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Capítulo XXXVII

El paisaje es distinto; los árboles se van perdiendo, dando a su paso una carretera casi desierta, solo con maleza que, con el tiempo, ha perdido su vida. Postes y conexiones de luz por fin se aparecen. Al parecer, solo las grandes ciudades allanadas tienen electricidad establecida. Aprieto los dientes. Perdimos absolutamente todo. Me estremezco, ya la ciudad se halla en frente. Apoyo las palmas en el cristal, asombrada, aturdida hasta más no poder. La estructura de los edificios emblemáticos sigue igual, con sus colores rojizos y pasteles casi como nuevos. Me trago un jadeo de asombro; los andenes se hayan de transeúntes pálidos —traslucidos, más bien— yendo de aquí para allá con ropas que nosotros no podemos poseer, como jeans, camisetas tejidas con lana fina, zapatos formales, etc… Mi vista vuela al pelinegro, visten justo como él cuando lo encontré en esa fogata casi inexistente. Él n

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