Capítulo 5

RICHARD

—¡Impresionante! —dijo eufórica, la rubia que llevé a mi apartamento. ¿Su nombre? Ni idea.

Necesitaba sacarme a Lilian de la cabeza. Porque, a pesar de lo desastrosa que fue la noche anterior, no dejaba de escuchar sus gemidos, de recordar cómo se sentía su piel, de aquel exuberante deseo que encendía en mí solo con mirarme. Entonces fui al Seven, me senté en mi mesa y esperé… Ninguna de las que entró al club esa noche me hizo sentir como ella. Ninguna era ella.

Me da vergüenza admitirlo, pero elegí a la rubia haciendo De Tin Marín. Era sexy, muy sexy. Llevaba un vestido negro, ceñido al cuerpo, que le marcaba un trasero perfecto y enormes pechos. Era una delicia a la vista y una más intensa al tacto.

La desnudé en la sala y la follé sobre el sofá al menos dos veces. La primera no fue suficiente para alejar los fantasmas de la castaña de piernas kilométricas. Y la segunda, tampoco funcionó mucho, pero no iba a despreciar un buen revolcón.  

Despedí a Cindy —Supe  su nombre porque lo anotó junto a su número en un post-it, que luego boté. Porque yo no repetía con ninguna. Era una regla que me mantenía protegido del famoso y renombrado amor— y luego me di una ducha larga, muy larga.

¿Qué hacía Lilian metida en mis pensamientos? ¿Por qué me acompañaba en la ducha, en la cama… y en cada jodido lugar? No tenía intenciones de responder a aquellas preguntas. Pero, de igual forma, me hice la paja más ardiente de mi vida pensando en ella y en su sexo estrecho.

—¿Cómo está la princesa más bella del mundo entero?

—Hola, tito. Te extraño mucho. ¿Cuándo vas a venir a verme?

—Pronto, Rebeca. Yo también te extraño muchísimo. ¿Está tu mami por ahí? —La pequeña Rebeca es mi sobrina consentida, tenía cinco años para ese momento y era la única que iluminaba mi vida.

—¡Richard! ¿Recordaste que tienes hermana? —Reclamó Raiza.

—Lo siento, he tenido algunos líos. ¿Cómo está todo por casa?

—En otras palabras, ¿cómo está mamá? Sigue disgustada contigo, Rich. Tienes que arreglarlo antes del cumpleaños de Rebeca —Su voz sonaba cansada y triste. Había jodido mi relación con mi madre y no encontraba la forma de arreglarlo sin hacerle más daño. Ese era el precio que pagaba por mis errores.  Extrañaba mucho a mi familia y  la exquisita sazón puertorriqueña de mi madre.

—Tengo que irme. Nos vemos pronto, piojosa —dije, con intención. Sabía lo mucho que odiaba mi hermana el apodo que se ganó en la escuela por tener aquellos animalitos en la cabeza.  

—Richard Tercero Hernández. Si vuelves a llamar así, publicaré en I*******m la foto más vergonzosa que encuentre de ti.

—Tienes un humor de perros. ¿Será que necesitas sexo?

—¡Oh mi Dios! Madura Richard, tienes treinta y cinco años y canas en la cabeza.  

—Al menos no tengo piojos.

—¡Te odio! —gritó, antes de colgar la llamada. Hablar con mi hermana era muy divertido. Disfrutaba haciéndola enojar.  

Salí de mi habitación, usando mi uniforme de piloto. Al cerrar la puerta de mi apartamento, no hubo nadie que me despidiera o me sirviera una taza de café. Dormía solo, amanecía solo. Pero me gustaba mi independencia y no tener que lidiar con sentimientos ni responsabilidades, más allá de las mías. No valía la pena intentarlo de nuevo si ya había fracasado y de una forma humillante.

Traté de ocupar mis pensamientos en otra cosa que no fuese aquella historia patética y terminé pensando en quien no debía, sí en ella. Fue inevitable, subirme a ese ascensor desencadenaba una tormenta en mi cuerpo. De seguir así, no tendría más opción que tomar las escaleras. Aunque no quería hacerlo, eran diez pisos. ¡Diez!

