El día que entré a la ciudad, descalza y hecha pedazos, aparecí en las noticias.La hija adoptiva de los Martínez, secuestrada durante meses, vestida con harapos, sucia y maloliente, y con los pies descalzos llenos de heridas, había escapado de forma lamentable y había regresado como una mendiga.Contemplé los destellos incesantes de las cámaras que me apuntaban sin piedad, inmortalizando cada instante, mientras mi corazón permanecía inmóvil. Ya no podía sentir ni el más mínimo temblor.La Laura de antes había muerto. Aquella joven elegante, inocente, mimada y llena de vida… había desaparecido. La habían destruido los secuestradores, sí. Pero también Carlos.Pronto, un grupo de guardaespaldas vestidos con trajes negros abrió camino entre la multitud. Al frente iba el capitán, Miguel Rodríguez. Lo conocía bien; durante los siete años que perseguí a Carlos, él fue quien me sacó más de una vez tanto de su oficina como de su apartamento privado.Digo «sacó», pero en realidad me arra
El auto regresó a la mansión de los Martínez, donde Carlos ordenó que me llevaran al baño para asearme. Sin embargo, rechacé la ayuda de las criadas, y solo les pedí que escogieran de mi antiguo armario un vestido largo que me llegara a los tobillos.Buscaron durante un buen rato hasta que, por fin, en un rincón entre toda la ropa de moda, encontraron un conjunto sobrio, de mangas y falda largas, similar a un uniforme escolar.Nadie define cómo debe vestirse un estudiante, pero, al mirarme en el espejo, definitivamente me parecía más a una que con mi anterior estilo extravagante.Recordé que, antes del secuestro, había recibido una carta de aceptación de una prestigiosa escuela de diseño en el extranjero. Pero el plazo para presentarme había vencido… hacía tres meses.—Gracias —dije y las criadas se sobresaltaron, sorprendidas de que la «señorita» les diera las gracias.Pero después de todo lo que había vivido, tenía muy claro que, en el fondo, éramos iguales: ellas eran criadas c
Después de la cena, me llamaron al despacho de Javier, quien, dejando de lado su habitual carácter resolutivo en los negocios, me habló con una paciencia y amabilidad que no solía mostrar.—Laura, desde niña has querido a Carlos. ¿Todavía es así?Negué rápidamente con la cabeza, con tanto ímpetu que me dolió el cuello.Había amado a Carlos durante siete años. Siete años llenos de humillación, de sufrimiento. Pero no había aprendido la lección. Por eso, esta vez, había experimentado una venganza y una tortura infernal.Y ya no me atrevía a quererlo como antes.Al recibir mi respuesta, Javier se quedó pensativo por un momento, antes de soltar, con pesar:—En fin… si no puedes ser la nuera de los Martínez, siempre serás una hija para los Martínez. Laura eres tan buena, tan hermosa... es ese muchacho el desafortunado.Sacó una tarjeta bancaria del cajón:—Esto te lo dejaron tus padres —me explicó, tendiéndola hacia mí—. Son cuatrocientos mil dólares. Me pidieron que los guardara y
Permanecí sentada en la cama de la habitación de invitados hasta las tres de la madrugada, sin escuchar ni un solo ruido proveniente de la habitación de Carlos.Durante ese tiempo, usé el nuevo teléfono que Gabriela me había comprado para buscar un apartamento en renta con buena seguridad.Apenas comenzaba a amanecer cuando salí de la mansión Martínez en completo silencio, descalza, con los zapatos en la mano.Al salir, me alarmé al ver a alguien recargado contra el auto de Carlos, distraído con su teléfono, y, por un momento, temí que fuera Carlos.Al escuchar mis pasos, el hombre alzó la cabeza y miró en mi dirección, permitiendo que me invadiera el alivio al descubrir que era Miguel.Automáticamente, fingí que no pasaba nada, pasé de largo y me dirigí hacia la calle para tomar un taxi. Sin embargo, él me siguió.—¿Señorita Díaz? —me llamó—. ¿El señor Martínez sabe que usted…?—¿Podrías no decírselo a Carlos? —me apresuré a preguntar, conteniendo a duras penas mi ansiedad.
