—Necesitamos actuar rápido —dijo Nathan, abriendo uno de los cajones del escritorio—. Antes de que el pánico se extienda.Encontró la libreta de contactos que James siempre mantenía a mano. Pasó las hojas amarillentas por el tiempo hasta encontrar los números de los principales ejecutivos y aliados estratégicos que necesitaría mantener cerca durante la transición.—Dile a Mario que suba —le pidió a Isabella.—Dice que está en la sala de juntas con Jorge, ya viene.—Bien. —Nathan tomó el teléfono y marcó el primer número—. Necesito reunir al comité ejecutivo de inmediato. Todos deben saber que Titans sigue funcionando.Mientras hablaba, Isabella se movió hacia los ventanales que dominaban la ciudad. —¿Y los contratos internacionales? —preguntó Isabella.—Revisaremos cada uno —respondió Nathan, sacando su teléfono personal que vibraba sin cesar con notificaciones—. Necesito a Thompson en la sala de juntas ahora.Isabella lo miró con suspicacia.—¿Thompson? Es uno de los más leales a Ja
Emma reía mientras saltaba tras las burbujas que Nathan soplaba, y King ladraba, mordiendo el aire. Isabella observó desde el porche y atesoró cada risa, cada destello del sol en el césped.—¡Otra, Nathan! ¡Una más grande! —pedía Emma, con las mejillas sonrosadas por el esfuerzo y la risa.—Esta vez la atraparé —prometió la niña, preparándose como una pequeña cazadora.Isabella acarició su vientre de cuatro meses bajo la tela de su vestido ligero. La tibieza de la semana era la antesala del invierno que se avecinaba.Titans iba mejor que nunca y Emma al fin parecía sentirse en casa. Todo era perfecto… salvo ese eco de ansiedad que no desaparecía.Su teléfono vibró dentro del bolsillo de su vestido con un número desconocido en la pantalla. Frunció el ceño antes de responder y alejarse unos pasos.—¿Diga?—Tiene una llamada del Centro Penitenciario Estatal —anunció una voz automatizada—. El recluso James Kingston intenta comunicarse con usted. Para aceptar la llamada, presione uno. Par
El motor del Escalade murió bajo las manos de Nathan. El postre que tanto le había costado encontrar descansaba en el asiento del copiloto.Nathan contempló la casa. Una luz tenue escapaba del recibidor, mientras el resto permanecía en penumbras. Afuera, el cielo se teñía de púrpura. Desde el arresto de James y la desaparición de Walter, había aprendido a valorar estos instantes de quietud.Al entrar, el silencio lo recibió. Emma siempre corría hacia él con King tras sus pasos, pero recordó que Jorge había llevado a la niña al parque junto con Ana.—¿Reina? —llamó al dejar las llaves en el recibidor.Colocó el postre en la encimera de la cocina y aflojó su corbata, avanzando hacia la sala. Se detuvo al verla en el sillón principal, inmóvil en la semioscuridad. Las cortinas estaban corridas, permitiendo que apenas unos rayos de sol se filtraran a través.—¿Qué...? —las palabras se evaporaron en su garganta.Isabella elevó la mano y dejó colgar un collar. El mismo que él arrancó del cue
Isabella pasó el dedo sobre el fragmento de cristal que había sido parte de la mesa de café. El corte fue limpio, superficial, pero lo suficiente para que una gota de sangre brotara. Debería haber apretado el gatillo, pensó, mientras una de las empleadas se llevaba los restos de su arranque de furia. Su mano había temblado en el último segundo, y la duda persistía como un parásito en su mente. Amaba al asesino de sus padres de una forma visceral, pero también tierna, porque era el único lugar en el que se sentía segura. Sí, seguro estaba loca. Subió a darle las buenas noches a Emma, pero al abrir la puerta, se detuvo al ver a Nathan leyéndole un cuento. Su tono era diferente cuando estaba con la niña: suave, modulado, con una cadencia hipnótica que lograba transportarla a mundos de fantasía. Irreconocible comparado con la frialdad del hombre que la amenazó horas antes y con quien debía fingir un poco más antes de irse de ahí con su gente, porque ahora habían más personas por las
