Capítulo 2
El auto regresó a la mansión de los Martínez, donde Carlos ordenó que me llevaran al baño para asearme. Sin embargo, rechacé la ayuda de las criadas, y solo les pedí que escogieran de mi antiguo armario un vestido largo que me llegara a los tobillos.

Buscaron durante un buen rato hasta que, por fin, en un rincón entre toda la ropa de moda, encontraron un conjunto sobrio, de mangas y falda largas, similar a un uniforme escolar.

Nadie define cómo debe vestirse un estudiante, pero, al mirarme en el espejo, definitivamente me parecía más a una que con mi anterior estilo extravagante.

Recordé que, antes del secuestro, había recibido una carta de aceptación de una prestigiosa escuela de diseño en el extranjero. Pero el plazo para presentarme había vencido… hacía tres meses.

—Gracias —dije y las criadas se sobresaltaron, sorprendidas de que la «señorita» les diera las gracias.

Pero después de todo lo que había vivido, tenía muy claro que, en el fondo, éramos iguales: ellas eran criadas contratadas por los Martínez, y yo… yo era una hija contratada por ellos también.

Al salir, vi a Carlos esperándome al pie de la escalera, medio recostado en la barandilla. Me examinó de arriba abajo con actitud indolente y luego soltó una risita burlona.

—Laura, ¿qué truco estás intentando ahora? ¿Vestida así? ¿Tan anticuada?

¿Anticuada?

Para Carlos no era más que otro de mis comportamientos infantiles para llamar su atención, pero yo solo quería cubrir las cicatrices de mi cuerpo.

Sin decir nada, lo seguí hasta el comedor, que estaba en completo silencio, hasta que él me indicó que me acercara. Recién entonces vi a sus padres sentados a la mesa, con expresiones de preocupación.

Apenas me vio, Gabriela se levantó y casi corrió hacia mí. Sus pasos eran inestables y una mujer a su lado la ayudó con cuidado.

—Señora, no se precipite. ¿No ve que la señorita Díaz ha vuelto sana y salva? Señorita Díaz, la señora se ha preocupado tanto por usted que su cabello se ha puesto blanco.

Reconocí a esta mujer: era Sofía Hernández, la secretaria de Carlos. Llevaba su cabello negro natural recogido en una coleta baja y vestía un sencillo suéter de cuello alto y jeans, y de su cuello colgaba un hermoso collar de oro rosa.

Yo había regresado «sana y salva», pero, en comparación, Gabriela había envejecido de preocupación. Con unas cuantas palabras, pasé de ser la víctima… a ser la hija ingrata de los Martínez.

Gabriela me abrazaba, llorando, mientras Sofía la consolaba. Pero yo no podía llorar. Miré a Carlos, cuya expresión parecía decir que yo era una desalmada.

—Deja de aferrarte a Laura, y déjala que venga a comer —intervino Javier con seriedad.

Gabriela se secó las lágrimas:

—Es mi culpa, mi culpa. Laura ha sufrido tanto… Seguro que no ha comido bien. Ven, ¡la señora mandó a preparar tu sopa de pescado favorita!

Gabriela me sentó entre ella y Javier, mientras que Carlos lo hacía frente a mí, con Sofía a su lado.

Parecíamos una familia.

Miré la comida en mi plato, que lucía y olía perfecto. Casi había olvidado cómo era la comida de verdad, por lo que, por un momento, quise soltar el tenedor y comer con las manos, como un animal hambriento.

Mientras más me acercaba a la ciudad durante el escape, más estrictos eran los controles sanitarios. Llegó un punto en el que ya no podía encontrar basureros, lo que significaba no tener comida. Había estado casi tres días sin comer, alimentándome solo de hojas de árboles.

Bajo las miradas de todos, me contuve y tomé el plato, usando el tenedor para comer. Aun así, podía notar la mirada burlona de Sofía, que comía en pequeños bocados, mostrando su elegancia.

Carlos, al ver esto, mostró más disgusto hacia mí, pero ante la indicación de Gabriela, no tuvo más remedio que poner personalmente un ala de pollo frito en mi plato.

En un principio, pensé que incluso el arroz blanco más insípido ahora me sabría a gloria, pero al ver la apetitosa ala de pollo frito, —y saber que Carlos lo había servido personalmente—, sentí que mi estómago se revolvía.

—Laura, come —insistió Gabriela—. Carlos sabe que te gusta la comida picante, y por eso pidió especialmente que el chef preparara un plato extra.

¡Mentira! Carlos no sabía nada de lo que me gustaba. Al contrario, yo conocía a la perfección sus preferencias; por ejemplo, el oro. Le encantaba el oro rosa.

—¿Qué pasa, Laura? —preguntó Javier, con preocupación, al notar que dudaba con el tenedor en la mano—. ¿Discutiste con Carlos en el camino de regreso? No te preocupes, después de comer, ajustaré cuentas con él.

—¡Papá! —protestó Carlos, quizás molesto por quedar en ridículo frente a Sofía.

No dije nada, solo negué con la cabeza y, venciendo el asco que me provocaba, usé el tenedor para llevarme el ala de pollo a la boca.

Pero nada más tragar, vomité.

Carlos quedó atónito, mientras yo me levantaba de la silla, me cubrí la cabeza y me escondí en un rincón.

—¡Perdón, perdón! Me lo comeré, ¡no me peguen!

Todos quedaron atónitos. Las lágrimas de Gabriela volvieron a caer mientras venía a abrazarme:

—¿Esa gente te maltrató, Laura? ¿Es eso? Dímelo, por favor.

Javier también se acercó seguido de Carlos.

La expresión de Javier era de dolor, mientras me miraba con compasión. Carlos, en cambio, fruncía el ceño sin decir nada. Su rostro estaba cada vez más sombrío.

¿Qué significaba so? ¿No se suponía que los secuestradores habían amenazado a los Martínez, diciéndoles que, si no pagaban el rescate, harían que su hija adoptiva supiera lo que era sufrir?

¿Por qué me preguntaban si había sufrido abusos?

En realidad, que me dieran pan mohoso o arroz pasado no era lo peor, considerando que después comí cosas que ni siquiera estoy segura de qué eran.

El problema no era el hambre, era el miedo. El terror de sentir que mi vida dependía de Carlos.

Los secuestradores negociaron directamente con él… y él eligió abandonarme. Me odiaba tanto…

Supongo que el verdadero malestar venía de ahí.
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