Rey de hielo

—Muy bonita tu hija, por cierto.

Marcus voltea lentamente a la izquierda, encontrándose con la sonrisa perezosa de Giancarlo.

—Deberías inscribirla en un concurso de belleza pronto —opina el italiano—. Es lo mejor, sino lo único, que sabe hacer una mujer.

Le toma mucho esfuerzo a Marcus no regurgitar el disgusto que siente por dentro.

La camioneta todoterreno en movimiento los transporta atravesando los senderos pedregosos de una villa en las afueras de la ciudad de Verona. La propiedad rodeada de más de trescientas mil hectáreas de viñedos podría pertenecer tanto a Giancarlo como al joven Russo, a según la información ambivalente, considerando que Dante había quedado huérfano tres meses después de nacer y gran parte de su herencia está entrelezada con la fortuna de Giancarlo. A Marcus tampoco le interesa averiguar cuál de los dos hombres va a autorizar la entrada, mientras el asunto se acabe lo más pronto posible. Todo lo que desea es volver a casa con su hija y ahogar las penas. No obstante, por ahora necesita mantener sus emociones bajo llave.

Violetta permanece a su derecha, acurrucada entre él y el costado del auto en completo silencio. La cabina tiene dos plazas de asientos, así que él con su hija viajan mirando hacia atrás mientras Giancarlo y Dante, cada uno en esquinas diferentes, miran al frente, hacia ellos. Giancarlo opta por sentarse más allá con la ventanilla abajo, fumando alegremente un habano de alta calidad. Para su sorpresa, el espacio delante de él y su hija quien lo ocupa es el estoico Dante. El chico reservado, frío y distante no suelta ni una palabra ni les dirige una sola mirada en toda la hora que llevan de viaje. Dante es la perfecta imagen de la etiqueta con un traje a la medida, guantes de cuero y tez pálida. Joven como es, puede rivalizar con cualquier hombre el doble de su edad en temas de elegancia y actitud. Marcus puede asegurarlo. Por ese motivo, Giancarlo nunca anda por allí sin la compañía del muchacho de mirada vacía y silencio infinito.

Marcus se preocupa muy poco por el estoico Dante, que está mucho más cerca de su hija. Sin embargo, Giancarlo no necesita estar cerca para arrastrar la existencia de Violetta en una situación donde Marcus no la quiere realmente involucrada. Puede envolver a su primogénita en una burbuja impermeable mientras la gente ignore su menuda e inofensiva figura. Violetta tendrá oportunidades si él es capaz de conservarla en esa burbuja todo el tiempo que sea necesario.

—La niña es la viva imagen de Ivonne —agrega Giancarlo.

Marcus ve al italiano tomar una larga calada del tabaco y asentir vagamente hacia la niña.

—Qué difícil la vas a tener, Marcus.

—Sí.

Violetta mira distraídamente por la ventana la frondosa vegetación pasar en un borrón de colores. Si está prestándole verdadero cuidado a los comentarios de Giancarlo, no lo demuestra.

—¿Por qué la prisa hoy? —«Precisamente hoy en su maldito entierro», quiere gruñir el mayor Vitale. No lo hace. Se traga el ácido, dejándolo hervir y quemar agujeros en su propio estómago.

—El negocio nunca descansa, así que vamos a revisar algunas exportaciones de la cosecha anual y ponernos de acuerdo con los porcentajes —apremia Giancarlo, acomodando un botón de su abrigo verde lima—. Quieres conservar buenos ingresos en tiempos de crisis como este, ¿verdad?

Instintivamente, Marcus mira de reojo a su hija.

—Por supuesto —musita taciturno.

—Perfecto. No puedo andar limpiando tus desastres cada vez que te llegue la menstruación, amigo.

En menos de un latido, aparece una leve inclinación en la boca del joven Russo que no pasa desapercibida por los ojos vigilantes de una persona en específico.

—¿Y usted de qué se ríe?

