LXXXVII Prisionero

El suave goteo del suero era como el tic tac de un reloj. Anya había llegado corriendo por los pasillos del hospital, igual que entonces, sólo que más rápido sin Ingen a cuestas; igual que entonces, pero sin Tomken.

—¿Por qué me haces esto, Vlad? —se lamentaba, con la cabeza apoyada sobre la fría mano de su hijo.

Él dormía profundamente. Tenía la cabeza vendada, oscuros moretones le enmarcaban los ojos y la palidez del labio partido angustiaba su corazón de madre, que tantos golpes había recibido ya.

¿Qué sería lo primero que él le diría al despertar?

—¡Oh, por Dios! Es un milagro, al fin mi hijo despierta. Cariño, Vlad…

El muchacho se esforzó por levantar los párpados, que parecían pesar toneladas. Sus ojos se movieron hacia arriba, luego a la izquierda, a la derecha y finalmente hacia ella.

—¿Quién… es… usted?

No soportaría a

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