Jorge la esperaba en el vestíbulo, así que Isabella le hizo una seña a la gerente hacia el enorme hombre frente al ventanal del banco, y ella entendió de inmediato.La condujo hacia una puerta trasera bajo el pretexto de mostrarle catálogos especiales para clientes selectos. El sol la cegó al salir. Se alejó por callejuelas secundarias, fuera del alcance de la supervisión de Nathan, y alzó la mano para detener un taxi que pasaba.—Al puerto por la 15 y Saint Vincent.Ignoró la mirada inquisitiva que le dedicó el hombre por el retrovisor y se centró en mirar por la ventanilla hasta que llegó cerca del bar y le pidió que parara.Se detuvo un instante frente a la puerta del Black Tide, respirando hondo. Sabía que cruzar ese umbral significaba más que solo hablar con Walter; era entrar en un terreno donde su apellido, su lealtad y hasta su propia identidad estaban en juego y quizá en peligro si el loco de su primo lo creía así. Un grupo de hombres conversaba en la esquina opuesta. Uno de
Isabella no tuvo tiempo de reaccionar. Un dolor punzante le recorrió el cuero cabelludo cuando la lanzaron contra la pared de ladrillos.El impacto le cortó la respiración.Ante ella, el general Reed se recortó contra la luz abrasadora del mediodía, sus rasgos endurecidos por las sombras que le trazaban surcos en el rostro. —Señora Kingston —siseó, su aliento impregnado de whisky rancio—. Qué encuentro tan oportuno.El miedo la recorrió como un latigazo, pero no parpadeó.—¿Qué quiere? —Su voz salió firme, aunque sus dedos buscaban a tientas el interior de su bolso.Reed sonrió, ladeando la cabeza. Sus ojos, inyectados en sangre, la devoraban con un odio palpable.—Sophia me llamó esa noche. Me dijo que había descubierto quién eras en realidad, Elizabeth.El sonido de su verdadero nombre en su boca la estremeció más que la amenaza velada.—No sé de qué habla.—Dijo que tenía pruebas —continuó Reed, acercándose hasta que pudo distinguir cada arruga de amargura en su rostro—. Que con e
Nathan la dejó en la cama y acomodó las almohadas con precisión, ajeno a su corazón desbocado por culpa de su cercanía y su necedad por llevarla él mismo a la habitación. —Esto es innecesario —murmuró Isabella, su voz ronca traicionando su nerviosismo, pero también por el sopor que la consumía por culpa de los medicamentos—. Puedo acomodarme sola.Él continuó su labor sin inmutarse. Alineó los medicamentos en la mesita de noche junto a un vaso de agua y verificó el monitor de presión arterial que Jorge puso en una de las esquinas. —Las instrucciones del médico fueron claras —respondió—. Reposo absoluto significa exactamente eso.Isabella respiró hondo. La tensión se acumuló en su nuca al ver el desafío en su mirada, inalterable desde que supieron que su bebé estaba en riesgo y que ella quedaría confinada por lo menos quince días.La puerta se abrió con un crujido suave y Emma irrumpió en la habitación, su energía infantil contrastando con el pesado ambiente. En sus manos sostenía un
Con la pistola ajustada a la cintura, Nathan cruzó el vestíbulo arrastrando un dolor que no era físico, sino la angustia de dejar a Isabella sufriendo. Al llegar a la puerta, encontró a Jorge esperándolo.—Nadie entra ni sale —ordenó sin detenerse—. Si Isabella intenta levantarse, impídeselo.—¿Cuántos hombres necesita, jefe?—Ninguno. Walter espera a Isabella, no a mí. Esa es mi única ventaja.El motor rugió y la mansión se reducía en el retrovisor, al igual que su esposa… atrapada en un odio que él mismo alimentó con sus secretos.Encendió el manos libres.—Mario, dame información.—Almacén Johnson. Tres niveles, abandonado hace cinco años. Dos entradas confirmadas, posible tercera al oeste.—¿Ana?—En cirugía. Herida de bala en el abdomen. Pero García está en el hospital supervisando todo.Walter había cruzado una línea imperdonable. —¿Qué averiguaste sobre sus movimientos?—Nada concreto, pero una de las chicas de Gloria dice que se llevó a Ethan.Nathan cerró los ojos un instant