La voz melodiosa de Violetta, cargada de una muy sutil capa de orgullo, atrae de nuevo la mirada insensible de Dante. El fantasma de aquella sonrisa en el rostro de Russo desaparece tan rápido como aparece y el gesto es reemplazado por una pequeña arruga amenazante en el entrecejo. La niña rubia que está sentada frente a él no es lo suficientemente consciente del peso de su descaro, a diferencia del padre a su lado, que se ha puesto más blanco que la nieve.

En ese momento, Marcus está rezando más de lo que ha rezado en los últimos diez años de su vida.

Pero el mayor Vitale no tiene que preocuparse mucho, porque Dante deja de mirar a Violetta de la misma forma en que la mira: fugaz e indiferente.

Cuando arriban en la entrada de la casa grande, tanto Giancarlo como Dante abandonan la camioneta sin decir ni una palabra. Por ende, Marcus se apresura a salir y ayudar a su hija a bajar del automóvil.

Los ojos de Violetta se agrandan en cuanto alza la cabeza.

—Guau —susurra ella.

Marcus coincide con el asombro de la niña mientras la pone en el suelo y la conduce hasta las escaleras frontales de la fachada.

—Bienvenido a Bella Vista. Muevan el culo o verán cómo se ubican por su cuenta —advierte Giancarlo, subiendo los peldaños de dos en dos después de tirar los restos del tabaco.

Dante, siendo el doble de ágil que Giancarlo, se desaparece mucho antes de que Marcus y Violetta pisen el último escalón.

La casa grande es más que eso, es gigantesca, apropiada para una finca como esta. Marcus calculó unos tres o cuatro pisos. Construida el siglo pasado, la arquitectura barroca todavía vive sus mejores años con una paleta de colores cálidos, entre ellos el marfil y el mostaza. Los pilares lisos se distribuyen de extremo a extremo formando la fachada, luego se extiende un pasillo horizontal con muebles de madera, plantas en macetas y jarrones.

Las puertas de madera oscura miden más de dos metros y se abren pesadamente cuando Giancarlo está a mitad de camino. Dos sirvientas uniformadas las sostienen para ellos y bajan la cabeza.

La curiosidad de Violetta se enciende al notar que el otro hombre, el más joven, no pudo desaparecer por esta misma entrada si siempre estuvo cerrada. ¿A dónde se ha ido? ¿Su cara es tan mala que atraviesa paredes? ¿Es un superpoder? Violetta se hace todas esas preguntas en milisegundos.

El interior de la casa respeta los mismos colores y estilo de la fachada. De pie en el vestíbulo, la niña levanta la cabeza y admira el candelabro de cristal que cuelga del techo abovedado, preguntándose si es tan viejo como la estructura de la finca. Su casa es lujosa, pero no es una villa de antaño. Violetta es lo suficientemente inteligente para ver que este lugar guarda décadas de historia. A ella le gusta mucho la historia.

«A mamá también le gustaba»

Un aluvión de tristeza amenaza con hacerla llorar.

Marcus se da cuenta a tiempo de su expresión compungida y le ordena, no sin cariño, que se apresure, ya que el italiano se está moviendo hacia otra área de la planta baja. Es una habitación apartada y espaciosa con un gran escritorio, probablemente un despacho donde recibir las visitas que sean poco frecuentes.

—Tu hija se queda afuera —determina Giancarlo indolente, dándoles la espalda sin dejar de caminar.

Sacudido por la regla irrefutable del italiano, Marcus se pone a la altura de su hija y coloca sus manos en las mejillas sonrojadas de la niña. No hay mucho que explicar. Violetta guarda silencio mientras él la besa en la frente. Sus manos le tocan el pelo, los hombros y luego se van, con todo el resto de él.

El eco de la puerta del despacho al cerrarse envía un estremecimiento por los huesos de Violetta. Ella gira en redondo y encuentra a las dos sirvientas de antes enraizadas al piso pulido del hall. Ya que están allí, Violetta decide preguntarles lo que sea, averiguar en dónde puede esperar. Sin embargo, las dos mujeres se dispersan por diferentes direcciones en cuanto la niña les presta atención.

