La puerta de la habitación se cerró con un clic seco detrás de ella.
Elisa estaba de pie en el centro de la habitación, con su vestido de novia aún impecable, pero con la mirada opaca, como si la realidad finalmente la hubiera golpeado con toda su fuerza.
Bienvenida a tu nueva vida.
Caminé hacia la barra de bebidas y serví un whisky sin prisa, dándole la espalda. Sabía que ella me estaba observando, probablemente esperando alguna palabra, una explicación, incluso tal vez una muestra de humanidad.
Pero no obtendría ninguna.
—Quiero dejar algo claro desde ahora —dije, con voz controlada mientras giraba para enfrentarla—. Esto es un acuerdo, Elisa. Nada más. No espero amor, ni cariño, ni ningún tipo de relación íntima entre nosotros. Para el mundo exterior, seremos el matrimonio perfecto, pero puertas adentro… —bebí un sorbo lento antes de continuar— no somos nada.
Sus labios se separaron ligeramente, como si mi frialdad aún la sorprendiera.
—No tienes que recordármelo —murmuró, con la barbilla en alto—. No estoy aquí porque quiera.
Una sonrisa sin humor curvó mis labios.
—No, pero estás aquí, ¿no?
Su mirada se endureció. Buen intento, pero no iba a hacerme sentir culpable.
Di un paso más cerca.
—Serás la esposa ejemplar en público. Sonreirás cuando te lo indiquen. Jugarás el papel que te corresponde. Y cuando todo esto termine, recibirás tu dinero y serás libre.
Esperé a que dijera algo. Un grito, una maldición, cualquier reacción. Pero solo se cruzó de brazos y me sostuvo la mirada.
—¿Algo más, señor Wallace? —preguntó con sarcasmo.
Reí por lo bajo.
No era la sumisa niña asustada que había previsto.
Interesante.
Me quité la chaqueta del traje y la dejé sobre el sillón.
—Esa es tu habitación —señalé la puerta contigua—. No quiero interferencias.
—Ni yo.
Giré sobre mis talones y caminé hasta mi vestidor. No me molesté en decir buenas noches.
Este no era un matrimonio real, después de todo.
La mansión se sentía más silenciosa de lo habitual.
No era que estuviera acostumbrado a la compañía. La mayor parte de mi vida la había pasado rodeado de empleados, socios de negocios y gente que solo buscaba algo de mí. Pero la presencia de Elisa era diferente.
Molestamente diferente.
No era ruidosa. No intentaba llenar los espacios con conversaciones innecesarias. Pero de alguna manera, lograba alterar el ambiente con su sola existencia.
La vi recorrer la casa durante el día, explorando con una mezcla de incomodidad y resignación. Su maleta aún estaba en la entrada de su habitación, como si no quisiera aceptar del todo que este era su hogar ahora.
Buena suerte con eso.
Yo también me sentía incómodo con su presencia.
Cada vez que pasaba junto a ella en los pasillos, podía sentir su mirada fija en mi espalda, intentando descifrar algo de mí. Como si creyera que debajo de esta fachada de frialdad había algo más.
Decepcionante para ella, porque no lo había.
La noche llegó más rápido de lo que esperaba.
Me dirigí a mi despacho después de la cena, aprovechando el silencio para trabajar, cuando sonó mi teléfono.
Al ver el nombre en la pantalla, sentí un peso en el pecho.
Respiré hondo antes de responder.
—¿Cómo está?
El tono del doctor fue neutro, pero sus palabras eran como un cuchillo.
—No ha mejorado. Alexander, creo que deberías venir a verlo pronto.
Mis dedos se cerraron alrededor del móvil.
No.
No estaba listo para despedirme.
—Haré lo posible.
Colgué antes de que pudiera decir más.
Mi pecho se comprimió de golpe.
No era una sensación desconocida. La había sentido en otras ocasiones, aunque siempre la había enterrado antes de que me consumiera. Pero esta vez era más fuerte.
Mis pulmones se contrajeron sin control.
Intenté inhalar profundamente, pero el aire no entraba.
El whisky en mi escritorio se derramó cuando intenté sostener el vaso con manos temblorosas. La opresión en mi pecho aumentó.
M****a.
Me incliné contra el escritorio, con la cabeza gacha.
No ahora. No así.
El sonido de la puerta abriéndose me alertó, pero estaba demasiado perdido en el ataque de ansiedad para reaccionar.
