LXXXVI Una vez más

Por entre los frondosos árboles, una silueta se vislumbró, veloz como un rayo. Corría rápido, corría para salvar su vida. Sus finas patas de ciervo tenían la agilidad del viento y con él se enfilaba hacia un lugar seguro. Al brincar por sobre un fino arroyo, no aterrizó sobre sus cuatro patas, sino sobre dos, y sus resoplidos ahora eran la jadeante respiración de una muchacha. 

Tras ella iba Vlad el cazador, imparable, ineludible, implacable e irresistible.

—¡Cervatillo Sam, es hora de follar! —vociferaba sin vergüenza alguna en la impunidad de la espesura.

La escurridiza presa ahogó un gemido mordiendo su labio. Volvió a correr, con el corazón retumbándole en los oídos.

—¡Mientras más huyas, más duro te daré cuando te agarre!

Las piernas de Sam no se veían de lo rápido que iba, ya volaba por entre los árboles y arbustos. Un tronco caído se interpuso en su camino. Estaba hueco y ella

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