en seco ahí, en mitad de la calle Tromso. Noruega era preciosa en cualquier estación del año, pero en septiembre se presentaba francamente bella. Todo el campo era verde, rico en bellos árboles robustos, llenos de flores de colores. Pasearas a la hora que pasearas Tromso siempre estaba iluminado con sus bellas cabañas de leña y sus maravillosos ciudadanos. Una ciudad para vivir, sin duda, una ciudad hecha para los amantes del frío y los grandes vasos de café.

Solo llevaba dos años viviendo allí, pero ya conocía todo sobre su nueva y fija ciudad. Sus costumbres, su gente, su aire...

Tampoco le costó aprender el idioma noruego, en menos de un mes ya lo hablaba de maravilla. Si algo caracteriza a Débora, sin duda, era su inteligencia, no hay nada que a ella le pudiera resultar difícil aprender. Carmen, su hermana pequeña, siempre la admiró por su enorme inteligencia, se quedaba asombrada escuchándola hablar del universo, la física, los idiomas..., siempre deseó tener la mitad de potencial que su hermana mediana. No solo la quería, la adoraba.

Débora se sentó en un banquito y se puso a respirar profundamente, ella sabía que algo iba mal. Desde muy pequeña percibía energías externas como voces que la avisaban de un peligro, imágenes en su cabeza de sucesos futuros..., era la mujer más sensitiva del planeta.

Miro su teléfono. No tenía ningún mensaje ni ninguna llamada alarmante, pero intuía que algo ocurría o, sin duda, que ocurriría.

Escribió a Elvira, solo puso: «A mí no me engañas, algo pasa».

Débora, la pija de las hermanas, de largas piernas y ojos verdes mezclados con color miel, iguales a los de su madre, de nariz prominente y labios sensuales; pelo negro lacio, cortado al estilo Cleopatra. Siempre bien vestida y conjuntada, amante de los tacones de doce cm negros y los trajes de chaqueta.

No imaginarías jamás que eran hermanas, el estilo fino y estiloso de Débora contra el hippie y dejado de Carmen; sin embargo, si pasas con ellas solo cinco minutos te percatas de su familiaridad, sus miradas, sus risas, incluso a pesar de la ropa, de su gran parecido físico.

Se dio pequeños golpecitos en la cara y se levantó. Siguió su camino y con el paseo y el frío de la mañana comenzó a relajarse. El colegio de los monstruitos como ella lo llamaba no se iba a dirigir solo.

No había nada en el mundo que frenara a Débora; al año de estar en Noruega como profesora de física y química avanzadas, logró el puesto de directora, cargo que por supuesto sabía que ocuparía.

Al contrario que Carmen y Elvira, ella optó por una vida de soltería. Se sentía más cómoda en casa con sus cuatro gatos. Si salía a bailar y ligaba con alguna chica iban a su casa, pasaban la noche sin dormir, pero al día siguiente las mandaba a su casa con una buena taza de café y un «ya te llamaré» lleno de ternura. No había luchado tanto en su vida para que ahora distracciones externas le perturbasen su ansiada vida.

—A mí no me vais a engañar, sé que está pasando algo, y es algo malo… —se dijo, camino del trabajo.

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