CARMEN

CARMEN

No sabía ni dónde mirar. Ese miedo era nuevo para ella, apenas quería respirar por si el payaso, a través del televisor, pudiera oírla. Con tan solo ocho años, descubrió el poder del miedo, la angustia que la paralizaba, pero que a su vez le abrió un mundo nuevo. Un mundo que luego traería consecuencias.

Aquel estúpido payaso hizo que tuviera pesadillas hasta los catorce años, pero también la llevó a uno de sus mayores hobbies, todo lo relacionado con el terror le apasionaba, supongo que era otra forma más de escapar de esa realidad que solo siendo una niña ya la marcaba día y noche.

Si pasaba semanas, meses o incluso años sin saber nada de su padre, no importaba, ya se convirtió en rutina y ella llenaba esa ausencia viendo películas de terror e imaginando millones de mundos paralelos donde ella era siempre la protagonista, luchaba contra el mal de forma muy específica, con sangre y vísceras, y enamoraba al chico más guapo y tierno. Podía pasarse horas y horas jugando sola, no necesitaba a nadie, de hecho, si algún niño se le acercaba y la incomodaba, pues ya la sacaba de su maravillosa película.

Pasó rápido a ser la niña rarita del barrio, la masculina que solo jugaba con niños, la que siempre quería estar sola..., poco le importaba, si algo caracterizaba a Carmen era su rareza y ella la adoraba.

Cuando empezó el instituto tampoco cambió mucho la situación. Seguía siendo la rarita, más de una vez se burlaban de ella por su soledad y por su forma hippie y desinteresada de vestir; en esa época, llena de cambios y hormonas, las críticas sí empezaron a marcarla.

Comenzó a encerrarse más aún en sí misma, lloraba por las noches y se veía fea, muy fea; ya las películas de terror que se montaba en su cabeza cuando era pequeña, pasaron a ser perturbadoras en las que ella acababa siempre sola y destrozada.

Al cumplir los quince años, su madre, su adorada madre, no aguantaba más la situación e introdujo amigos a la vida de su hija acomplejada y triste.

Mami Meri, debido a la pésima situación económica, cuando sus hijas eran pequeñas, se armó de valor y entre ella y su padre Eloy, montaron una tiendecita de gominolas modesta, pero llena de cariño.

Su establecimiento estaba justo al lado de un colegio e instituto, y no tardó nada en entablar amistad con profesores, alumnos, etc.

Le llamó la atención un grupo de adolescentes calladitos y del estilo de Carmen, así que, sin dudarlo, los invitó a casa.

Enseguida, Carmen cayó rendida a los encantos de esos cuatro chicos encantadores, dos chicas y dos chicos, aunque de institutos distintos; todas las tardes, después de estudiar, quedaban en casa de mamá Meri.

Este acto devolvió la ilusión a Carmen, la llenó de autoestima, se sentía la líder del grupo, cosa que adoraba. Comenzó a olvidarse de sus míticas películas mentales, se preocupaba más de salir, pasarlo bien, bailar, cantar, pasear... volvía a ser una adolescente normal.

Esa seguridad en sí misma, comenzó a enamorar a muchos chicos de su alrededor, ella lo sabía y disfrutaba con ello.

Carmen que, a pesar de ser la menos llamativa de las hermanas, seguía poseyendo una belleza fuerte pero infantil. De ojos rasgados color marrón oscuro, nariz respingona y una boca casi perfecta en forma de corazón. No perdía ese toque de niñez, pues tenía todo su cuerpo lleno de pecas, su piel blanca como la luna llena, y una hermosa mata de pelo color ceniza. Sin duda, era bella, aunque ella nunca lo aceptó.

A los dieciséis años conoció a Narciso, quedó prendada al instante de verlo, todo en él le gustó: su forma de hablar, de vestir, su mirada, su simpatía y, sobre todo, su desparpajo, él era extrovertido, hablador, divertido y risueño. Todo eso junto a su físico de adolescente salido de una serie americana, enamoró a Carmen.

No tardaron en hacerse novios, otra cosa que ella valoraba mucho en él, era su respeto y delicadeza. Carmen siempre tuvo claro que el sexo no era algo que había que tomarse a la ligera y Narciso lo aceptó, de hecho, le gustaba esa pureza en ella.

Como dos niños jugando a ser mayores tenían sus peleas y discusiones, lo dejaban, volvían y así durante años y años.

Carmen maduró, pero Narciso necesitó mucho tiempo más, de hecho, hoy en día, ella sigue viendo en sus actitudes a ese niño de maleta blanca y negra del que se enamoró.

Narciso estaba enamorado de Carmen, la quería y ella estaba convencida de que siempre la amaría y con fuerza; sin embargo, sabía que jamás lograría hacerla feliz por completo. Narciso era complicado y bastante obsesivo, eso lo podía aceptar, pero a veces discutían y él era experto en empequeñecerla, y eso es lo peor que le podía hacer, incluso peor que engañarla, porque a Carmen desde su infancia le perseguía esa maldita sombra negra de invalidez como mujer, madre o hija.

Ella le perdonaba, porque sin duda estaba enamorada de él y sabía que era buen padre y buena persona. Que tenía buen corazón y que, a pesar de sus discusiones, él daría la vida por ella y su hija.

