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Capítulo 2 | Confesión de amor.

Lanzó un suspiro de frustración. Se raspó las piernas con las uñas de sus dedos, no podía creerse lo que había sucedido en la sala de conferencias. Era lo que más quería y al mismo tiempo, lo que menos quería. ¿Por qué no pudo quedarse tranquila con su puesto? Al menos todavía podría estar ahí.

Una hora. Estuvo ahí una hora, explicando todo y salió fenomenal. Consiguió que los proveedores firmen con ellos la compra de las telas a un precio de suerte. Muchos dirían que había logrado lo imposible, que acababa de hacer algo extraordinario. Y sí, lo logró. 

Pero le iba a costar un intercambio. Su jefe iba a mandarla a los nuevos puntos de venta que querían abrir en Francia. Ella sería la encargada por completo, con un sueldazo. Estaba subiendo un peldaño enorme en su carrera como financista. Aun así, su corazón se oprimía a cada instante que se imaginaba estando fuera del alcance de Aless. No podía creerse que estaba siquiera considerando rechazar tremenda oportunidad, pero las lágrimas que se formaron en sus ojos reflejaron lo contrario.

Un sollozo se le escapó de entre sus labios. Los cubrió con su mano, cerrando los ojos con fuerza. 

—¿Por Dios, ¿qué haré? Si me quedo aquí, estaré estancada... Pero si me voy, lo extrañaré tanto que moriré de dolor —Estaba poniendo en balanza sus ventajas y desventajas. Solo que nada le quitaba de la cabeza el hecho de que estaría lejos del amor de su vida, de su todo. De la persona que le ocupaba la mente día y noche, el responsable de que se despierte tan temprano en la mañana y corriera como loca al trabajo para verlo descender de su vehículo y justo ahí meterse en el ascensor junto a él, compartir el mismo espacio durante unos segundos. El aire siempre se le quedaba atascado en los pulmones, sus ojos quietos con miedo de mirarlo devuelta y que le vea en los ojos el amor que sentía. Las manos agarrando firmemente el borde de si falda, clavándose las uñas en el muslo. Los hombros rectos y firmes tratando de ocultar su hiperventilación. Rogando al cielo que su corazón no lata tan fuerte, que no sintiera la fuerza de sus pensamientos vueltos locos por él... Solamente por él. Sabía que era un hombre prohibido, que no debía esperar nada, jamás coquetearle, ni tener pensamientos indebidos.

Pero desde el día que entró a ese edificio, los tenía.

—Lo amo tanto que me quema —susurró, cubriéndose el rostro con las manos. Quería hacer un hueco en el suelo y desaparecer hasta hacerse pequeñita.

Segundos después, una idea se le ocurrió. Era una idea loca, estúpida y que tiraba por la borda todo el autocontrol que había tenido en todos estos años. Pero ya no podía más con esto. Si no iba, él le preguntaría porqué. Y eso no podía decírselo mirándole a los ojos, porque de lo contrario... de lo contrario todo saldría de su corazón. No iba a poder mentirle. Tenía que huir de ahí. Se estaba ahogando del dolor en el silencio sepulcral.

Busco entre sus cajones pluma y papel, colocó el trozo de papel rosado en su escritorio. Sujetó el bolígrafo entre sus dedos temblorosos, y comenzó a escribirle otra carta. Llevaba un año escribiéndole cartas, expresando toda clase de cosas: su día, su vida, sus sentimientos por él, lo que le causaba a sus emociones... Todo lo que sentía y vivía, se lo decía en una nota semanal que dejaba justamente después de que él salía a almorzar, justo cuando sus compañeras ya no estaban rondando. No habría retorno luego de enviarlo. ¿Qué más daba? Su corazón le pedía liberación.

Simplemente quería desahogarse. Y comenzó a escribir con la tinta negra, en una letra irregular:

«Hola. Espero que estés bien, sé que han pasado apenas unos días desde mi última carta, pero no puedo guardarme esto que tengo. ¿Recuerdas mi primera carta? Sí, después de que la colección fue un total éxito. Te miré en la distancia leerla, sonreír y luego tirarla en algún lugar. Me sentí muy triste, pero mientras pudiera verte, nada me importaba. A pesar de que sé que jamás podría ser nada para ti, y que tú no me amarías como a ella... Aun así, seguí escribiéndote. Te amo tanto que nada me detiene de poder amarte cada día de mi vida. Ahora, parece que jamás volveré a verte. ¿Sabes? No me importaría dejar ir esa oportunidad. No me importaría nada con tal de mirarte a la distancia, saber que estás bien. Escuchar tu voz, mirar tu sonrisa, esa que es tan difícil de lograr que salga a relucir. Eres pura perfección, llenas mi retina con tu luz propia, ¿tiene sentido?

Te amo con locura, te deseo con premura, ¡carajo, si no sé lo inverosímil que suena mi amor!

