Aquella noche me costó conciliar el sueño. El rostro de Adrián se paseaba por mi mente una y otra vez sin poder evitarlo, mi corazón parecía en guerra con mi cordura, él se unió con mi mente para no dejarme dormir; además, Elizabeth marcó su distancia conmigo. A pesar de que todos me felicitaron por mi interpretación en el piano, ella se dedicó a mirarme con ojos de hielo, sin despegarse en ningún momento de su esposo, como si lo estuviera protegiendo “¿Serán interpretaciones equivocadas de mi parte?” —me dije, pero era muy claro: aquella dama no demostró ni un ápice de complacencia conmigo; todo lo contrario, únicamente se limitó a dirigirme unas cuantas palabras cuando le era estrictamente necesario. Sin embargo, eso no me mortificó en absoluto, lo que sí me perturbaba es que ella era la madre del caballero que me había cautivado… Gracias a Dios la madre y el hijo tenían personalidades muy diferentes. No pude reprimir mi tristeza al comprobar que, una vez más, se había cumplido mis convicciones: la discriminación racial. Elizabeth Álamo con su actitud me lo dejó más que claro.
Comencé a sentir sueño, me tomé un té de manzanilla para estar más calmada. Me calmé y caí en un profundo sueño. Nunca fui de las personas que tuvieran pesadillas y mucho menos recordarlas, pero el que tuve esa noche por alguna extraña razón lo recordé. Al parecer la llegada de Adrián no solo me abrió la puerta del amor, sino también una ventana emergente donde se colaban sueños extraños y reveladores.
En el sueño vi una casa abandonada, entré y pude ver que en su interior; las paredes estaban en buen estado. Era una especie de cabaña. En ella sentí miedo, pero extrañamente también sentí seguridad. Continúe caminando, recorriendo la estancia hasta quedar frente a una puerta alta y ancha de un rojo cobrizo. Sin esperar la abrí para toparme con un jardín trasero que no era muy grande. Las paredes que lo delimitaban estaban casi en ruinas. Me concentré en la pared que estaba frente a mí: No era tan alta y varios ladrillos estaban deteriorados por el paso del tiempo, se podía ver a través de ellos. Fue en ese momento cuando me maravilló el descubrir unas majestuosas montañas a lo lejos. Su color, con los rayos de sol que se posaban sobre ella, la hizo parecer de terciopelo brillante. Observé numerosos halcones alzando el vuelo sobre la montaña y a su alrededor, que me embelesó, las aves eran diferentes y fascinantes, sus plumas eran de un color plateado que brillaban con el sol; ellas lucían más grandes que los halcones normales, sus alas abiertas al viento derrochando un brillo escarchado me envolvieron en una magia extraña y así permanecí durante largo tiempo hasta que desperté.
Momentos más tarde.
No quería desayunar en la misma mesa junto a la madre de Adrián, hacerlo con mi madrina era distinto, sin embargo, con toda la familia ya era otra cosa, a pesar de tener buenos modales y saberme manejar perfectamente, eso no era razón suficiente para sentirme confiada. Entré a la cocina para disipar mi incomodidad, prefería desayunar con Rosa y las otras criadas. Inicié mi plática con Rosa, ella me miró y sonrío.
—¿Qué pasó muchacha, quieres escabullirte de desayunar junto a los dueños? —me preguntó Rosa mientras batía la leche para el café; luego me sirvió un poco.
—No me siento cómoda cerca de la esposa del señor Álamo. —Rosa me miró analizando mi cara, ella siempre se daba ínfulas de tener poderes psíquicos; aunque no lo expresaba con aquellas palabras, más bien se limitaba a explicar que podía leer el futuro a través del café y la mirada, también aseguraba que podía percibir las intenciones de las personas y ver cosas que otros no podían ver.
—Flechaste a ese hombre Estefanía, a leguas se advierte que la india que es parte de ti embrujó al hombre blanco —murmuró, mientras tarareaba una canción.
