LA DESICIÓN

ALEXANDER

El anillo de oro macizo que sostenía entre mis dedos parecía más pesado de lo normal. Lo hice girar con el pulgar, observando cómo la luz del despacho se reflejaba en su superficie pulida. No era un símbolo de amor ni de compromiso, solo un objeto, una formalidad. Un trámite más en mi vida estructurada.

Dejé el anillo sobre la mesa y me apoyé en el respaldo de la silla de cuero. Desde los ventanales de mi oficina, la ciudad brillaba con su habitual frialdad. Era curioso cómo, desde las alturas, todo parecía insignificante. Autos, personas, edificios… Cada uno sumido en su propia existencia sin saber que, en cualquier momento, una sola decisión podía cambiarlo todo.

Eso era exactamente lo que estaba a punto de suceder con Elisa Ramos.

No tenía elección. Ninguna.

Había jugado mis cartas con precisión y paciencia, esperando la reacción natural de alguien como ella. Negación, sorpresa, resistencia. Pero el destino no suele dar muchas opciones cuando te encuentras atrapado entre la espada y la pared. Y Elisa estaba justo ahí, contra las cuerdas, sin salida.

La puerta de la oficina se abrió sin previo aviso y mi asistente, Natalia, entró con su andar eficiente.

—La señorita Ramos ha llegado —anunció sin rodeos.

Asentí y ajusté los puños de mi camisa antes de ponerme de pie.

—Hazla pasar.

Natalia desapareció y, segundos después, Elisa cruzó la puerta con la misma actitud desafiante de la primera vez. Pero esta vez, había algo más en sus ojos: duda, incertidumbre… y, sobre todo, resignación.

Vestía la misma chaqueta desgastada y los mismos vaqueros que en nuestra reunión anterior. Su cabello estaba recogido en una coleta desordenada y sus manos estaban cerradas en puños a los costados.

—¿Tan pronto me extrañaste, Lancaster? —soltó con ironía, cerrando la puerta tras de sí.

Sonreí levemente y señalé la silla frente a mi escritorio.

—Siéntate.

No me sorprendió que se quedara de pie. Elisa no era una mujer que obedeciera órdenes con facilidad, y eso solo hacía esto más interesante.

—Si solo me llamaste para insistir en esa locura de matrimonio, déjame ahorrarte el tiempo. No voy a casarme contigo.

Solté un suspiro y me apoyé en el escritorio, cruzando los brazos.

—No eres alguien que se pueda dar el lujo de rechazar oportunidades, Elisa.

Sus labios se apretaron en una fina línea. Sabía que había tocado un punto sensible.

—No necesito tu dinero.

—¿No? —inquirí con calma—. Entonces, ¿qué harás con la deuda del banco que amenaza con quitarte el departamento? ¿O con las facturas médicas de tu hermano?

Su rostro perdió color.

Ahí estaba.

Elisa era fuerte, pero no era tonta. Sabía que no hablaba en vano. Cuando fijaba un objetivo, lo investigaba a fondo.

—¿Qué sabes de mi hermano? —su voz tembló levemente.

Me acerqué a ella con pasos tranquilos y deliberados.

—Sé que su tratamiento es costoso. Sé que trabajas turnos dobles para pagar las cuentas. Sé que, a pesar de todo, sigues luchando.

Ella tragó saliva, pero no bajó la mirada.

—Eso no te da derecho a usarlo como moneda de cambio.

—No lo estoy haciendo —repliqué con tranquilidad—. Solo te estoy mostrando la realidad. Puedes seguir peleando sola, hundiéndote en deudas, sacrificando cada parte de ti misma por un sistema que nunca jugará a tu favor… O puedes aceptar mi propuesta y resolver todos tus problemas con una sola firma.

Silencio.

Podía ver cómo su mente analizaba cada palabra, cada posibilidad. Su instinto le decía que se alejara, pero su lógica le gritaba que lo pensara bien.

Finalmente, soltó una carcajada amarga.

—Dios… Esto es una locura.

—Tal vez —admití—. Pero es una locura que te beneficiará.

Elisa se pasó una mano por el rostro, exhalando con frustración.

—¿Por qué yo? —susurró.

Era la primera vez que su voz sonaba vulnerable.

Me incliné levemente hacia ella.

—Porque eres perfecta para esto.

Ella soltó una risa sin humor.

—Claro, porque las mujeres se mueren por casarse con tipos arrogantes como tú.

—No necesito que me ames, Elisa. Ni que finjas que esto es real. Solo necesito que firmes el contrato, cumplas con tu parte del trato y, cuando todo termine, cada uno seguirá con su vida.

