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El profesor llegó a la casa de Abigaíl, su alumna, en menos de tres minutos. Ni siquiera supo cómo, solo aparcó frente a su pintoresca casa y se quedó allí sin saber qué hacer.

Todo había sido parte de un arrebato de sentirse a salvo, contenido entre brazos que, tal vez, no le aportaban ninguna estabilidad.

¡Era su alumna, por el amor de Dios! Se suponía que él tenía que ofrecer la contención, no al revés.

Ya estaba oscuro. A través de las cortinas podía ver las luces encendidas en su casa.

El arrepentimiento le llegó rápido. Había conducido sin sentido, impulsado por lo que su corazón le decía. ¿Y la sensatez? La había olvidado.

Suspiró sintiéndose miserable. Abigaíl tenía sus propios problemas y no quería ser él quien le diera más, pero fue inevitable.

La necesitaba.

Se bajó con timidez, mirando a todos lados, preocupado de que alguien lo viera haciendo lo incorrecto.

Y, demonios, ¿por qué lo incorrecto se sentía tan bien, tan liberador y alentador?

De seguro era la adrenalina q
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