No cambiaría a Narciso por ningún otro, él era el hombre de su vida, su único amor. Pero Narciso jamás conocería a Carmen al cien por cien, ella lo asumía..., él también.

Cuando cumplió veintitrés años le dieron la noticia más horrible de su vida, momento donde comenzó su declive. Mamá Meri, su diosa..., tenía cáncer. No se puede describir lo que siente tu cuerpo y mente al oír semejante noticia, aunque suena a cliché, una nunca piensa que le va a pasar a un ser querido. En ese momento no importaba el dinero, el trabajo, los estudios..., las tres hermanas se unieron como una sola, cosa que sirvió para que se conocieran un poco más, y junto a mamá Meri, estuvieron dos años combatiéndolo. Noches interminables de hospital, días agonizantes de pruebas, tardes frías de sesiones de quimioterapia, días decadentes de recuperación, miedo, espera, respuestas, preguntas...

Tony, su padre, a raíz de la enfermedad de Meri, volvió a casa; para Carmen resultó en principio extraño, pues no estaba acostumbrada a ver a su padre por ahí y mucho menos tan involucrado.

Tony estuvo ahí durante esos dos años, ayudando en todo lo que pudo, junto a Meri en cada momento, volvieron a ser una familia, aunque de poco les servía.

Meri, hipocondríaca como la que más, también se mantuvo fuerte y luchadora, aguantó todas las subidas y bajadas, físicas y emocionales. Guerrera, pero cansada, sonriente, pero delgada, risueña, pero triste..., su Meri se apagaba, y lo veían cada día, en su mirada, en su voz, en su cuerpo... Meri se apagaba.

En abril de dos mil diez, los médicos les dijeron que le quedaba de entre seis meses a un año de vida. Meri se moría.

Las hermanas y Tony decidieron no darle la noticia, y estar con ella hasta que llegara el momento, acordaron que con lo poco que le quedaba no iba a vivir amargada y asustada, no, ella no, ella no se merecía ese final.

Fingieron, fueron los mejores. Si ella preguntaba, todos con una sonrisa enorme decían que estaba curada, que se acabó, que viviría mucho y feliz con su familia, que para ella era lo más importante.

Todos buscaban maneras de complacerla, de que estuviera lo más cómoda posible y distraída.

Carmen le escribía cada día una carta recordándole lo sana, fuerte y hermosa que estaba, recalcando en cada línea que como ella nunca jamás habría otra.

Débora daba grandes paseos en coche con ella y hablaban constantemente de libros, autores, música...

Elvira le trasmitía esa fuerza y seguridad; con ella, Meri se sentía protegida, invencible...

Y Tony, lo mejor que sabía hacer: le hacía reír a cada segundo, era experto en hacerla sonreír a carcajadas, mientras ella reía no existía nada más, no existía la enfermedad, no existía el cáncer, no existía la muerte.

—Carmen, mi chatita... —así la llamaba—, siempre quise tener una cuarta hija y ¿sabes?, me hubiese encantado llamarle Elo, suena a caramelo.

Ya que no puedo tener más, al menos que la tuya se llame así.

—Así será, mamá.

Al mes de darles la noticia, Carmen se quedó embarazada en un intento más de conseguir que mami Meri estuviera lo más feliz posible.

Mery solo pudo saber que iba a tener una nieta, que sería una niña y que se llamaría Elo, como ella quería. Meri solo pudo sentir las primeras pataditas de Elo.

A los seis meses de embarazo, Meri se echó en su cama, cansada y dijo a sus hijas que tenía sueño.

Sus tres niñas se quedaron a su lado mientras se quedaba dormidita. Mery, a pesar de su deterioro físico, la observaba y era un ángel caído del cielo, una princesa de cuento, brillaba, desprendía su luz propia..., su cabello rojo caía sobre sus hombros, su cara más pecosa aún que la de Carmen comenzaba a relajarse y respiraba tranquila, estaba soñando, soltando su magia, el dormitorio se llenó de su luz.

No despertó. Mery murió.

Se produjo el caos, Carmen gritaba y pataleaba, mientras Narciso la echaba de la habitación. Elvira desmentía con la cabeza y golpeaba con fuerza todo lo que se le cruzaba. Enrique la abrazaba con fuerza.

Débora cayó al suelo, tapó su cara y lloró de tal forma que las lágrimas la ahogaban, no podía respirar.

El caos.

Tony llamaba a Mery y lloraba.

Carmen no recordaba qué pasó después, estuvo cerca de dos horas en shock, sujetando un vestido de Mery con el cual durmió durante dos semanas.

El infierno.

Ni el mismo diablo podría describir el dolor que sintieron esas tres hermanas.

Mery se había ido, y con ella se fue la ilusión, los sueños, las alegrías, la esperanza. En esa casa murió una persona, pero marcharon cuatro almas.

Los meses pasaron como diapositivas, todo era mecánico, no era real, se dejaban llevar.

Carmen tuvo problemas en el parto; antes de los ocho meses nació su pequeña Elo. Si algo tenía que agradecer toda su vida a su pequeña es que, si no hubiese estado embarazada, Carmen, el mismo día que partió Mery se hubiese ido con ella.

No vives, sobrevives.

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