¡Espero les guste cada capítulo y lo disfruten, como lo disfruto yo al crearlos!
Estefanía. Los labios me temblaban, no pude emitir palabra alguna para iniciar aquel cuestionario tan incómodo con Rosa. —¿Pasa algo, niña Estefanía? —ella rompió el silencio al ver mi rostro lívido. —Deseo preguntarte algunas cosas, pero no sé cómo empezar… me da una vergüenza tremenda. Ella me miró fijamente, logrando que mis mejillas se tiñeran de rosado; sentí el calor brotar de mis venas y encenderme hasta el punto de ruborizarme exageradamente. Mi actitud me dejó al descubierto bajo los ojos hábiles de Rosa, que de pronto estalló en carcajadas. —¡Por favor Rosa has silencio, no quiero que alguien entre y nos descubra! —No te preocupes, muchacha, ya casi todos duermen y el joven Adrián está encerrado en el despacho con su padre tomando whisky y jugando cartas. La bruja de Elizabeth se encerró desde temprano. —Es bueno saberlo —sonreí. —Dime: ¿qué es lo que quieres preguntarle a esta vieja? —¡Quiero saberlo todo, Rosa! —declaré sin medirme. —¿Saber todo sobre qué? —sus ojo
Los días continuaron transcurriendo, entre arreglos, idas y venidas de pedidos qué se encargaron para el banquete. La casa grande estaba hermosa, las luces que parecían luciérnagas, colocadas en todos los jardines, los hacía lucir como páginas de un cuento de hadas. Elizabeth podría ser una mujer odiosa y arrogante, pero no sé le podía quitar que tenía un don especial para preparar festejos y decoraciones de exteriores e interiores. En las vísperas del gran baile que se celebraría a nombre del cumpleaños número 71 de mi madrina, me mantuve distante del alboroto. Los gritos de Elizabeth llegaban hasta donde yo estaba y sus insultos lograron que las esclavas limpiaran el piso de tal manera que parecían espejos. Sin embargo, aquellos preparativos le costó rabia y dolores de cabeza a mi madrina, ya que constantemente discutía con su nuera por la forma en la que trataba a su servidumbre. Fueron tan intensas las contiendas, que el señor Rodolfo tuvo que intervenir varias veces antes de qué a
—Estefanía, mírate en el espejo, qué hermosa te ves ¡Eres toda una mujer! —profirió con entusiasmo mi madrina. Los ojos le brillaban mientras me contemplaba vestida y maquillada. Hice lo que me pidió y me miré en el espejo. —¿Soy yo? —dije con incredulidad acercándome al espejo y girando para admirar el vestido. —Sí, mi niña, eres tú —me aseguró. Permanecí contemplándome un rato. El maquillaje que me hizo mi madrina quedó perfecto, al igual que el peinado. Me coloqué en el pelo una hermosa peineta cubierta en pedrerías de rubí, que simulaban la forma de una rosa. —Es bellísima la peineta, madrina. —Me la obsequió mi esposo; la compró en uno de sus tantos viajes y tú amas las rosas, Estefanía, no podía dejar pasar ese detalle, pero te hace falta uno más —declaró. Tomó una elegante caja de terciopelo negro y me la extendió. —¿Qué es? —Ábrelo por favor —me pidió. Al abrir la caja, mis ojos se toparon con una espléndida gargantilla de diamantes, cuyo centro resplandecía una pequeña p
La mujer estaba vestida elegante, con un traje bien elaborado de color verde esmeralda. Al estar cerca de nosotros me dedicó la típica mirada fría a la que ya estaba acostumbrada; sin embargo, aquella forma de verme no albergaba solamente intolerancia, también había odio, eso lo podía percibir cada vez qué sus ojos verdes se posaban sobre mi persona. Luego de un instante, su mal disimulado desprecio cesó y cómo pudo, esbozó una sonrisa inquieta. —Hijo —dijo—, acompáñame quiero presentarte a unas personas qué te quieren conocer —con sus ojos indicó a un grupo donde se destacaban varias damas acaudaladas de la sociedad. Adrián ergio el cuello para mirar hacia el grupo y desde lejos saludó con una sonrisa gentil mientras las damas hicieron lo mismo. —Madre, iré más tarde, en este momento no estoy de humor para hablar con otras damas —la respuesta de su hijo borró drásticamente la sonrisa de la madre. —¿Piensas hacerles un desaire a las invitadas de tu abuela o peor aún, hacérmelo a mí,
