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Capítulo Dos. Obsesión [2/2]

Respiración agitada, ceño fruncido y los puños apretados con uno sangrando en los nudillos; el cabello rubio despeinado en distintas direcciones mientras lo peinaba hacia atrás, ansioso, relamiendo sus labios y acariciándose el mentón con dureza. —Nada te une aquí, pero llevas años bajo el brazo de mi padre, como una puta inútil que no puede hacer nada por sí misma.

Rió, una risa cruel que le atravesó el pecho cuando volvió a acercarse a ella. Alan levantaba su voz mientras más hablaba, y ella se hacía una sola contra la pared, inmóvil. Louise estaba apresada entre el hombre, y sólo podía pensar en la abominable actitud que el príncipe estaba adoptando.

Para ese momento, Louise no tenía idea de qué hacer. Esto no era común, pero seguía sucediendo. Estaba más que molesta; también, asustada. Pero si se ponía en ese plan, solo le dejaría ver que podía arruinarla cuantas veces quisiera y manejarla a su antojo.

Cuando Alan, con la respiración agitada, acercó su boca a su cuello, Louise se tensó y estuvo lista para alzar su rodilla sin pensarlo dos veces. —Señorita Louise, la comida ya está en… la mesa…

“Esto era lo que faltaba” Maldijo.

La mujer se libró cuando el hombre se echó hacia atrás, y fue capaz de respirar aire fresco después de tan… desastrosos minutos. La sirvienta de pie en la puerta estaba en silencio, intercalando su mirada entre ambos e intentando inmiscuirse en la acalorada situación que no era lo que parecía.

La puerta cerrándose con lentitud se asoció a una muestra de privacidad, pero Louise lo mínimo que quería era estar en compañía del príncipe. Le miró, su pecho subía y bajaba con rapidez mientras peinaba su cabello hacia atrás nervioso, con el ceño fruncido.

Tragó saliva, perturbada por el cambio del hombre se alejó lo más que pudo, acomodando su ropa y tomando el blazer cerca de su cama. Más la voz ronca, le produjo una pequeña sensación de espanto. —L-lo siento, yo… —Se le revolvió el estómago. Ni un rastro del hombre violento que había percibido estaba a la vista. Louise, con una gota de valentía le miró dura, con una intimidación que nunca había experimentado y asombró al poco hombre que tenía en frente.

—Disculparse por tener el atrevimiento de herirme no me hará tener compasión de usted, príncipe Alan. —Murmuró con asco. Sin embargo, en el interior estaba angustiada. —No tendré más remedio que comentárselo a su padre.

Y con eso, le escuchó quedarse sin aliento.

“¡No puedes hacer eso!” Fue lo que escuchó una vez abrió la puerta, “¡maldita zorra!” cuando se largó.

Tal vez, la rutina de su día estaba cambiando y ya no era tan común como antes.

El día estuvo destinado a ser un fiasco en el momento que él entró, y continuaría así hasta que por fin conciliara el sueño. Sinceramente, ya no le sorprendía. Louise había observado tantas cosas en este lugar que no había otra cosa que pudiera hacerla cambiar de expresión en al menos un siglo.

Por mucho que intentara restarle importancia, nunca escaparía del acoso de Alan. Y eso solo era el principio.

¿Pero qué podía hacer una simple institutriz como ella? Nada.

El desayuno continuó al menos como todos los días. Fue recibida con un “buenos días” al unísono que le hizo sentirse un poco más en calma.

Sin embargo, su mente no podía pensar en otra cosa que no fuera el desafortunado encuentro que había pasado sólo hace unos minutos.

Inconsciente, acarició su brazo donde el príncipe había apretujado hasta el cansancio. Una mueca se formó en su rostro, pero se mantuvo indiferente mientras comía, consciente de las miradas que recibía debido a su silencio.

“Y todavía tuve que decirle que hablaría con su padre…” Louise era una tonta astuta.

Para cuando dieron las diez de la mañana, Louise inició sus lecciones de Lenguaje Real y los modales que se empleaban en el día a día. Una clase no tan necesaria bajo su punto de vista, pero más que suficiente para no avergonzarse frente a invitados importantes.

La institutriz hablaba fluidamente captando la atención de sus alumnos que, al son de la voz de la mujer, escribían lo que decía sin quedarse atrás. Dicha clase se estaba llevando a cabo en el extenso jardín del palacio, justo bajo la sombra de los árboles.

—Entonces… ¿No puedo decir…? ¡¡Hola!! —Saludó una pequeña niña bastante efusiva mientras agitaba su mano, haciendo reír a los demás. Louise negó. —Asentir con tu cabeza está bien, además, siempre puedes inclinarte.

—¡Pero a mí me duele mucho la espada cuando veo al Rey! —Se quejó un niño de pequeños ojos y mejillas gorditas provocando risas. —Es “espalda” y es muy importante mostrar respeto al Rey Damien. —Louise, pensó en el hombre de fríos y amenazadores ojos que poseía el don de un aura peligrosa que hasta ella misma repelía.