—No digas tonterías —dije sonrojándome.
—Te acordarás de esta vieja. Esa dama tan estirada y de mundo se va a revolcar en su rabia cuando su amado hijo se le revele —me aseguró y sus ojos manifestaron un brillo magnético que me dio escalofrío.
—Ya basta Rosa, sabes que no me gusta cuando miras de esa manera —mi comentario le arrancó una risa socarrona y estruendosa.
Rosa llegó a la familia Álamo cuando yo tenía apenas 3 años de edad. Su llegada fue como una bendición, un ángel qué se volvería más que una simple cocinera para Ana Álamo; conoció al hijo de mi madrina dos años después, cuando él vino a pasar unos días con ella y encargarse de algunos negocios, en aquel entonces mi madrina estuvo muy enferma, gracias a Dios nunca más se enfermó así. Me sorprendió como aquel recuerdo vino a mí con tal claridad; no recordaba el rostro de Rodolfo Álamo, ni siquiera cuando mi madrina me mostró sus retratos actuales, era como si nunca lo hubiese conocido, pero hoy luego de verlo en persona, aquellas imágenes se volvieron claras, hasta los gestos y expresiones, su mirada qué no sabía definir en aquel entonces; sin embargo, ahora, luego posteriormente de los años y mi madurez, me atrevería a decir que era nostálgica. Tendría unos cinco años en aquel entonces, tal como él me lo confirmó la noche anterior. Por otro lado, según Rosa, la llegada del hijo de mi madrina fue una visita casi fantasmal, no obstante, según ella y utilizando los poderes qué Dios le dio, pudo intuir que Rodolfo Álamo llevaba un dolor grande en su alma, su vida era únicamente apariencias.
Rosa era otra madre para mí, aprendí a cocinar gracias a ella y mi madrina, sin embargo, el motivo principal para internarme en la cocina cuyo espacio era mi favorito antes de enamorarme del invernadero, era para escuchar las historias de fantasmas y espíritus que narraba Rosa. Otras niñas hijas de esclavos y yo, nos reuníamos en secreto, sin ser vistas por mi madrina, que nos reprendía por escuchar historias que luego nos espantaba el sueño. Hubo una historia, o mejor dicho, un recuerdo que se quedó en mi memoria de tal manera que aún a pesar del tiempo, lo recordaba y fue motivo de muchas pesadillas que duraron por bastante tiempo.
Era la noche de pascuas, yo contaba con 8 años para aquel entonces; recuerdo que Pedro, el hermano de Milton, se había ido de fiesta con varios amigos, ese día llegó tarde en la madrugada, los gallos aún no cantaban. Él entró en la cocina, asustado y gritando como un desquiciado, asegurando qué un demonio de grandes colmillos y ojos amarillos lo había atacado a él y a su compañera cuando regresaban; aquellos gritos me despertaron y sigilosamente bajé hasta la cocina y me escondí, desde ahí pude ver como Rosa le daba agua al desdichado, no tardó mucho en que llegara mi madrina. Ella descubrió mi escondite y notó que yo estaba muy asustada, me sacó de mi escondite entre las escaleras, y ordenó a Pedro que dejara las historias de borrachos, porque me estaba asustando. Él, en medio de su delirio, se arrodilló al piso y juró por Dios que estaba en su sano juicio, entonces mi madrina llamó a otros peones y ordenó que le echaran un baño para que se le pasara la borrachera, más atrás salió Rosa murmurando unas palabras que parecían oraciones; mi madrina me sacó de la cocina, pero mis ojos no se desprendía de Pedro, aquel muchacho que tenía apenas 19 años, tan vital y feliz, sentirlo así me perturbó profundamente. Rosa lo revisó por todos lados, eso también lo aprecié. Pedro duró varios días enfermo, después de esa madrugada con altas fiebres que lo hacían delirar, sin embargo, era en las noches que la cosa se ponía peor, el muchacho gritaba atormentado y asustado como si algún ente maligno lo acosara.
