Parece que le has caído de maravilla a mi nieto —declaró mi madrina, logrando que se me acelerara la respiración. —Al parecer sí —respondí algo tímida. —En el desayuno no hizo otra cosa que preguntarme por qué no te uniste a nosotros y fíjate, lo he encontrado aquí buscándote, sin embargo, fui yo quien le dijo que estabas en las barracas y no lo pensó dos veces para venir hasta dónde estás. —Aquellas declaraciones no eran simples comentarios; a través de sus palabras me di cuenta qué algo sospechaba. Es verdad que ella me conocía muy bien, podía entrar en los recovecos de mi mente sin qué yo lo notase, pero era claro qué yo también la conocía muy bien a ella. —¿Le preocupa algo, madrina? —me atreví a preguntarle. Por un momento se mantuvo en silencio, dubitativa; luego, me preguntó: —¿Qué opinas de Adrián? —Es un caballero muy amable y es diferente a su madre; se parece más al señor Rodolfo y apoya las ideas liberales al igual que usted —mis palabras la hicieron mostrar un
Esa tarde y tal cual, como lo previó mi madrina, fuimos donde la modista. Doña Leticia era una de las costureras más respetadas de la región: una mujer de mundo cuyos gustos eran exquisitos. Sus telas llegaban de París y sus obras de arte nada tenían que envidiar a los vestidos modernos de alta costura. La dama nos recibió con amabilidad, nos invitó a tomar el té mientras mi madrina le explicaba cómo quería el traje. Leticia le mostró varios bocetos: vestidos realmente hermosos de la última moda europea. Yo me limité a ver, no intervine en la conversación. No obstante, aquella idea de mi madrina me calmó. Salir de la casa me permitió respirar; después de lo que mi madrina me dijo en las barracas, sentí una presión muy grande, comprobé que sería una tortura en adelante para mí cada vez que me cruzara con Adrián en la casa grande. —¿Te has quedado sorda? —expresó mi madrina tocándome la mano. —¿Qué pasó?… disculpen —manifesté con pena. —Doña Leticia te está mostrando las telas
El resto de los días fueron una tortura para mí. Evitaba toparme con Elizabeth y Adrián. Me costaba mucho esquivar a Adrián, cuando realmente me moría de las ganas de verlo, no obstante, por el bien de mi corazón era mejor evitarlo. Más agonizante se volvía mi esfuerzo cuando lo escuchaba preguntando por mí y como mi madrina me excusaba diciendo que estaba indispuesta, aunque su excusa no era falsa realmente: tenía fuerte dolor de cabeza. Una tarde decidí escapar del exilio que yo misma me impuse, al verme Rosa bajar por la escalera, rápidamente me hizo seña de que fuera hacia ella. —¿Qué sucede? —le pregunté curiosa; ella sonrió con complicidad. —El joven Adrián ha estado muy inquieto por llevar varios días sin observarte, se ha dado sus vueltas por la cocina y por el invernadero, también —no pude disimular sentir alegría. —¿Y su madre dónde está? —quise saber, recordando la triste realidad. —Esa bruja salió desde muy temprano y que para el pueblo dijo, a buscar lo que
Estefanía. Los labios me temblaban, no pude emitir palabra alguna para iniciar aquel cuestionario tan incómodo con Rosa. —¿Pasa algo, niña Estefanía? —ella rompió el silencio al ver mi rostro lívido. —Deseo preguntarte algunas cosas, pero no sé cómo empezar… me da una vergüenza tremenda. Ella me miró fijamente, logrando que mis mejillas se tiñeran de rosado; sentí el calor brotar de mis venas y encenderme hasta el punto de ruborizarme exageradamente. Mi actitud me dejó al descubierto bajo los ojos hábiles de Rosa, que de pronto estalló en carcajadas. —¡Por favor Rosa has silencio, no quiero que alguien entre y nos descubra! —No te preocupes, muchacha, ya casi todos duermen y el joven Adrián está encerrado en el despacho con su padre tomando whisky y jugando cartas. La bruja de Elizabeth se encerró desde temprano. —Es bueno saberlo —sonreí. —Dime: ¿qué es lo que quieres preguntarle a esta vieja? —¡Quiero saberlo todo, Rosa! —declaré sin medirme. —¿Saber todo sobre qué? —sus ojo