Al despertar, escuché fuertes golpes en la puerta que resonaban por todo el apartamento y el pasillo.Pero había dormido tanto que, aunque me incorporé en la cama, mis extremidades parecían no recordar cómo moverse.Cuando oí el cilindro de la cerradura caer al suelo con un chasquido, reaccioné de golpe.¿Quién era? ¿Los secuestradores? ¿O Carlos? Busqué rápidamente algo para defenderme, pero el apartamento estaba vacío.Me levanté y bajé las escaleras. Por el nerviosismo, tropecé cuando solo quedaban uno o dos escalones.—¡Laura!Una voz clara resonó. Levanté la vista y vi a Miguel con bolsas de compras, parado en la entrada, jadeando y con expresión de preocupación.Corrió hacia mí y me ayudó a levantarme:—¿Estás bien?Todavía estaba aturdida sin entender la situación.Afuera, el cerrajero terminaba de instalar un nuevo cilindro y guardaba sus herramientas.—Ay, jovencita, tu novio ha estado golpeando la puerta durante dos horas y no abrías. Estaba muy preocupado.Me froté la cabeza
Miguel cumplió su palabra. Su habilidad culinaria era excepcional; incluso con un simple caldo lograba crear maravillas.Gracias a él, sentía que mi cuerpo se había recuperado bastante en este tiempo.Cuando iba por mi tercer tazón de caldo hoy durante el almuerzo, Miguel me detuvo.Sonrió entrecerrando los ojos:—¿Aprovechando mientras hago el jugo para comer a escondidas, pequeña glotona?Viendo que mi plan fracasó, dejé el tazón en el fregadero con desánimo. Él abandonó la fruta a medio cortar y se acercó:—Yo lavo el plato, ve al sofá a ver televisión.Asentí sin entusiasmo. De repente, me agarró y me atrajo hacia él, quedando atrapada entre la encimera y su cuerpo.—¿Te enfadas conmigo porque no te dejo tomar más caldo?No respondí, solo hice un puchero mirando hacia otro lado.Soltó una risa:—El médico dice que a partir de mañana puedes comer comida normal. Te llevaré a probar la comida brasileña.Mis ojos se iluminaron:—¿De verdad?—De verdad.La expresión de Miguel era cariño
Me propuse mudarme después del incidente con Sofía. Mi intención original era asegurarme de que Carlos no pudiera encontrarme nunca más, pero aparentemente todos mis movimientos seguían bajo su vigilancia.Miguel me complacía en todo, pero no encontrábamos una vivienda adecuada con tanta rapidez.—¿Y si... vienes a mi casa por ahora? —sugirió.Carlos ya conocía esta dirección, y Miguel temía que viniera a buscarme cuando él no estuviera.—¿Tu casa? —le pregunté.Miguel seguía sonrojándose con facilidad, aunque había progresado bastante; al menos ahora se atrevía a mirarme a los ojos en estas situaciones:—Sí... no pienses mal, tengo dos dormitorios, hay espacio suficiente...—Pero no podemos vivir siempre en dormitorios separados.Era así en mi casa y sería lo mismo en la suya. ¿Cuándo se haría realidad eso de "vivir juntos" que había mencionado Sofía?Los ojos de Miguel se abrieron ligeramente, como si hubiera dicho algo extraordinario. Yo no me sonrojé ni se me aceleró el corazón; pr
Durante tres días consecutivos, seguí el menú que Miguel había dejado en el refrigerador, sacando las comidas que había preparado con anticipación para el desayuno, almuerzo y cena. Todo me sabía insípido.Echaba mucho de menos a Miguel, pero no sabía dónde había ido.En mi teléfono no había ninguna llamada perdida de él. En cambio, había una página entera de llamadas que yo había rechazado, de un número familiar que antes podía recitar de memoria.Decidí salir a buscarlo, incluso pensé en ir a la comisaría para denunciar su desaparición, pero si la policía ni siquiera había encontrado a mis secuestradores, ¿cómo podía confiar en ellos?Salí desorientada y, cuando llegué a la esquina de la calle, alguien me metió a la fuerza en un auto. Cuando volví a despertar, estaba en mi cama.Mejor dicho, en mi habitación de la mansión Martínez.La habitación estaba en penumbra. La luz de la luna entraba por la ventana, revelando una silueta sentada en la oscuridad, observándome.—¡Ah! —me asusté