—¡No me vas a llevar! —chillaba. No sé si era producto de mi imaginación infantil, pero, podría jurar que una noche, mientras caminaba por los pasillos cerca de la cocina, escuché una risa tenebrosa, emerger de aquella habitación, donde Pedro dormía, y noches después, vi la figura de un hombre alto en mi habitación. Desperté y sentí aquella sombra contemplándome fijamente. No podía moverme, sin embargo, escuché su voz: —Estefanía, pronto serás parte de los míos, has sido elegida, llevas la marca —grité fuertemente, y mi madrina irrumpió en el cuarto para encontrarme envuelta en temblores y llanto.
—Esta situación ya está perturbándote mi niña —me dijo abrazándome.
—Sentí al hombre que acosa a Pedro —declaré asustada.
—No Estefanía, no existe tal hombre, fue solamente un sueño, ángel, estás muy nerviosa. Pedro solo está enfermo —me aseguró—. Pero para que te sientas más segura, duerme en mi habitación junto a mí esta noche —aquel ofrecimiento me calmó y logró que recuperara el sueño. Por otro lado, Pedro se fue consumiendo poco a poco. Su demonio personal adquirió nombre, gritaba que veía a Efraín Palacios, conde Dómine, el dueño del hermoso castillo de las colinas. El médico le declaró a mi madrina que Pedro había perdido el juicio, y que la supuesta joven que anduvo con él, la que Pedro juró que aquella bestia había asesinado ante sus ojos, nunca existió, nadie la conocía; para el doctor fue más fácil decir que las fiebres altas y las convulsiones le dañaron su sistema nervioso, que lo recomendable era aislarlo y quemar todas sus pertenencias para no contagiar a otros. El pobre hombre falleció en vísperas de enero, y tal cual, como lo indicó el galeno, todas sus pertenencias fueron quemadas; el cuarto lo limpiaron y colocaron sahumerios y alcanfor como si se tratase de una peste de viruela. Pedro se quedó tan delgado que solamente era piel adherida a sus huesos, era prácticamente un esqueleto envuelto en piel.
—Yo sí creo en lo que declaraba Pedro —mencionó Rosa cuando le rezaban a su cuerpo—. Vi claramente la marca del mal en su cuerpo, él vio esa criatura… ¡Fue seducido por ese súcubo maldito!
—¿Qué es un súcubo, Rosa? —Recuerdo que le pregunté.
—Eres muy niña para que hablemos de esas cosas, no las entenderías, lo único que puedo decirte es que son demonios que acechan cuando dormimos y pueden aparecer con el rostro de un hombre muy atractivo o en forma de mujer hermosa… Esa mujer de la que hablaba Pedro que estaba con él, no era una mujer, era un súcubo que se le aparecía en las noches y lo arrastró al mal, hasta matarlo —los recuerdos de mi mente se esfumaron cuando mi madrina irrumpió en la cocina.