Ella bajó la mirada y, por primera vez, vi algo en ella que no esperaba: miedo.

Pero no era miedo a mí.

Era miedo a lo desconocido.

Caminé hasta el escritorio y tomé el contrato que había preparado con precisión quirúrgica. Lo extendí hacia ella y le ofrecí una pluma.

—Lee cada cláusula. Si hay algo que no te convence, lo discutimos.

Elisa se quedó inmóvil por un momento. Luego, con las manos temblorosas, tomó el contrato y lo leyó en silencio.

Los minutos se hicieron eternos.

Podía ver sus pupilas moverse con rapidez sobre cada párrafo, sus labios apretados, su respiración contenida.

Y entonces, sin levantar la vista, tomó la pluma y firmó.

El trazo de su firma era firme, pero al mismo tiempo, sentí que acababa de sellar su destino con una venda en los ojos.

Cuando levantó la mirada, sus ojos reflejaban algo que entendí de inmediato.

Acababa de vender su alma al diablo.

Y yo era ese diablo.

****

ELISA

El sonido de la pluma rasgando el papel aún resonaba en mi cabeza cuando me alejé del edificio. Mis pasos eran pesados, como si con cada uno me hundiera más en el concreto. El contrato firmado descansaba en la oficina de Alexander Lancaster, pero la verdadera carga la llevaba yo sobre mis hombros.

Lo había hecho.

Había vendido mi libertad.

El viento nocturno me golpeó el rostro cuando crucé la calle, como si la ciudad misma intentara despertarme de esta pesadilla. Pero no había escapatoria. Mi nombre estaba estampado en ese contrato, sellando un pacto con un hombre que no conocía, que no confiaba, y que ahora, técnicamente, era mi prometido.

El frío de la noche se me metió en los huesos mientras caminaba por las calles iluminadas por los faroles. Saqué el celular del bolsillo y vi la pantalla. No había mensajes nuevos, lo que significaba que todo en casa seguía igual.

Casa.

No era más que un diminuto apartamento en un edificio que apenas se mantenía en pie. Pero era lo único que tenía.

Aceleré el paso, intentando ahogar el torbellino en mi mente. Pensar no iba a cambiar nada. Lo hecho, hecho estaba.

Cuando llegué al edificio, empujé la oxidada puerta de entrada y subí las escaleras. El elevador llevaba semanas sin funcionar, pero ya estaba acostumbrada. Cada escalón crujía bajo mis pies, como si también protestaran por la decisión que había tomado.

Al llegar a nuestro piso, abrí la puerta con cuidado. La luz de la sala estaba encendida y el aroma a sopa instantánea inundaba el aire.

—¿Elisa? —la voz de Daniel, mi hermano menor, me recibió desde el sofá.

Dejé las llaves en la mesa y forcé una sonrisa.

—Hola, enano. ¿Cómo te sientes?

Daniel me miró con ojos cansados, pero sonrió.

—Estoy bien. Solo un poco mareado. ¿Dónde estabas?

—Trabajando —mentí con naturalidad.

No podía decirle la verdad. No podía mirarlo a los ojos y admitir que su hermana acababa de comprometerse con un hombre al que apenas conocía, solo para asegurarse de que él tuviera el tratamiento que necesitaba.

Daniel se acomodó en el sofá y me miró con curiosidad.

—Pareces… rara.

—Solo cansada —respondí, evitando su mirada.

Me acerqué y le revolví el cabello con cariño antes de encaminarme a la diminuta cocina. Saqué un vaso de agua y lo bebí de un solo trago, intentando apagar el incendio en mi interior.

Desde el otro lado de la sala, Daniel volvió a hablar.

—Elisa.

—¿Sí?

—Gracias.

Mi corazón se encogió.

—¿Por qué?

Él se encogió de hombros.

—Por todo. Sé que trabajas mucho para cuidarme.

Me mordí el labio.

Si supiera a qué extremo estaba llegando para asegurarme de que estuviera bien…

—Descansa, enano. Mañana tienes otra cita en el hospital.

Daniel asintió y se acomodó en el sofá. Minutos después, su respiración se volvió tranquila. Se había quedado dormido.

Yo, en cambio, sabía que no dormiría en toda la noche.

Fui a mi habitación y cerré la puerta con suavidad. Me desplomé sobre la cama y dejé que todo el peso de la noche cayera sobre mí.

Había firmado un contrato.

En unos días, mi vida cambiaría por completo.

No sería más Elisa Ramos.

Sería la esposa de Alexander Lancaster.

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