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Capítulo Uno. Obligaciones [2/2]

Louise se separó de la ventana y tomó la taza de café en sus manos saliendo del salón del segundo piso. No tenía nada especial que hacer durante las horas que quedaban del día, podía leer uno que otro libro que haya dejado a la mitad pero no tenía ganas de eso. Hoy era uno de esos días en los que quería hacer tantas cosas, pero no encontraba la motivación para ello.

Vagó por los pasillos con las manos detrás de su espalda balanceando la taza vacía mirando una y otra vez los mismos cuadros de arte renacentista colgando de las paredes. No era algo que le llamara mucho la atención, pero los gustos de su Rey eran un poco… buenos, podría decir. Louise no tenía gusto especial por el arte pero de vez cuando se quedaba analizando las distintas pinturas repartidas por el gran palacio.

A menudo, la gente tenía la osadía de preguntarle cómo era trabajar en un gran palacio como el de Reinmen y nunca sabía qué decir. Ya llevaba años sirviendo al Rey, por lo que se le había hecho costumbre levantarse por la mañana y ser atendida por las sirvientas. No se sentía especialmente mejor que los demás, en realidad.

Subsistir de los lujos de la Familia Real no sonaba tan maravilloso como se veía. Louise sentía que siempre quedaría debiéndoles algo a ellos y eso no le gustaba. Incluso cuando el mismo hombre que gobernaba el lugar donde vivía cómodamente le recordaba que podía pedir lo que quisiera. No contenta con eso, intentaba hallar la forma de obtener las cosas por su propio mérito y no por alguien más.

Además, su relación con el rey era algo… extraña. Casi escalofriante, también incómoda. Todos estaban de acuerdo con que el alto hombre de postura majestuosa y temible era alguien con el que no se debería jugar. Sin embargo, la “institutriz real” de vez en cuando se encontraba en boca de un desconocido por su inexplicable acercamiento hacia el hombre.

Pero es que él casi siempre la tenía en cuenta para asuntos de carácter especial que rodearan al reino. Era algo así como su “ayudante” si es que tenía el poder de nombrarse de esa forma. El rey tenía su confianza absoluta en ella y Louise no se podía quejar sobre ello. Siquiera se mostraba reacia a algo, siempre con una inexpresividad abarcando su rostro.

De todos modos, la confianza no era mutua.

La mujer miró hacia el frente cuando escuchó murmullos viniendo del otro lado y apretó los labios en una línea cuando estos se silenciaron. Caminando con una postura elegante y el rostro en alto denotando respeto se concentró en bajar las escaleras dejando sonar sus tacones en ellas.

“Una mujer perfecta” era como usualmente se referían a ella y Louise no se mostraba verdaderamente cautivada por ello. Más bien, era una mujer inalcanzable que no se dejaría llevar por un millón de lujos.

Bajo la tonalidad rosácea del atardecer, Louise escribía en su libreta personal la próxima clase de Lenguaje y Literatura con concentración. Hacía mucho rato que la práctica de los guardias había terminado de masacrar su audición con tantos gritos de hombres al unísono y canticos alentadores sobre guerra, sangre y muerte. Algo un poco bastante… varonil para su gusto.

La perfecta caligrafía de su letra se reflejaba entre las hojas de su libreta al mismo tiempo que daba rienda a su imaginación en busca de nuevos métodos de aprendizaje para sus alumnos. Últimamente, no entendía el porqué de tanta distracción entre ellos, o si hablaba en general; hasta los sirvientes del palacio.

Louise… no era del tipo de ser cercana a la gente del servicio.

No porque tuviera un complejo de superioridad o pensara que su reputación disminuiría a causa de una corta interacción con ellos, no. Simplemente no encontraba cómo relacionarse sin parecer una “fría y antipática” mujer, asimismo no le veía sentido hacer nuevas amistades que terminarían yéndose por el insoportable ingenio de sus “amos”.

Únicamente confiaba en dos sirvientas que le ayudaban cuando estaba impartiendo alguna clase que requería mucha concentración o juegos didácticos.

Porque si fuera por otras personas que asumían que sólo estaba ahí para casarse con algún príncipe y tener ciertos privilegios sobre los demás, adoraría pasar su tiempo restante en soledad.

“Tanta amabilidad para hablar a mis espaldas es algo ridículo” Murmuró, completamente indiferente al peso que otras personas ajenas a su vida ponían sobre ella. Louise sólo estaba ahí para cumplir su rol y darles a muchos niños desafortunados una mejor visión de la vida.

Pero claramente, sus logros eran gravemente opacados por su género y la absurda confirmación de que sólo estaba en busca de un hombre rico con el que pasar su vida. Lo cual era una absoluta tontería cuando no estaba interesada en nadie, mucho menos en los populares príncipes con los que tenía la suerte de encontrarse a menudo.

Incapaz de poder concentrarse en su tarea actual, Louise suspiró y dejó la libreta sobre la pequeña mesa de té mientras la brisa soplaba con calma a través de los árboles, provocando un precioso torbellino de diminutas hojas que acabaron en su vestido. El sol pronto se escondería por completo y tendría que volver dentro a prepararse para cenar, o mejor dicho, lidiar con un comedor compuesto por niños.