Inconsciente, pensó en sus dos hijos. Iguales a él.

“Dios, ¡no lo hagas!” Se regañó a sí misma, harta de lidiar con problemas.

Sacudió su cabeza y apretó sus labios cuando observó a un niño levantar su brazo para hacer una pregunta. —¿Sí?

—¿Y él no puede hacer una reverencia? —Bien, definitivamente suspiró. Louise negó con la cabeza e hizo un ademán para dejar el tema de lado. —¿Qué hacemos si vemos al rey?

Hacemos una reverencia. —Dijeron al unísono con una claridad impecable, típico del perfeccionismo de la tutora. Pese a que trataba con niños, estaba orgullosa de que pudieran llegar al nivel que estaban a comparación de cuando habían sido admitidos para este programa. Louise hacía algunas “dinámicas” de vez en cuando porque después de todo no les haría irse con un nubarrón de problemas en sus cabezas siendo tan pequeños.

Los siguientes treinta minutos transcurrieron tranquilos mientras explicaba los ejercicios de matemáticas de la semana anterior. Su suave voz era acompañada por el sonido de las hojas de los árboles danzando por el viento, además del movimiento apresurado dentro del palacio.

Sonreír no era algo que hiciese a menudo. Más aun cuando tenía esa rara manera de sonreír que arruinaba toda su imagen respetable. Sin embargo, más de una vez quiso sonreír cuando sus alumnos más atrasados llegaban a entender lo que explicaba, pero se lo guardaba en su lugar. —Es impresionante que hayan mejorado tanto. —Dijo con simpleza, pero fue suficiente para los niños que apenas veían algún atisbo de felicidad en ella.

Mientras borraba lo que había escrito en el pizarrón esperando continuar con la última clase, el ajetreo apresurado dentro del palacio le distrajo. No estaban demasiado lejos pero logró observar a los guardias ir de un lado a otro con expresiones confundidas y hablando entre sí con sorpresa.

Y por un momento no le pareció raro. Supuso que se trataba de un entrenamiento sorpresa. Pero cuando vio a Dóminic discutir con el capitán, algo le pareció fuera de lugar.

—¿Cree que deberíamos acabar ahora? —Una de las sirvientas habló a su lado cargando un par de libros. Louise la miró, y devolvió su vista a los guardias que habían casi desaparecido de su vista. —¿Sabe que está pasando? Nadie me dijo que habría una práctica por aquí, hoy. —Ella negó, y la pelinegra permaneció en silencio con la mano en la boca, pensativa.

Unos segundos después, se dirigió hacia sus alumnos: —Es todo por hoy, seguiremos mañana. —Guardando sus cosas en silencio, oyendo los suspiros aliviados, se mentalizó de que no era nada. Simplemente no era nada de lo que preocuparse.

—Gracias por su buen trabajo hoy. —Dijo ella, dirigiéndose a las sirvientas que no dudaron en elogiarla. Louise miró a través de las hojas del árbol más grande encima suyo, los rayos de sol vislumbrando entre las ramas y deteniéndose para disfrutar un poco del aire fresco.

Antes de irse a preparar otra clase, con toda una marea de problemas ahogándola con cada segundo que pasaba.

—¡Ábranse paso! —Sin embargo, esa tranquilidad que la inundó por escasos segundos le abandonó tan rápido como un rayo cuando el venerado Rey Damien ingresó por las grandes puertas del jardín en compañía de sus sirvientes y guardias.

Le miró analizar cada sitio minuciosamente, con ojos negros y una gran tensión yendo alrededor del alto hombre de facciones duras y complejas.

Dominante. Era la palabra perfecta para describir su posición, su postura, su persona. Remordimiento, fue lo que le causó cuando se detuvo a escasos pasos de donde ella se encontraba, con seriedad. Louise no era precisamente una mujer de estatura baja, sin embargo, cerca del Rey no era más que un simple adorno.

Los niños detrás de la tutora procedieron a realizar una reverencia, después de quedar completamente paralizados ante él. —No es necesario. —Le dice el hombre mayor, acariciando el arma que colgaba de su cintura. Y a pesar de que restó importancia por las reverencias, Louise todavía lo hace. Completamente incapaz de evadir una.

Y ya se siente incómoda bajo su amenazante mirada.

Algo malo estaba pasando. Y se sentía nerviosa de no saber qué es lo que era. —Roosevelt. —Su apellido fue nombrado, y ella le miró esperando alguna orden. —Necesito que venga conmigo, es de carácter urgente.

Nota la frustración en su voz,  al igual que los temblorosos sirvientes que se escondían detrás del imponente hombre. Louise no necesita escucharlo dos veces para caminar detrás de él.

En toda su vida, sólo había podido recibir órdenes de dos personas. La Reina y el Rey de Reinmen. Louise no era una fiel seguidora que haría de todo para que estas personas la aceptasen en todos los aspectos, sin embargo, el respeto era algo que nunca negaría.

Siempre estaba al margen de la situación. Y aunque más de una vez hubiera estado en desacuerdo con algo, su palabra jamás había sido echada a un lado.