—¿Estefanía no vas a desayunar conmigo, como siempre lo hemos hecho? —su voz sonó algo decepcionada. —Madrina, discúlpeme, ya he desayunado, quería ir más temprano a las barracas a comenzar las lecciones de los niños. —Como si no te conociera, te incomoda la presencia de Elizabeth, ¿verdad? —me interrogó con astucia. —No, madrina ¡Cómo creé! —Porque lo veo en tus ojos… Ella tampoco es santa de mi devoción, pero hay que mantener la elegancia y las buenas costumbres e ignorar, gracias a Dios mi nieto no sacó ese carácter de la madre —el recordar Adrián causó que mi corazón perdiera la calma. —Elizabeth no bajará a desayunar con nosotros, dijo qué tenía malestar y una jaqueca terrible, así que llévenle el desayuno a su habitación, la reina ha pedido ser atendida en sus aposentos —dijo con burla y sarcasmo—. Yo desayunaré con mi hijo y mi nieto, solamente faltabas tu Estefanía para que fuera perfecto ¡Qué sea la última vez que no quieras desayunar conmigo por culpa de El
Parece que le has caído de maravilla a mi nieto —declaró mi madrina, logrando que se me acelerara la respiración. —Al parecer sí —respondí algo tímida. —En el desayuno no hizo otra cosa que preguntarme por qué no te uniste a nosotros y fíjate, lo he encontrado aquí buscándote, sin embargo, fui yo quien le dijo que estabas en las barracas y no lo pensó dos veces para venir hasta dónde estás. —Aquellas declaraciones no eran simples comentarios; a través de sus palabras me di cuenta qué algo sospechaba. Es verdad que ella me conocía muy bien, podía entrar en los recovecos de mi mente sin qué yo lo notase, pero era claro qué yo también la conocía muy bien a ella. —¿Le preocupa algo, madrina? —me atreví a preguntarle. Por un momento se mantuvo en silencio, dubitativa; luego, me preguntó: —¿Qué opinas de Adrián? —Es un caballero muy amable y es diferente a su madre; se parece más al señor Rodolfo y apoya las ideas liberales al igual que usted —mis palabras la hicieron mostrar un
Esa tarde y tal cual, como lo previó mi madrina, fuimos donde la modista. Doña Leticia era una de las costureras más respetadas de la región: una mujer de mundo cuyos gustos eran exquisitos. Sus telas llegaban de París y sus obras de arte nada tenían que envidiar a los vestidos modernos de alta costura. La dama nos recibió con amabilidad, nos invitó a tomar el té mientras mi madrina le explicaba cómo quería el traje. Leticia le mostró varios bocetos: vestidos realmente hermosos de la última moda europea. Yo me limité a ver, no intervine en la conversación. No obstante, aquella idea de mi madrina me calmó. Salir de la casa me permitió respirar; después de lo que mi madrina me dijo en las barracas, sentí una presión muy grande, comprobé que sería una tortura en adelante para mí cada vez que me cruzara con Adrián en la casa grande. —¿Te has quedado sorda? —expresó mi madrina tocándome la mano. —¿Qué pasó?… disculpen —manifesté con pena. —Doña Leticia te está mostrando las telas
El resto de los días fueron una tortura para mí. Evitaba toparme con Elizabeth y Adrián. Me costaba mucho esquivar a Adrián, cuando realmente me moría de las ganas de verlo, no obstante, por el bien de mi corazón era mejor evitarlo. Más agonizante se volvía mi esfuerzo cuando lo escuchaba preguntando por mí y como mi madrina me excusaba diciendo que estaba indispuesta, aunque su excusa no era falsa realmente: tenía fuerte dolor de cabeza. Una tarde decidí escapar del exilio que yo misma me impuse, al verme Rosa bajar por la escalera, rápidamente me hizo seña de que fuera hacia ella. —¿Qué sucede? —le pregunté curiosa; ella sonrió con complicidad. —El joven Adrián ha estado muy inquieto por llevar varios días sin observarte, se ha dado sus vueltas por la cocina y por el invernadero, también —no pude disimular sentir alegría. —¿Y su madre dónde está? —quise saber, recordando la triste realidad. —Esa bruja salió desde muy temprano y que para el pueblo dijo, a buscar lo que