En el Palacio de Reinmen, al ser una arquitectura tan espaciosa y con una extensa serie de espacios sin utilizar, desde hace unos cuatro años se estableció que una sección de él sería utilizado para acoger a un grupo de niños huérfanos como una forma de conectarse con el pueblo.

Todo esto después de que la reina muriera por una desconocida enfermedad. Siendo ella un alma caritativa que aún en los peores momentos, jamás abandonó el interés por su pueblo y por los menos afortunados. Louise lo recordaba muy bien, y desde entonces no encontraba un modelo a seguir mejor que la mujer.

Aunque no era precisamente su trabajo, Louise siempre procuraba saber que estaban alimentándose o recibiendo la atención necesaria. En el fondo de su corazón, habría deseado estar haciendo esto en un lugar fuera de la familia real. Con frecuencia pensaba en lo decepcionados que debían estar los niños que no fueron elegidos en el orfanato, pero eso estaba totalmente fuera de sus manos.

Incluso las cosas siendo de esa manera, aspiraba a darles lo mejor.

—¿Louise…? —Una dulce voz le llamó a sus espaldas y le hizo mirar hacia atrás, encontrándose con nadie más que Alina Heeger, princesa de Reinmen y la más joven de todos. Ofreciéndole una diminuta sonrisa que no llegó ni a ser tan visible como quería, intentó levantarse.

Sin embargo, la hermosa princesa de radiante cabello rubio tirando a castaño y ojos que se volvían medialunas cuando sonreía, negó con su cabeza. —Lamento molestarte, parecía que estabas concentrada en algo… Pero tenía que venir a comentarte sobre algo. ¿Es un mal momento?

—Oh, no te disculpes. No estaba haciendo nada realmente. —Le dijo Louise mirándole fijamente y con un ademán le indicó que tomara asiento. Alina, bajo la expectante y estoica mirada de la mujer, acató su silenciosa orden. —¿Qué tenías que decirme? ¿Es algo con tu padre?

Negó silenciosa, sacudiendo su cabello y encogiéndose más de lo debido en su asiento. Como si algo estuviera incomodándola. Louise le miró por el rabillo de su ojo mientras tomaba delicadamente su libreta, no era común verle tan tímida. Entre todos los hijos del Rey, podía decir que Alina era la única que le agradaba porque los demás eran simplemente de otro mundo.

Y no lo estaba diciendo como un buen cumplido.

—¿Hay algo que le esté incomodando últimamente? —La repentina pregunta que le hizo la mujer de cabello oscuro le hizo saltar en el sitio. Louise rió por lo bajo encantada por el aura tan vívida que la chica le daba. —Si quiere contármelo, claro.

Un par de segundos pasaron hasta que Alina respondió, con una mueca. —No, no. Nada de eso, sólo que… uhm… Alan me pidió que te dijera que quiere verte.

El divertido humor que había estado invadiéndole en los últimos minutos se desvaneció repentinamente con ese par de palabras.

El ceño fruncido atenuó por completamente el pequeño desliz de una sonrisa y por su cabeza pasó el pensamiento de que pronto tendría un nuevo dolor de cabeza.

Actuando con inconsciencia, sus dedos se imprimieron en el cuero blando de su libreta y Alina, quien ya había previsto una reacción así de parte de la institutriz de la cual su hermano mayor estaba enamorado, tragó saliva.

Ella estaba hablándole, pero Louise no estaba escuchándole mientras intentaba no pensar en el orgulloso rostro del príncipe que no podía sacarse de la suela de sus zapatos. ¡Era tan terco que estaba terminando por odiarle de verdad! Ya no podía contar las veces que había intentado sobrepasarse con ella, desde toqueteos innecesarios hasta besos que nunca jamás habría pedido.

Lo aborrecía con todo el alma.

¿Era demasiado de su parte tratándose de un venerado príncipe?

Huh… es que siquiera tenerlo cerca le incomodaba.

—Puedo decirle que estás ocupada con tus asuntos… no debería estar aquí en primer lugar. —Louise, todavía con el ceño fruncido levantó el rostro para mirarla y analizó el nerviosismo palpable que debió haberle prevenido de algo. Más, en su enfado, no lo hizo.

—Estaría realmente encantada si pudieras hacer eso. —La mujer se levantó, enfadada pero con un toque impresionante para permanecer en total calma y con un pequeño “adiós” se dirigió hacia el enorme palacio en busca de escabullirse hasta su habitación esperando no encontrarse con Alan Heeger.

“Era lo único que me faltaba para hacer de este día una reverenda porquería.” Pensó, completamente hastiada de solo pensar en ese hombre que solo le traía problemas.

¿Pero qué apuesto príncipe le traería problemas cuando ella era como familia para su padre? Habían tantas razones por las cuales Louise no saldría con él que tendría que contar los dedos de un millón de personas. Realmente, no estaría con él. Pero él seguía encaprichado con que la conseguiría atrapar y la haría su esposa.