Adrián se dirigió a la pista de baile. La pieza que bailaba con Guillermo había llegado a su fin. Adrián se acercó a nosotros y con elegancia se dirigió a Guillermo: —Disculpe, ¿me permite qué baile la próxima pieza con la señorita Estefanía? Guillermo dudó en cederme, sus ojos lo dejaron en evidencia, en cambio, los míos gritaban otra cosa, hasta qué, por cuestión de etiqueta, él aceptó ceder mi mano a Adrián. Otro vals comenzó a sonar. Sentí mi corazón palpitar con furia descomunal cuando Adrián rodeó mi cintura y sitúo su cuerpo muy cerca del mío. Seguidamente, empezamos a deslizarnos por la pista, mi respiración se aceleró y en ese momento comprobé qué los milagros existían. Las dulces notas del vals creaban una magia profunda, la cual, al enlazarse con los sentimientos que Adrián despertaba en mí, simplemente llenaba el ambiente con el más poderoso hechizo qué los humanos conocíamos como amor. Desee qué la noche no acabara y se volviera eterna. Sus ojos oscuros se perdieron en mi
Estefanía. Todos en la casa quedamos exhaustos. Para mí, a pesar de los pequeños inconvenientes, más perfecta no pudo ser la noche. Entré en mi habitación vibrante de emoción, la felicidad que embargaba mi alma era tan grande que me impidió conciliar el sueño. Me situé frente al espejo y toqué mis labios, seguidamente cerré mis ojos para traer de nuevo el recuerdo de sus besos. Los vellos del cuerpo se me irguieron al revivir la experiencia. —Estefanía —escuché un murmullo al otro lado de la puerta. Abrí rápidamente, era Joaquina. Al verla sentí más felicidad, ella era la única persona a quien podía contarle lo sucedido. La tomé por el brazo sin pensarlo dos veces y la introduje en mi recámara. —Disculpa que venga a llamarte tan tarde, pero es que el joven Adrián me encomendó un recado —me explicó. —No me des explicaciones y déjate de formalidades conmigo, tú y yo somos hermanas —ella sonrió. —Vamos, ¿qué esperas? Recuéstate conmigo en la cama para que me cuentes mejor —le dije e
Los tres esclavos que ayudaban a Rodolfo se echaron hacia atrás, atemorizados y persignándose por no entender cómo, sin motivo aparente, se le abría la piel. Yo también quedé petrificada. Por otro lado, Rodolfo no se alejaba de su hijo, permanecía firme. —¡No se queden ahí parados, ayúdenme! —les ordenó a los criados, ellos dudaban en obedecer hasta que uno de ellos se fue acercando; sin embargo, retrocedió cuando Adrián emitió otro grito. No sé si era mi imaginación, pero cada vez que lo hacía la tormenta se mostraba más inclemente; me libré de mi inmovilidad y entré en la escena. Rodolfo, al mirarme, se alteró y me gritó: —¿Qué haces aquí, Estefanía? ¡Te ordeno que entres a la casa, este no es lugar para una señorita! —Lo siento, pero no pienso marcharme. Me quedaré hasta verificar que Adrián está bien… Nuestras voces eran gritos, la tormenta se hacía más potente; cuando creí que más feo no podía llover; la naturaleza me dejaba muy en claro que su poder no tenía límites.
Al entrar, él percibió mi presencia y sin aviso, soltó de una vez la pregunta que ya muchos en la casa me habían hecho. —Estefanía voy a hacer directo contigo, quiero hacerte una pregunta y deseo que seas sincera conmigo. —Pregunté, señor Álamos —traté de ser firmé. —¿Te estás enamorando de mi hijo? —La pregunta me dejó sin habla, Rodolfo fue demasiado directo. Él, al notar que yo no respondía, giró a verme. —Tu silencio da lugar a muchas interpretaciones —agregó luego de unos segundos, al advertir que me mantenía callada. —Discúlpeme, señor; es que fue muy directo… por favor comprenda mi pudor. —Entonces me disculpo y a la vez entiéndeme, pero la escena que presencié hace poco en el jardín me ha dejado muy preocupado. —¿Tan alarmante fue mi actuación? Únicamente bajé a ayudar —me defendí torpemente. —Sabes que tu actitud no solamente fue por ayuda. Tu ímpetu, muchacha, y lo que gritaba tu mirada me decían otra cosa —nuevamente quedé callada. Sentí tembl