Estefanía. Los labios me temblaban, no pude emitir palabra alguna para iniciar aquel cuestionario tan incómodo con Rosa. —¿Pasa algo, niña Estefanía? —ella rompió el silencio al ver mi rostro lívido. —Deseo preguntarte algunas cosas, pero no sé cómo empezar… me da una vergüenza tremenda. Ella me miró fijamente, logrando que mis mejillas se tiñeran de rosado; sentí el calor brotar de mis venas y encenderme hasta el punto de ruborizarme exageradamente. Mi actitud me dejó al descubierto bajo los ojos hábiles de Rosa, que de pronto estalló en carcajadas. —¡Por favor Rosa has silencio, no quiero que alguien entre y nos descubra! —No te preocupes, muchacha, ya casi todos duermen y el joven Adrián está encerrado en el despacho con su padre tomando whisky y jugando cartas. La bruja de Elizabeth se encerró desde temprano. —Es bueno saberlo —sonreí. —Dime: ¿qué es lo que quieres preguntarle a esta vieja? —¡Quiero saberlo todo, Rosa! —declaré sin medirme. —¿Saber todo sobre qué? —sus ojo
Los días continuaron transcurriendo, entre arreglos, idas y venidas de pedidos qué se encargaron para el banquete. La casa grande estaba hermosa, las luces que parecían luciérnagas, colocadas en todos los jardines, los hacía lucir como páginas de un cuento de hadas. Elizabeth podría ser una mujer odiosa y arrogante, pero no sé le podía quitar que tenía un don especial para preparar festejos y decoraciones de exteriores e interiores. En las vísperas del gran baile que se celebraría a nombre del cumpleaños número 71 de mi madrina, me mantuve distante del alboroto. Los gritos de Elizabeth llegaban hasta donde yo estaba y sus insultos lograron que las esclavas limpiaran el piso de tal manera que parecían espejos. Sin embargo, aquellos preparativos le costó rabia y dolores de cabeza a mi madrina, ya que constantemente discutía con su nuera por la forma en la que trataba a su servidumbre. Fueron tan intensas las contiendas, que el señor Rodolfo tuvo que intervenir varias veces antes de qué a
—Estefanía, mírate en el espejo, qué hermosa te ves ¡Eres toda una mujer! —profirió con entusiasmo mi madrina. Los ojos le brillaban mientras me contemplaba vestida y maquillada. Hice lo que me pidió y me miré en el espejo. —¿Soy yo? —dije con incredulidad acercándome al espejo y girando para admirar el vestido. —Sí, mi niña, eres tú —me aseguró. Permanecí contemplándome un rato. El maquillaje que me hizo mi madrina quedó perfecto, al igual que el peinado. Me coloqué en el pelo una hermosa peineta cubierta en pedrerías de rubí, que simulaban la forma de una rosa. —Es bellísima la peineta, madrina. —Me la obsequió mi esposo; la compró en uno de sus tantos viajes y tú amas las rosas, Estefanía, no podía dejar pasar ese detalle, pero te hace falta uno más —declaró. Tomó una elegante caja de terciopelo negro y me la extendió. —¿Qué es? —Ábrelo por favor —me pidió. Al abrir la caja, mis ojos se toparon con una espléndida gargantilla de diamantes, cuyo centro resplandecía una pequeña p
La mujer estaba vestida elegante, con un traje bien elaborado de color verde esmeralda. Al estar cerca de nosotros me dedicó la típica mirada fría a la que ya estaba acostumbrada; sin embargo, aquella forma de verme no albergaba solamente intolerancia, también había odio, eso lo podía percibir cada vez qué sus ojos verdes se posaban sobre mi persona. Luego de un instante, su mal disimulado desprecio cesó y cómo pudo, esbozó una sonrisa inquieta. —Hijo —dijo—, acompáñame quiero presentarte a unas personas qué te quieren conocer —con sus ojos indicó a un grupo donde se destacaban varias damas acaudaladas de la sociedad. Adrián ergio el cuello para mirar hacia el grupo y desde lejos saludó con una sonrisa gentil mientras las damas hicieron lo mismo. —Madre, iré más tarde, en este momento no estoy de humor para hablar con otras damas —la respuesta de su hijo borró drásticamente la sonrisa de la madre. —¿Piensas hacerles un desaire a las invitadas de tu abuela o peor aún, hacérmelo a mí,