Los días continuaron transcurriendo, entre arreglos, idas y venidas de pedidos qué se encargaron para el banquete. La casa grande estaba hermosa, las luces que parecían luciérnagas, colocadas en todos los jardines, los hacía lucir como páginas de un cuento de hadas. Elizabeth podría ser una mujer odiosa y arrogante, pero no sé le podía quitar que tenía un don especial para preparar festejos y decoraciones de exteriores e interiores. En las vísperas del gran baile que se celebraría a nombre del cumpleaños número 71 de mi madrina, me mantuve distante del alboroto. Los gritos de Elizabeth llegaban hasta donde yo estaba y sus insultos lograron que las esclavas limpiaran el piso de tal manera que parecían espejos. Sin embargo, aquellos preparativos le costó rabia y dolores de cabeza a mi madrina, ya que constantemente discutía con su nuera por la forma en la que trataba a su servidumbre. Fueron tan intensas las contiendas, que el señor Rodolfo tuvo que intervenir varias veces antes de qué a
—Estefanía, mírate en el espejo, qué hermosa te ves ¡Eres toda una mujer! —profirió con entusiasmo mi madrina. Los ojos le brillaban mientras me contemplaba vestida y maquillada. Hice lo que me pidió y me miré en el espejo. —¿Soy yo? —dije con incredulidad acercándome al espejo y girando para admirar el vestido. —Sí, mi niña, eres tú —me aseguró. Permanecí contemplándome un rato. El maquillaje que me hizo mi madrina quedó perfecto, al igual que el peinado. Me coloqué en el pelo una hermosa peineta cubierta en pedrerías de rubí, que simulaban la forma de una rosa. —Es bellísima la peineta, madrina. —Me la obsequió mi esposo; la compró en uno de sus tantos viajes y tú amas las rosas, Estefanía, no podía dejar pasar ese detalle, pero te hace falta uno más —declaró. Tomó una elegante caja de terciopelo negro y me la extendió. —¿Qué es? —Ábrelo por favor —me pidió. Al abrir la caja, mis ojos se toparon con una espléndida gargantilla de diamantes, cuyo centro resplandecía una pequeña p
La mujer estaba vestida elegante, con un traje bien elaborado de color verde esmeralda. Al estar cerca de nosotros me dedicó la típica mirada fría a la que ya estaba acostumbrada; sin embargo, aquella forma de verme no albergaba solamente intolerancia, también había odio, eso lo podía percibir cada vez qué sus ojos verdes se posaban sobre mi persona. Luego de un instante, su mal disimulado desprecio cesó y cómo pudo, esbozó una sonrisa inquieta. —Hijo —dijo—, acompáñame quiero presentarte a unas personas qué te quieren conocer —con sus ojos indicó a un grupo donde se destacaban varias damas acaudaladas de la sociedad. Adrián ergio el cuello para mirar hacia el grupo y desde lejos saludó con una sonrisa gentil mientras las damas hicieron lo mismo. —Madre, iré más tarde, en este momento no estoy de humor para hablar con otras damas —la respuesta de su hijo borró drásticamente la sonrisa de la madre. —¿Piensas hacerles un desaire a las invitadas de tu abuela o peor aún, hacérmelo a mí,
Adrián se dirigió a la pista de baile. La pieza que bailaba con Guillermo había llegado a su fin. Adrián se acercó a nosotros y con elegancia se dirigió a Guillermo: —Disculpe, ¿me permite qué baile la próxima pieza con la señorita Estefanía? Guillermo dudó en cederme, sus ojos lo dejaron en evidencia, en cambio, los míos gritaban otra cosa, hasta qué, por cuestión de etiqueta, él aceptó ceder mi mano a Adrián. Otro vals comenzó a sonar. Sentí mi corazón palpitar con furia descomunal cuando Adrián rodeó mi cintura y sitúo su cuerpo muy cerca del mío. Seguidamente, empezamos a deslizarnos por la pista, mi respiración se aceleró y en ese momento comprobé qué los milagros existían. Las dulces notas del vals creaban una magia profunda, la cual, al enlazarse con los sentimientos que Adrián despertaba en mí, simplemente llenaba el ambiente con el más poderoso hechizo qué los humanos conocíamos como amor. Desee qué la noche no acabara y se volviera eterna. Sus ojos oscuros se perdieron en mi