No creo poder irme, porque me moriría del dolor al estar lejos. Pero tampoco creo quedarme, porque moriría de verte casarte con Natasha. Muero lentamente de saber que jamás serás para mí, que serás de otra mujer. Que jamás vas a mirarme como a ninguna de ellas, porque no soy como ellas. El amor que te tengo no habrá importado, porque es algo tan minúsculo en un universo tan descomunal. Mientras tanto, mi amor por ti seguirá y seguirá... Probablemente hasta el fin de los tiempos. Ya sé, qué cursi. Pero te tengo algo mejor, voy a revelarte quién soy. Porque después de esto, me iré y ya nada habrá importado. Las cartas, los años a tu lado, la paciencia, la espera, las esperanzas e ilusiones mías. 

No se podría comparar nunca con esas mujeres bellas y exóticas que desfilan por tu lado.

Soy Thalía. Tu enamorada secreta. Já. A estas alturas, hasta un ciego se habría dado cuenta, ¿verdad? Te regalo este anillo, era el anillo que mi padre le dio a mi mamá cuando se casaron. Es el anillo familiar; se supone que era para su hijo... Pero tuvieron una hija. Y esta hija no piensa casarse con nadie más que contigo. Todos los días vine aquí con la idea de en algún momento proponerme; ya sé, es una estupidez. Solo fue un sueño que se ha evaporado, porque en unas semanas estarás desposando a otra. Y yo estaré aquí, sufriendo como nadie, con siempre las palabras en mis labios, las que quise decirte día tras día.

Querido jefe, cásate conmigo.

Tuya,

Thalía Montenegro. 

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Thalía no podía encontrar el momento perfecto en el cual poder dejar la carta en el escritorio de Alessandro. Claro, ella tenía todo el derecho de entrar, ¿no? Pero cuando sabía que lo que haría estaba muy mal, la cosa se sentía diferente. Para empezar, su corazón no dejaba de latirle como loco, estaba asustada. Si miraba a los ojos a alguien probablemente le revelaría su plan. Así que todo el día estuvo concentrada en su trabajo, esperando el momento perfecto.

Y en la hora de comida, pareció como si el sol hubiera brillado más alto de lo normal, como si las aves cantaran para ella. Vio salir a su última compañera, Samantha, y solo ahí se levantó para observar a los lados del pasillo:

Vacío. Estaba a punto de correr hacia la oficina de su jefe, cuando Della salió del baño. Era una chica de ascendencia asiática, muy bonita, de piel clara y cabello negro azabache, bastante linda pero reservada.

—Oh, Thalía. ¿Todavía aquí? Iré a la cafetería de la avenida, ¿quieres venir conmigo? —Siempre la invitaba a comer, con una sonrisa tan radiante. Ella tenía un puesto más bajo, pero aun así sabía que Thalía estaba casi en la quiebra, por lo que solía invitarla con regularidad.

Le dedicó una sonrisa amable, pero con una mirada de disculpa.

—Lo siento, tengo mucho trabajo. ¿Quizás mañana? Traeré rollitos, sé que mañana es tu cumpleaños. 

Della le dio una palmada en el hombro con cariño.

—Está bien, pero te traeré un bocadillo. Trabajas demasiado, Lía. ¡Annyeong!

La despidió con la mano, y observo que tomara el ascensor antes de poder respirar mejor.

Mordió su labio inferior con nervios, y se acercó lentamente al despacho de Aless. Al empujar la puerta, casi esperaba que salieran unos guardias de seguridad, o que la alarma sonara, pero no hubo nada. Respiro hondo y se tranquilizó. Cerró con cuidado, tratando de ignorar la foto de Natasha, la prometida del señor Belikov. Siempre le había parecido muy callada, nada amigable y hasta fría.

Olió el lugar, aún impregnado con el perfume de él. Ese era el perfume que diseñó junto a su padre, Gregorovich Belikov. Tenía un toque de frambuesa, la fruta preferida de su jefe, y canela, el aditamento favorito de su padre.

Incluso aprovechó el momento para sentarse en la silla presidencial, tan cómoda como se la había imaginado cientos de veces. Siempre había deseado hacerlo, para tener el sentimiento de acercamiento a él, más allá de las reuniones de negocios, saberse su tipo de sangre o su número de seguridad social de memoria. Algo que tenía totalmente que ver con el trabajo de asistente, no con su amor platónico, como conocer a qué era alérgico y el café que le gustaba.

Suspiró. Todavía podía arrepentirse de la locura que iba a cometer en ese momento. Pero recordaba a su abuela decirle "es mejor arrepentirse de lo que hiciste, que de lo que no. Vida solo una, mijita chula".

Con el alma pendiendo de un hilo, dejo la carta encima del teclado del computador, sabiendo que sería lo primero que él vería. Sin poder echarse para atrás, salió de allí y corrió a su lugar.

Y entonces espero pacientemente a que su jefe llegara, para que vea su carta y ella pueda largarse con el corazón hecho pedazos, pero siéndole sincera, al fin y al cabo. Eso la mantendría libre de pecado, ¿no?

A veces así era el amor. Como unos bonitos gatitos bebés que te dan una enorme felicidad, pero al mismo tiempo, sus garras te pueden hacer daño y sangrar... Al igual que todo en la vida.

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