Pero ahora, no sabía qué pensar.

¿Había hecho algo mal?

“Ah… no es cierto.” Resopló en su cabeza, llevándose una mano a la frente de la misma forma.

El príncipe obsesionado fue con la cola entre las patas a quejarse de ella con su padre.

No pudo evitar tragar saliva, nerviosa por lo que podría suceder a continuación si eso resultaba cierto. Se esperó lo peor cuando el gentío se quedó afuera, y ella entró a la oficina del rey expectante por lo que tenía para decir.

Pero que no quería escuchar.

“¡Jodida m****a!” Maldice el furioso hombre al golpear con fuerza el escritorio de madera, soltando maldiciones para sí mismo. Las venas en sus brazos resaltan, y bajo la luz tenue de la lámpara, nota el sudor corriendo por su frente. Louise se encuentra cerca de la puerta, observando la respiración acelerada y la pérdida de control en él.

A la vista, observa mapas. Un montón de mapas repartidos por la habitación con sitios tachados con tinta.

Louise, con los ojos mirando en todas las direcciones posibles y manteniéndose lo más calmada que puede, carraspea y suelta su lengua sin más. Esperando que su atrevimiento no lo haga enojar más.

—¿La razón por la que me ha llamado tiene algo que ver con lo que tiene alterado a todo el mundo? —Louise intenta cerrar su boca cuando el hombre se gira a verla. Temible, y alarmado. —Lo siento, mi señor. Fue una intromisión de mi parte.

Damien Heeger se pasa las manos por el rostro, frustrado e irritado. Molesto, al punto de manchar con tinta un par de mapas en un arrebato de ira. El silencio cubre la habitación de pronto, y comienza a tentar los temores de Louise.

Las partículas de polvo cubren la habitación, visibles ante la luminosidad proveniente de las ventanas de la extensa oficina. Desordenada, con un piso manchado de tinta que sería difícil de quitar, y un hombre actuando histérico.

Una curiosa oscuridad cubren los ojos marrones de su rey. Pasándose las manos por la cara con frustración, llevándose la piel con angustia. Se queda en silencio por un segundo, con la mirada perdida en todos esos mapas que cubrían parte del suelo, hasta que parpadea liado. Como… volviendo a la realidad.

Jamás había visto a su Rey de esa forma. Y si se lo preguntaran, diría que se veía más atemorizante de lo usual. Incluso llegando al punto de darle un mal sabor de boca.

El alto hombre de porte imperioso rebusca entre las estanterías a un lado, ignorando completamente su presencia mientras le observa calmarse un poco. Busca y busca, hasta que vuelve a su escritorio tragando saliva.

«Elion Heeger»

Escucha a la perfección.

Primero, piensa que escucha mal.

Luego, rectifica que no lo hace cuando el hombre espera una reacción de su parte, completamente escéptica a la gravedad de la situación.

¿Elion?

Las manos nerviosas detrás de su espalda detienen sus jugueteos inquietos y se congela en el sitio. Sabe que en su rostro no hay nada más que inexpresividad, porque debía ser buena para eso. No sabía cómo reaccionar a esto.

Era sin duda, lo más impresionante que había escuchado salir de este palacio.

Louise, lejos de querer verse atrapada bajo la guardia, vuelve a preguntar: —¿De quién está hablando?

Incómoda, se está haciendo la tonta. Pero, por primera vez en su vida, necesita escuchar dos veces lo que él le está diciendo.

—Sabe perfectamente de lo que estoy hablando. No intentes hacer como que no tienes idea alguna. —Dice intranquilo, buscando más cosas entre los cajones bajo la mirada de la tutora. Casi desordenando todo sobre el suelo. —Él volvió.

Era jodidamente impresionante que once años después, este chico decidiera aparecer sin explicación alguna.

Elion Heeger, tercer príncipe de Reinmen que desapareció misteriosamente hace varios años. Un chico que fue rodeado de diferentes rumores que acabaron mezclándose con las respuestas acerca de su paradero, y que por fin, fue catalogado como un traidor.

Traidor de qué, no lo sabía. Y no quería saberlo de todos modos. Era un… niño.

Eso era lo único que sabía Louise sobre él. Ni nada más, ni nada menos.

Nunca lo conoció, apenas y sabía su nombre, pero nunca vio su rostro ni una sola vez. No había ni una foto de él en el Palacio y su rey parecía actuar como si solo tuviera tres hijos: Oliver, Alan y Alina.

La figura de Louise se encontraba rígida, maquinando cada información escasa que tenía sobre él. Siempre le pareció un chico malcriado por irse de los brazos de su familia de la nada.

¿Qué le habría pasado por la cabeza? Era insólito como el reino entero puso tanto empeño en su búsqueda y al final nunca lo encontraron. Había escuchado rumores de que era un tipo rebelde, que siempre hacía lo posible por contradecir las palabras de su padre. Y por tal rebeldía, había decidido escapar.

Fue como si la tierra se lo fuera tragado.

Pero ahora, lo habían escupido de vuelta. Once años después.

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