Manu era de esa clase de personas que a Sonia le gustaban con la misma intensidad que le sacaban de quicio. De esas que suelen estar en posesión de la verdad, y no porque lo dijera él, sino porque tenía la capacidad de equivocarse muy pocas veces. Siempre estaba allí donde ella lo necesitaba. Algunas veces cuando veía que ella estaba metiendo la pata hasta el fondo, intentando convencerla, se enzarzaban en discusiones que parecía que iban a terminar sin dirigirse la palabra, pero nunca sucedía tal cosa, y ese tira y afloja les había acompañado desde que se conocieron siendo unos críos. Una de las cosas que a Sonia solía sacarle de sus casillas sobre Manu era la manía que tenía de chafar sus planes. Ella, por su carácter inquieto que rozaba a veces lo novelero, daba la vuelta a las cosas según su conveniencia. Y él, que en ese sentido era muchísimo más realista y pausado, siempre encontraba alguna pega para sacarla de su terreno. Hacía algo más de un mes que habían pasado un fin de sem
―Hola, Sonia, por un momento pensé que…―Espera un segundo ―le dijo, mientras terminaba de escuchar el último mensaje en su buzón de voz―. Perdona ¿me decías? ―esquivó al mismo tiempo que hablaba el beso de Alex, que titubeaba entre ser uno o dos. Ella le ayudó a tomar la decisión del número par.―Que por un momento pensé que me habías dejado tirado, como no me has devuelto la llamada.―Ahora mismo estaba escuchando los mensajes del buzón. Lo siento, he tenido un día muy complicado.―No hace falta que te disculpes, te conozco de sobra ―acompañó el comentario con una sonrisa espontánea que Sonia recibió por su cuenta, con un ligero toque de sarcasmo.―Y bien ¿te apetece cenar, pasear, tomar algo…? —«¿Volver por donde has venido?».―Donde tú me lleves estará bien. ―contestó él, ajeno a los pensamientos de ella.―Pues por ser tu primera noche malagueña, te llevaré a un sitio de tapeo de toda la vida.Dejaron el coche aparcado en el garaje de Sonia para ir andando desde su casa después de
Se despidió de Alex con una sensación de vacío que se transformó en punzada en el estómago cuando le vio alejarse. Lo que sentía era la pesadumbre de no encontrar lo que una vez sintió por aquel hombre que ahora se marchaba derrotado. Le hubiera gustado sentir pena al decirle adiós. No lo había pensado en ningún momento de ese fin de semana hasta ese instante en el que le veía alejarse. Había venido desde Mallorca para pasar un solo día con ella, y ella había pasado todas y cada una de esas horas pensando en las ganas que tenía de que se marchara. Sin darse cuenta los ojos se le llenaron de lágrimas, pero no lloraba porque Alex se marchaba. Lloraba porque aquella vida que había vivido hasta ese día, todos los recuerdos de esa relación, todo el cariño que habían sentido el uno por el otro, tanto los malos como los buenos momentos compartidos, iban a coger ese avión para esfumarse y le daba pena no desear que todo volviera a su lugar.Cogieron el coche y durante el trayecto de vuelta de
―Sí, sí fuimos. Yo ya lo conocía. A él también le gustó.―Había mucha gente por el centro, parecía sábado.―Qué va, el sábado fue peor. Cada día me gusta menos salir en fin de semana.―Desde luego entre semana se disfruta más de las cenas: te atienden sin prisas, todo es más calmado, y para charlar es mejor. También depende del ritmo que lleve cada uno y de los gustos, mucha gente prefiere ese tipo de aglomeraciones. Bueno, hasta luego. ―se despidió cuando el ascensor hizo escala en su planta.―Adiós.«Me importa un pimiento lo que diga Manu, este tío o es bipolar o se huele la tostada. No es normal que antes fuera tan sieso y ahora de repente tan simpático, un poco más y me acompaña hasta mi casa. Pues lo lleva claro como esté pensando que quiero algo con él por el simple hecho de ponerme roja cuando me lo encuentro, este no sabe que me pongo roja con todo. El próximo día que me lo encuentre saco el tema y se lo digo. Cómo se lo voy a decir vaya cosas se me ocurren. Anda Sonia, vete