—¿Alexander?
Elisa.
No la miré, pero supe que vio lo que pasaba.
Pasos rápidos se acercaron. Luego, una mano cálida se posó en mi espalda.
—Respira —su voz fue baja, firme—. Inhala lento. Exhala conmigo.
Quise apartarla, decirle que se fuera, que no tenía derecho a verme así.
Pero no pude.
Porque, en ese momento, no era el implacable Alexander Wallace.
Era solo un hombre al borde del colapso.
Ella se arrodilló a mi lado y tomó una de mis manos con suavidad.
—No estás solo.
Mis ojos se encontraron con los suyos, y por un instante, algo en mi interior se estremeció.
No por miedo.
No por rabia.
Sino porque Elisa Ramos, la mujer que se suponía que no significaba nada para mí, acababa de atravesar mis barreras.
Y eso era peligroso.
***
ELISA
La casa era enorme, silenciosa, casi lúgubre, a pesar de su lujo exagerado.
Apenas llevaba unas horas aquí y ya sentía que me asfixiaba.
No había sirvientes a la vista, nadie que diera la sensación de que esto era un hogar. Solo Alexander y yo, cada uno encerrado en su propio mundo. Él no hacía ningún esfuerzo por interactuar conmigo más de lo estrictamente necesario, y yo tampoco estaba interesada en forzar algo que claramente no existía.
Después de la cena, que se sintió como una escena sacada de una película de terror donde los protagonistas no se dirigen la palabra, me retiré a mi habitación.
Sí, mi habitación.
Porque, aunque estábamos casados, Alexander dejó muy claro desde el principio que esto era un acuerdo y que cada uno viviría su vida de manera separada.
"Para el mundo seremos una pareja, pero dentro de esta casa, no somos nada."
Sus palabras aún resonaban en mi cabeza.
Qué irónico.
Me habían vendido la idea de que casarme con Alexander Wallace me daría estabilidad, pero en este momento me sentía más atrapada que nunca.
Suspiré y me deshice del vestido de novia con cuidado. Lo colgué en el armario como si hacerlo pudiera borrar todo lo que había pasado hoy. Me puse un camisón de satén y me deslicé bajo las sábanas, aunque sabía que dormir iba a ser imposible.
El insomnio me encontró con la mente inquieta.
Mi vista recorrió la habitación que ahora era mía. Demasiado grande. Demasiado impersonal. Nada aquí me pertenecía, ni siquiera yo misma.
Intenté convencerme de que esto era lo correcto.
Mi madre tenía las facturas pagadas, mi hermano menor podría estudiar sin preocupaciones. Yo solo tenía que soportar esto por un tiempo.
Solo un tiempo.
No sé cuánto tiempo estuve dando vueltas en la cama, pero cuando escuché el ruido en el pasillo, supe que algo no estaba bien.
Me senté de golpe.
Las paredes eran gruesas, pero no lo suficiente como para evitar que el sonido de un golpe sordo me pusiera alerta.
Salí de la cama y abrí la puerta lentamente.
El pasillo estaba en penumbras, pero la luz encendida en el estudio de Alexander me llamó la atención.
No quería entrometerme.
No quería parecer la esposa preocupada que corre a ver qué le pasa a su marido.
Porque él no era mi marido de verdad.
Pero el siguiente sonido, un vaso chocando contra el suelo, me hizo caminar sin pensarlo.
Me asomé por la puerta entreabierta y lo vi.
Alexander estaba inclinado sobre su escritorio, con la respiración entrecortada, el rostro pálido y las manos temblorosas.
Algo estaba mal.
Empujé la puerta sin dudar.
—¿Alexander?
No respondió.
Su pecho subía y bajaba de manera irregular, como si no pudiera respirar bien.
Un ataque de ansiedad.
No lo pensé dos veces.
Caminé hacia él y, con cuidado, coloqué mi mano en su espalda.
—Respira —le dije en voz baja—. Inhala lento… exhala conmigo.
Él no reaccionó de inmediato, pero tampoco me apartó.
Me arrodillé junto a él y tomé una de sus manos entre las mías.
—No estás solo.
Sus ojos se encontraron con los míos.
Y vi algo en ellos que nunca antes había visto.
No era rabia.
No era frialdad.
Era dolor.
Uno tan profundo que me atravesó como un cuchillo.
Por un instante, el Alexander Wallace imponente y frío desapareció, dejando al descubierto a un hombre completamente diferente.
Uno que parecía roto.
Su respiración comenzó a estabilizarse poco a poco.
Pero él no apartó su mano de la mía.
Y yo no quise soltarlo.
ELISADesde el momento en que desperté en esta mansión, supe que mi vida había cambiado para siempre.Pero lo que no esperaba era la sensación de inquietud que se aferraba a mi pecho con cada minuto que pasaba aquí.La noche anterior había sido extraña. Encontrar a Alexander en ese estado vulnerable me descolocó. La imagen que tenía de él como un hombre inquebrantable se tambaleó por un instante. Vi algo en su mirada… un abismo oscuro lleno de secretos.Ahora, en la luz de la mañana, era como si nada hubiera pasado.Me crucé con él en el desayuno. Estaba impecable, con su traje perfectamente ajustado y su expresión indescifrable. Su mirada recorrió mi rostro por un segundo antes de volver a su café.—Hoy tengo reuniones todo el día —dijo sin apartar la vista del periódico.Asentí, porque realmente no esperaba otra cosa.Este no era un matrimonio real.Pero algo en su tono distante me molestó más de lo que debía.—¿Cómo te sientes? —pregunté, sorprendida de mí misma.Alexander bajó el
ELISAEl ruido del tráfico de la ciudad se filtraba a través de las ventanas rotas de mi pequeño apartamento, mezclándose con el incesante pitido de la vieja cafetera. Mis dedos tamborileaban sobre la mesa mientras repasaba una vez más las cuentas del mes. No importaba cuánto intentara hacer rendir mi sueldo, las cifras nunca cuadraban. Alquiler, facturas, comida… y la deuda del hospital que me mantenía al borde del abismo financiero. Solté un suspiro pesado y cerré los ojos por un segundo. No podía darme el lujo de caer en la desesperación. Mi hermano menor dependía de mí, y no había espacio para quejas ni lamentos. Debía seguir adelante, como siempre lo había hecho. Fue entonces cuando mi teléfono vibró sobre la mesa, sacándome de mis pensamientos. Fruncí el ceño al ver un número desconocido en la pantalla. Dudé por un momento antes de contestar. —¿Sí? —¿Elisa Ramos? —La voz al otro lado era seria, casi mecánica. —Sí, soy yo. —Le habla Natalia Cortés, asistente del señor
ALEXANDEREl anillo de oro macizo que sostenía entre mis dedos parecía más pesado de lo normal. Lo hice girar con el pulgar, observando cómo la luz del despacho se reflejaba en su superficie pulida. No era un símbolo de amor ni de compromiso, solo un objeto, una formalidad. Un trámite más en mi vida estructurada.Dejé el anillo sobre la mesa y me apoyé en el respaldo de la silla de cuero. Desde los ventanales de mi oficina, la ciudad brillaba con su habitual frialdad. Era curioso cómo, desde las alturas, todo parecía insignificante. Autos, personas, edificios… Cada uno sumido en su propia existencia sin saber que, en cualquier momento, una sola decisión podía cambiarlo todo.Eso era exactamente lo que estaba a punto de suceder con Elisa Ramos.No tenía elección. Ninguna.Había jugado mis cartas con precisión y paciencia, esperando la reacción natural de alguien como ella. Negación, sorpresa, resistencia. Pero el destino no suele dar muchas opciones cuando te encuentras atrapado entre
ELISAEl vestido pesaba sobre mis hombros como una sentencia.Frente al espejo, la imagen que me devolvía el reflejo no parecía la mía. No era la mujer que durante años había luchado contra la adversidad, la que se pasaba las noches en vela tratando de encontrar soluciones a problemas que parecían no tener fin.No, la mujer que me miraba desde el otro lado del cristal parecía sacada de un cuento de hadas… solo que este no era un cuento con final feliz.Mi cabello caía en delicadas ondas sobre mis hombros, los mechones cuidadosamente acomodados por un equipo de estilistas que ni siquiera intentaron hablarme mientras trabajaban en mí. El vestido blanco se ceñía a mi cuerpo con perfección, como si hubiera sido hecho a medida. Y probablemente lo fue. Nada en esta boda improvisada se dejó al azar.Nada excepto mis sentimientos.Inspiré profundamente, sintiendo el corsé del vestido apretar mi pecho. La tela de seda era suave, pero yo me sentía atrapada.Elisa Ramos, la mujer que juró que nu