Bueno, ahora nadie podrá culparla por estar donde no debe estar.

Con ese pensamiento en la cabeza, Violetta explora la habitación más cercana, que resulta ser una biblioteca. Los ojos se le llenan de anhelo y todo lo que tiene que hacer es correr, estirarse un poco de puntillas y ver cuál de esos puede agarrar.

Encuentra uno de historia y se acomoda en un sofá. Primero se quita los guantes de lana, porque le gusta sentir la textura del papel envejecido contra la yema de sus dedos.

«No hay nada mejor que el aroma de un buen libro, mi pequeña flor»

Y ahí viene de nuevo, la avalancha que sacude su corazón fragmentado.

Sus dedos tiemblan mientras pasa las páginas y las letras difícilmente son registradas por su cerebro. Hay lágrimas formándose detrás de sus ojos porque su madre sigue en un cementerio y ella solo quería estar un poco más a su lado. ¿Por qué su padre la alejó de la tumba de mamá? Violetta solo quería otros minutos junto a ella. Aún no había estado lista para despedirse.

—Con que aquí estás.

Violetta despierta del trance y busca al dueño de la voz que acaba de interrumpir su lectura. Bueno, tampoco está leyendo como tal, si considera que las últimas tres páginas las pasó por pasarlas.

La voz profunda le pertenece al chico ese que solo le ha estado lanzando miradas feas desde el principio. Lo ve parado en el centro de la pequeña biblioteca con una mano en el bolsillo del pantalón y la otra mano sosteniendo una copa de vino tinto. Ya no lleva el abrigo, ni los guantes, y tiene arremangada la camisa.

El chico parece que no tiene emociones, porque su cara sigue siendo igual de insensible aunque ahora le esté hablando. Violetta recuerda que su padre le ha pedido que sea callada delante de estas personas, así que se encoge de hombros y regresa su atención al libro abierto.

Pasa solo un minuto creyendo que ha vuelto a la absoluta soledad cuando lo escucha.

—Esperaba verte hurgando en cosas menos ortodoxas, no encontrarte metida de narices en un libro.

Instintivamente, se le olvida la orden de su padre.

—¿Por qué? ¿Porque a las chicas les falta cerebro?

Ahí va, otra vez ese tic en la esquina de la boca del chico. Debe ser el impulso natural de sonreír. No obstante, él rechaza la sonrisa y Violetta descubre que prefiere su cara muerta, porque seguro él solo se va a burlar de ella, si es que ya no lo está haciendo con disimulo.

—Porque no has dejado de portarte como una chiquilla entrometida.

—Oiga, solo fueron dos preguntas —se defendió ella—. Y usted me ignoró. Me sorprende que sea capaz de hablar.

—A mí me sorprende que seas capaz de guardar silencio.

Una sensación pegajosa recorre el estómago de Violetta gracias al recordatorio. «Papá me dijo que no hablara y estoy hablando con este tipo raro, me va a castigar». ¡Su padre estará tan decepcionado! Su falta de respuesta se extiende más y más mientras piensa en lo que le dirá su papá.

De pronto, el hombre bebe un largo trago de su copa y comienza a darse la vuelta.

—Cómo sea, más te vale que no te atrevas a tocar nada que no sea un maldito libro con tus dedos curiosos.

Cuando ve que él está a punto de irse, Violetta experimenta el extraño impulso de volverlo a llamar, aunque hace segundos había intentado callar para que la dejara sola.

—¿Por qué motivo me estaba buscando?

Piensa que él va a ignorarla de nuevo cuando sabe que él la ha escuchado pero sigue caminando como si nada. Entonces, él se apoya de espaldas en el umbral de la puerta, con una pierna doblada hacia atrás. Violetta recuerda tardíamente que su nombre es Dante.

—Solo comprobando. Detesto a un par de extraños rondando mi casa.

Oh.

Es "su" casa.

Violetta aparta las manos del libro en su regazo, como si las páginas pudieran quemarla, al caer en cuenta de que la biblioteca, los libros, el sofá y hasta el suelo por donde camina son todo propiedad de él, no del otro sujeto, el que tuvo la decencia de no mirarla feo. A diferencia de Dante, que probablemente esté planeando sacarla a patadas por invadir su espacio sin ninguna autorización.

Parece que Dante adivina el curso de sus pensamientos, o más bien la observa entrar en pánico, porque le dice: —Tranquila. El libro que escogiste no está envenenado. Ese libro era uno que estaba más arriba. Tienes mucha suerte de no haberlo agarrado.

—Gracioso —tartamudea Violetta, esperando que sea un chiste muy malo.

Debe ser un chiste, porque cuando levanta la cabeza, Dante la está mirando fijamente con una ceja alzada. Irónicamente, ese es el gesto menos frío que lo ha visto expresar delante de ella. ¿Es tan frío siempre? ¿Le sacaron el corazón? ¿Puede hacerle daño?

Esa última pregunta inquieta a Violetta, pero su inteligencia actúa primero y se endereza. No cree que su padre sea capaz de dejarla sola con una persona que sea capaz de lastimarla.

—Tal vez queme ese libro y le salve la vida a su próxima víctima.

—¿Es que acaso no tienes miedo? —cuestiona él con voz indiferente, moviendo el liquido oscuro de la copa que cuelga perezosamente de sus dedos.

—¿De qué? ¿De usted?

—De toda la situación —él la corrige con descaro.

—El miedo es para tontos.

—¿Ah, sí?

—Sí, señor.

—¿Sabes que el miedo evita que seas una tonta?

—Eso no lo diría un valiente.

—Los valientes son los que más cometen tonterías en esta vida.

Violetta considera sus palabras y frunce el ceño.

—Espere, ¿me está llamando tonta?

La copa de vino sube lentamente a los labios de Dante y se demora lo suficiente para hacer que Violetta comience a perder la paciencia. Cuando ella planea lanzar otrocomentario inteligente, él se le adelanta a propósito.

—Supongo que puedes quedarte quieta sin que yo deba vigilarte, ¿cierto? —asevera inexpresivo.

El cambio de tema es drástico y cierra por completo la conversación que, sorprendemente, llegó más lejos de lo esperado. Violetta sabe muy bien cuándo debe cerrar la boca, así que se hunde en el sofá con el libro entre los brazos. Lo último que desea es pasar el rato bajo la mirada hostil de este hombre.

—Sí, sí puedo —masculla orgullosa—. No necesito una niñera que me vigile.

—Perfecto.

—Estaré aquí hasta que mi padre regrese. No voy a tocar más nada. Lo juro. —Por alguna razón, Violetta siente la obligación de asegurarle esto, a pesar de que él solo la ha estado mirando como si la quisiera desaparecer de la faz de la Tierra.

Dante solo hace una pausa afuera de la biblioteca para mirarla y soltar otro comentario frívolo.

—Ojalá sea la última vez que deba verte.

Después de que el hombre vuelve a desaparecer como un fantasma, Violetta aprieta el libro contra su pecho tembloroso y, con una mueca, se traga el ácido resentimiento que corroe su garganta.

Se siente tan mal allí, tan fuera de lugar, en una casa ajena donde no la quieren ni en pintura, rodeada de personas extrañas e insensibles. Lo único que quiere Violetta es correr con su madre y sufrir en silencio.

—Tienes razón —susurra a medio camino de un sollozo—. Ojalá nunca te vuelva a ver.

Cuando su padre regresa y la saca de ese lugar, Violetta no sabe que el presente acaba de sentenciar su futuro.

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Nota de autora:

¡Listo! En el siguiente viajaremos de vuelta al momento de la cena.

¡Preparen sus palomitas!

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