l timbre de la puerta pilló a Sonia desprevenida. Acababa de llegar del trabajo y solo le había dado tiempo a quitarse las sandalias. No esperaba a nadie. Iba intentando no hacer mucho ruido para asomarse antes por la mirilla, si eran vendedores no pensaba abrir. Al ver a su vecino al otro lado de la puerta se puso nerviosa.―Hola, perdona que te moleste, es que me han regalado estas entradas para un espectáculo flamenco y… ―no había terminado de hablar y Sonia ya le había arrancado las entradas de las manos.―Vale, me apunto. ¿Cuándo es?―No, si yo… esto… el miércoles ―«¿ha pensado que la invitaba? Si ahora le digo que las dos entradas son para ella se va a pegar un buen corte», pensaba Richard, mientras buscaba cómo decirle que él no iba―. Pero… si prefieres ir con otra persona quédate con las dos entradas.―No, no, gracias, allí estaré. —«¿flamenco? ¡Qué rollo!».―Bien, pues, ya nos veremos ―se despidió antes de que Sonia cerrase la puerta observando detenidamente las entradas.«Ya
El miércoles Sonia no había tenido noticias de Richard ni se habían encontrado en el ascensor. Por la tarde, al llegar a casa, decidió bajar para preguntarle si seguía en pie lo del espectáculo y, si era así, a la hora que quedarían. Dejó el bolso y salió de casa con las llaves en la mano. Al llegar al rellano de Richard, se dio cuenta de que no sabía cuál de las cuatro puertas que había era la suya. Hizo memoria intentando recordar de qué lado venía él cuando entraba en el ascensor, pero ella solo recordaba que entraba de frente. Se decidió por el lado izquierdo, no sabía si era una especie de vago recuerdo o una corazonada. Llamó a la primera de las dos puertas de ese lado. Abrió un señor que debía rondar los setenta y tantos años.―Oh, no sé si me he equivocado. ¿Vive aquí…? El chico que tiene… No sé cómo se llama. Es así moreno… ¿Vive aquí otro hombre con usted?―No, aquí vivimos mi señora y yo.―Y aquí al lado ¿quién vive?―Pero usted ¿quién es? ―preguntó el vecino con desconfian
―Háblame de Sonia.―¿Qué quieres saber?―Lo que me quieras contar.―Pues Sonia es una vecina tuya que lo único que sabe mantener ordenado son los dientes de sus pacientes, te dije que era ortodoncista ¿no? El resto de su vida es bastante desordenada: deja todo por medio; odia cocinar pero le encanta comer; no sabe manejar el tiempo ni canalizar sus emociones; se aburre con las rutinas aunque las necesita para sentirse reconfortada; no le gusta que le lleven la contraria y menos aún la corriente; es caprichosa, aunque aquí puede que la culpa no sea suya, son los efectos de haber sido hija única; y no sé qué más puedo contarte de ella. Casi es mejor que la conozcas, y juzgues por ti mismo.―Pues a mí no me pareces desordenada, tu casa al menos no me dio esa impresión.―Tengo mis días.―¿Sabes cuál fue mi primera impresión sobre ti? Pensaba que eras una tía rara. No sé por qué.―¿Te parecía una tía rara y aún así me invitaste?―Sí, bueno, no me gusta fiarme de las primeras impresiones.―
―Así de confirmada, no. Pero fue el momento que utilizó, el detalle: ahora te pido que nos casemos porque se supone que quiero compartir el resto de mi vida contigo, pero como te vas a casa de tus padres lo celebro con otra en nuestra cama. No, no pude perdonarle esa infidelidad. Y le había perdonado que me dejara colgada muchas veces para irse de juerga con sus amigos. Que apenas nos viéramos porque le encanta la noche y no quería renunciar a un trabajo de relaciones públicas en una discoteca, y que era la tapadera perfecta para ponerse hasta arriba de todo, incluso echar un polvo con la primera que pillaba, si quería. Y no, no me salió de los cojones perdonarle, así de claro.―Aún no lo has superado, ¿no?―Pues lo más curioso de todo es que en aquel momento me sentía jodida y a la vez liberada, como si me hubiese quitado un peso de encima. Ahí me di cuenta de que el asunto de casarme me agobiaba. Después, el fin de semana que estuvo aquí, me di cuenta de algo todavía más importante: