LA BODA SIN AMOR

ELISA

El vestido pesaba sobre mis hombros como una sentencia.

Frente al espejo, la imagen que me devolvía el reflejo no parecía la mía. No era la mujer que durante años había luchado contra la adversidad, la que se pasaba las noches en vela tratando de encontrar soluciones a problemas que parecían no tener fin.

No, la mujer que me miraba desde el otro lado del cristal parecía sacada de un cuento de hadas… solo que este no era un cuento con final feliz.

Mi cabello caía en delicadas ondas sobre mis hombros, los mechones cuidadosamente acomodados por un equipo de estilistas que ni siquiera intentaron hablarme mientras trabajaban en mí. El vestido blanco se ceñía a mi cuerpo con perfección, como si hubiera sido hecho a medida. Y probablemente lo fue. Nada en esta boda improvisada se dejó al azar.

Nada excepto mis sentimientos.

Inspiré profundamente, sintiendo el corsé del vestido apretar mi pecho. La tela de seda era suave, pero yo me sentía atrapada.

Elisa Ramos, la mujer que juró que nunca vendería su dignidad, estaba a punto de casarse con un hombre que no amaba.

Un golpe en la puerta me sacó de mis pensamientos.

—Es la hora, señorita.

La voz grave de uno de los asistentes de Alexander se filtró por la madera.

Tragué en seco. Era la hora.

Las piernas me temblaban cuando salí de la habitación. Dos hombres vestidos de negro me esperaban en el pasillo del enorme salón de eventos donde se llevaría a cabo la ceremonia. No había familia, no había amigos, no había nada que le diera un mínimo de calidez a este día. Solo abogados, testigos y un juez que, a juzgar por la mirada aburrida con la que me observó, parecía haber oficiado cientos de bodas como esta.

Caminé con pasos lentos hacia el altar improvisado. El suelo de mármol reflejaba las luces del lujoso candelabro que colgaba sobre nosotros, y el murmullo de los pocos asistentes flotaba en el aire, creando un eco incómodo.

Y ahí estaba él.

Alexander Lancaster.

Vestía un elegante traje negro que le sentaba como si hubiera nacido para llevarlo. Impecable. Frío. Intimidante. Su mirada se posó en mí por unos segundos, sin mostrar ningún tipo de emoción. Como si fuera solo una firma más en un contrato, un trámite que debía resolver para poder seguir con su vida.

Cuando llegué hasta él, no me ofreció su brazo ni pronunció una sola palabra. Solo me miró con esos ojos de acero y luego desvió la vista hacia el juez.

—Podemos comenzar.

La ceremonia fue breve, directa, sin adornos ni discursos románticos. No había votos llenos de promesas vacías ni lágrimas de felicidad. Solo palabras legales, cláusulas y condiciones.

Y luego llegó el momento crucial.

—Alexander Lancaster, ¿acepta a Elisa Ramos como su esposa, prometiendo respetar este contrato matrimonial hasta que se cumpla el acuerdo establecido?

—Sí, acepto.

Ni un titubeo, ni un resquicio de duda.

Frío. Calculador. Como si estuviera cerrando un trato multimillonario en lugar de casándose.

Las miradas de los testigos se posaron en mí.

Mi boca estaba seca, mi corazón martilleaba contra mis costillas.

¿Podía hacerlo? ¿Podía realmente unir mi vida a la de este hombre que no conocía, que no confiaba, que no me miraba como una persona sino como una herramienta para conseguir lo que quería?

Pensé en Daniel. En la cuenta del hospital. En la tranquilidad de saber que su futuro ya no pendía de un hilo.

Tragué mis miedos, mis dudas, mi orgullo.

—Sí, acepto.

El juez asintió y cerró su libro con un leve chasquido.

—Puede besar a la novia.

Mi cuerpo se tensó.

Alexander no perdió el tiempo. Se inclinó hacia mí, su mano rozando mi cintura con precisión milimétrica. No me sujetó con fuerza ni con ternura. Solo me tocó lo suficiente para que pareciera real.

Y entonces sus labios se posaron sobre los míos.

No hubo dulzura, ni calidez, ni el más mínimo indicio de emoción. Fue un beso de conveniencia, uno diseñado para las cámaras que captaban cada segundo de esta farsa.

Mi piel se erizó al contacto, pero no por la razón que debería. No era deseo, ni nerviosismo. Era miedo.

Miedo a lo que vendría después.

A lo que significaba haber dicho "sí" al hombre que ahora era mi esposo.

Apretando los puños, cerré los ojos y me preparé para lo que fuera que me esperaba en esta nueva jaula de oro.

****

ALEXANDER

Elisa tenía el porte de una reina a pesar de que todo en ella gritaba que quería salir corriendo.

Desde el momento en que apareció en el salón, supe que su mente estaba batallando con la decisión que había tomado. Lo veía en la tensión de sus hombros, en la manera en que sus dedos se crispaban alrededor del ramo de flores blancas que sostenía, en el temblor casi imperceptible de sus labios.

Y, sin embargo, se mantuvo firme.

Eso decía mucho de ella.

Pocas mujeres habrían podido mantenerse en pie con tanta dignidad al saber que estaban vendiendo su libertad a cambio de dinero. Elisa lo hacía, pero no sin mostrar resistencia.

Resistencia que, tarde o temprano, desaparecería.

Cuando se detuvo a mi lado, sostuve su mirada por unos segundos. Sus ojos, grandes y oscuros, se clavaron en los míos con una mezcla de desafío y miedo.

No aparté la vista primero.

No podía permitirle ni un resquicio de poder sobre mí.

—Podemos comenzar —dije, sin necesidad de cortesías.

La ceremonia fue breve. Cada palabra del juez resonó en mis oídos como un trámite más, un contrato verbal que pronto quedaría asentado en papel.

No había lugar para el sentimentalismo, ni para las promesas vacías que las parejas enamoradas suelen intercambiar en un día como este.

Nosotros no éramos una pareja enamorada.

Cuando llegó el momento crucial, mi respuesta fue inmediata.

—Sí, acepto.

No tenía motivos para dudar.

Lo que me sorprendió fue ver cómo Elisa vacilaba.

Por un instante, creí que se retractaría.

Su labio inferior tembló, su mirada se perdió en algún punto más allá del altar. Parecía estar luchando consigo misma, atrapada en un torbellino de pensamientos.

Pero al final, su decisión ya había sido tomada.

—Sí, acepto —murmuró, con una voz más débil de lo que esperaba.

El juez asintió y cerró su libro con un gesto mecánico.

—Puede besar a la novia.

Elisa se quedó inmóvil.

No tenía opción.

Me incliné hacia ella, tomando su cintura con la precisión calculada de un hombre que sabe exactamente lo que debe hacer. No la atraje demasiado, ni la mantuve lejos. Solo lo suficiente para que el beso pareciera real.

Nuestros labios se encontraron, y en ese momento confirmé lo que ya sabía.

No había dulzura.

No había pasión.

No había absolutamente nada.

Era un beso vacío, frío, tan mecánico como el contrato que acabábamos de firmar.

Elisa no respondió. Se quedó quieta, como una estatua de porcelana, dejando que el momento se desarrollara sin involucrarse en él.

Cuando me separé, sus ojos estaban clavados en el suelo, sus manos apretadas alrededor del ramo con tanta fuerza que sus nudillos estaban blancos.

Sabía lo que estaba pensando.

Que había cometido un error.

Pero ya era tarde para arrepentimientos.

La boda había terminado. Y ahora, Elisa Ramos era mi esposa.

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