Siete años de amor ciego
Siete años de amor ciego
Por: Elena Cielo
Capítulo 1
El día que entré a la ciudad, descalza y hecha pedazos, aparecí en las noticias.

La hija adoptiva de los Martínez, secuestrada durante meses, vestida con harapos, sucia y maloliente, y con los pies descalzos llenos de heridas, había escapado de forma lamentable y había regresado como una mendiga.

Contemplé los destellos incesantes de las cámaras que me apuntaban sin piedad, inmortalizando cada instante, mientras mi corazón permanecía inmóvil. Ya no podía sentir ni el más mínimo temblor.

La Laura de antes había muerto.

Aquella joven elegante, inocente, mimada y llena de vida… había desaparecido. La habían destruido los secuestradores, sí. Pero también Carlos.

Pronto, un grupo de guardaespaldas vestidos con trajes negros abrió camino entre la multitud. Al frente iba el capitán, Miguel Rodríguez. Lo conocía bien; durante los siete años que perseguí a Carlos, él fue quien me sacó más de una vez tanto de su oficina como de su apartamento privado.

Digo «sacó», pero en realidad me arrastró, porque yo me aferraba con desesperación mientras Carlos se hartaba de mí.

—Señorita Díaz, el señor la espera en el auto. Por favor, acompáñeme.

La mirada de Miguel se posó sobre mí con una sorpresa momentánea. Claramente, no esperaba encontrarme en ese estado tan lamentable.

Asentí y caminé con mis pies heridos, dejando huellas de sangre en el camino. Mis nervios ya no sentían nada; este pequeño trayecto no comparaba en lo más mínima con la ruta que tuve que seguir para escapar.

Miguel iba detrás de mí y no pudo evitar hablarme.

—Señorita Díaz... —me llamó.

Pero yo no respondí. ¿Acaso sentía lástima por mí? En realidad, debería estar agradecido. Después de todo, con aquella lección tan brutal, ya no volvería a perseguir a Carlos ni le causaría más problemas en su trabajo.

Cuando subí al auto, Carlos estaba allí descansando, con los ojos cerrados, su cabello negro perfectamente arreglado y sus facciones impecables, como si nada lo perturbara.

Claro… durante mi ausencia seguramente había experimentado una tranquilidad y una ligereza sin precedentes. En definitiva, él no podía ser mejor.

Cuando sintió movimiento, Carlos abrió los ojos con lentitud, y, al verme, apenas me reconoció:

—¿Laura?

Asentí con sumisión.

Sí, ya había aprendido la lección. Antes no me importaba ser «solo» la hija adoptiva de los Martínez. Me comportaba como si fuera su hija biológica: arrogante y caprichosa. Pero después del secuestro comprendí que mi vida estaba en manos de los Martínez Mi vida no valía nada, si Carlos no estaba dispuesto a pagar por ella.

Él frunció el ceño, algo molesto:

—¿Cómo has llegado a este estado?

¿A ese estado? ¿Cuál estado? ¿Loca? ¿Mendiga? Había huido atravesando kilómetros, sin descanso. Me escondí de mis captores, de las bestias salvajes. Bebía agua de lluvia, y rebuscaba comida entre la basura de las autopistas. En esas circunstancias, cualquiera enloquecería.

Sabía que lo único que le preocupaba era que apareciera así frente a los medios; que causara un escándalo que afectara su imagen de a su empresa, o, mejor dicho, a la empresa de los Martínez.

—Lo siento. Lamento ensuciar sus ojos con mi aspecto.

Al escuchar mi respuesta, Carlos se quedó en silencio por un momento, antes de sonreír.

—Ella tenía razón. De verdad has aprendido la lección.

En ese momento, no entendí a qué se refería.

Cuando la puerta se cerró y el auto arrancó, Carlos extendió su brazo hacia mí. Instintivamente, me encogí en la esquina, pero él se detuvo y dijo con disgusto:

—Laura, hueles mal.

Quizás debido al encierro del vehículo, Carlos finalmente notó mi hedor: una mezcla de sangre, sudor, tierra y basura fermentada.

Al escucharlo, me aparté un poco más. Pero con el movimiento del auto terminé de rodillas en el suelo.

—Lo siento. No quiero ensuciarte el asiento, así que solo... solo me quedaré aquí.

Dolía tanto. Mis rodillas aún tenían las marcas de las agujas de acero con las que me habían torturado, mientras me decían que era mi culpa; que, si Carlos no pagaba el rescate, entonces yo no valía nada. Por lo que podían hacer lo que quisieran conmigo.

Debido a que no podía levantarme, me quedé arrodillada en ese espacio estrecho.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Carlos, irritado, antes de ordenar—: ¡Vuelve a tu asiento!

Sin embargo, no movió ni un dedo para ayudarme. Le daba asco. Con esfuerzo, obedecí. El dolor, junto con el hambre de estos días, hizo que las lágrimas brotaran involuntariamente.

Carlos siempre había sido indiferente ante mis lágrimas. Solo lo irritaban. Pero esta vez, para mi sorpresa, me arrojó el pañuelo que había usado para limpiar sus manos.

Apreté ese pañuelo limpio y blanco con fuerza, pensando que, antes me habría vuelto loca de alegría por aquel gesto, pero ahora solo evidenciaba mi suciedad y deterioro.

Miguel me miró a través del retrovisor y yo bajé la mirada.

Tal vez nunca me vi tan patética y ridícula como en ese momento.
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