Eso sonaba completamente agresivo, y casi como una amenaza.

Cansada, Louise está harta y sofocada de lidiar con él. En un principio pensó que solo era un “enamoramiento momentáneo” pero claramente no era así. El agobio que le producía cuando estaban a solas era sumamente irritante y no sabía que más hacer.

Pasar desapercibida e ignorar órdenes que no le correspondían no había funcionado. Louise Roosevelt no era una sirvienta, pero él seguía tratándole como si fuera una y al mismo tiempo como si ella estuviera resistiéndose a sus encantos a propósito.

“¡Dios!” El cuerpo de Louise se fue hacia atrás del susto cuando una joven se entrometió en su camino con una cara de espanto. Poseyendo una expresión de absoluta sorpresa, Louise se dio cuenta de que estaba respirando descontroladamente al igual que su corazón retumbaba desordenado.

—¡Y-yo! ¡D-Dios! ¡Lo siento muchísimo señorita R-Roosevelt! ¡No era mi intención asustarla! —La chica de ropajes simples y vagos se disculpaba a una velocidad tan rápida que Louise, quien aún se encontraba recobrando sus sentidos, no pudo casi entenderle. —¡Por favor, perdóneme!

El rostro asustado e inundado de piedad se mantenía frente al suyo, mientras las lágrimas se arremolinaban en los ojos comunes de la sensible sirvienta. Parpadeando, Louise intentó replicar, sin embargo una señora mayor apareció de prisa. —Señorita Roosevelt, la cena estará en unos minutos. ¿Le gustaría que esperemos por usted?

—No, no. Está bien, voy a tomarme mi tiempo. —Dijo, con simpleza y al grano. Luego admiró a la suplicante chica que parecía querer enterrarse diez metros bajo tierra y lo único que hizo fue apartarse. —No te preocupes, fue un simple tropiezo.

Alejándose escuchó a la muchacha lloriquear incluso más y solo pudo pensar en que este día nunca terminaría.

—Es increíble, simplemente increíble. Ugh…

La mujer de cabello negro estaba conteniéndose de no iniciar una bomba atómica de maldiciones en contra de Alan Heeger. Había faltado un descuido de su parte para que el hombre pudiera encontrarla a la vuelta de la esquina, pero gracias a sus rápidos reflejos pudo irse por otro lado. Demasiado contenta de no escuchar su voz grave y su risa engreída de la que tantas veces había escuchado a la par de su oreja.

En momentos así, se sentía más torpe que nunca incluso si era más ágil que una liebre. Cualquier mínima equivocación de su parte le haría terminar entre los brazos del príncipe Alan, o cerca de él. Lo que conllevaría a un incómodo e insoportable recuerdo que le martillaría el cerebro cada vez que pudiera.

Y lo que más odiaba, es que él no intentaba guardar las apariencias. Era tan persistente que en cada oportunidad que estuviera cerca, él trataría de hacer como si fueran realmente cercanos. O incluso algo más.

Porfiado, eso es lo que era ese hombre. Actuando tan digno y honrado cuando no era nada más que un ególatra y manipulador que sólo buscaba quedarse con las mejores cosas del mundo.

Sí, como si ella fuera un objeto.

Acarició su piel pálida cuando se quitó su blazer de dorados ornamentos y se permitió relajar su mente en busca de la paz mental que tanto necesitaba. Y sin embargo, no podía encontrarla al estar en un estado de alerta continuo. Todo iba a volverle loca.

Probablemente, en el comedor debían estar preguntándose donde estaba. No obstante estaba reacia a la idea de sentarse a comer aparentando estar bien. El dolor de cabeza que nunca le abandonaría estaba volviendo, y el ruido era lo que más quería evitar en ese momento.

Louise se recostó en su mullida cama. Pasando las manos por su rostro delicadamente en espera de que un milagro pasara. Admiró el acabado simple del techo con atención, como si aquello fuera a deshacerse de todos sus problemas.

Y se sentía egoísta pensando de esa manera.

¿Cómo podía hacer de un problema con un príncipe algo de lo que morirse?

Pero volvía a pensar en que, las amenazas aparentemente pacíficas y promesas que ella nunca afirmó eran cosa de casi todos los días. Y realmente estaba cansada de lidiar con eso.

Ya ha pasado bastante tiempo desde que esto comenzó a volverse un problema, y dudaba mucho que fuera a terminar. No importa qué era lo que dijera, Alan no estaba dándose por vencido en este juego que él mismo ha creado. “Sigue resistiéndote” decía con una engreída sonrisa que le perseguía en todos los lugares a los que iba.

Lo peor, es que faltarle el respeto no es algo que estuviera contenta de hacer. Era una situación de “entre la espada y la pared”.

Debía concentrarse en su trabajo como institutriz, manejarse y mantenerse al tanto de los acuerdos de su Rey al igual que asistir a las importantes reuniones que no podía declinar; además de lidiar con los problemas que traía el ser cercana a la Familia Real.

Y sin embargo, pensó que todo sería completamente tranquilo. Pero se equivocó.

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