Subí a mi deportivo y conduje hasta el aeropuerto J.F. Keneddy, escuchando Vivir mi Vida de Marc Antony.  Había canciones de él que no podía escuchar, por su alto contenido romántico, pero esa me gustaba.

—Arriba las manos —Apunté mi dedo sobre la espalda ancha de un  moreno—. Charles Jones, está detenido. Sus cargos son: aburrimiento y falta de sexo.

Charles se giró, empuñó su mano derecha, la acercó mi cabeza y le dio dos golpecitos. 

—Como lo pensé, esta cabeza está hueca —bromeó.

—¿Estás bromeando? ¡No lo puedo creer! Creo que finalmente te estoy influenciando un poco. Falta subir como diez peldaños, pero está bien. Uno a la vez.

—No estaba bromeando —replicó el muy bastardo. Aquel idiota era mi amigo desde hacía unos diez años y no había encontrado la forma de hacer que se divirtiera. Solo le faltaba la sotana para legalizar su celibato. Algunas veces pensé que era gay, pero tampoco se trataba de eso.

 Caminamos juntos hasta el terminal cuatro, la parada de Charles. Me despedí del clérigo con una palmada en la espalda y seguí mi camino hasta el terminal seis.  

Subí al avión y entré enseguida a la cabina, no acostumbraba a saludar a la tripulación como lo hacía Charles. Por eso me gané la fama de petulante y no me importaba, no estaba ahí para hacer amigos. 

—Buenos días, Saravia —saludé al copiloto, debía hacerlo. Aunque odiaba al tipo. Era egocéntrico, irritante y su perfume olía a pachulí mezclado con m****a. La combinación perfecta para un desastre.

—Capitán —respondió, con sarcasmo.

Iniciamos la preparación en cabina antes del despegue, que incluía: acomodar la cabina para el vuelo, desbloquear los controles y dispositivos de mando y comprobar que los indicadores, marcadores, fusibles, funcionan correctamente y están en servicio. Autoricé el abordaje, cuando todo estuvo verificado.    

—Cabina asegurada —indicó la  azafata. Reconocí esa voz enseguida. Cómo no iba a hacerlo, la escuchaba hasta en mis sueños.  

Miré por encima de mi hombro en un movimiento rápido, lo suficiente para comprobar que no estaba alucinando. Y luego seguí el protocolo, como si me importara muy poco que ella estuviera ahí. Aunque era todo lo contrario. No podía creer que Lilian trabajara en Royal y nunca la había visto. Quizás era nueva —me quise convencer—. Pero no podía ser nueva si se había encargado de dar el aviso. Fui un jodido estúpido.

Siete horas más tarde estábamos aterrizando en Madrid. Jamás había tenido prisa por llegar  a un aeropuerto como esa tarde. Había trazado un plan por si me volvía a cruzar a Lilian en mi camino: huir por la derecha. Pero, ahí estuve yo, buscando lo que no se me había perdido… Y lo encontré.

—Lilian —La llamé. Estaba sola en el pasillo de primera clase, terminando de hacer su trabajo.

—¿Dígame, capitán? —preguntó con frialdad.   

—No finjas que no me conoces, Lilian —Le pedí, dando un paso al frente. Su aroma lo llenaba todo, olía a chocolate y flores. Me quería bañar en su olor y hundirme en su sexo húmedo.

—Pensé que era usted el que fingía. He trabajado en más de cinco vuelos con usted y nunca me había notado —Odiaba que me hablara de usted. Y lamenté también no haberla reconocido antes. Ella supo desde el principio quien era yo… Fui un idiota. 

—Disculpa, tú sabes que no soy el piloto más cordial de Royal Airlines —bromeé, tratando de quitarle hierro a la conversación. Su gesto no había cambiado, ni se inmutó. Era una buena actriz o no tenía corazón. Me incliné más por la primera opción.

—He escuchado muchas cosas de usted y su famosa regla de una sola noche, sin repeticiones —masculló con rencor, dejando a un lado su papel de mujer de hielo sin sentimientos.

—Pero tú puedes ser la excepción —Sugerí. Sus ojos apenas hicieron contacto conmigo, y no me gustó lo que dijeron. ¿Qué iba mal con ella?

—No me quedaron ganas de repetir —Estaba mintiendo en mi jodida cara. Se le notaba en los poros que quería repetir y muchas veces. Estaba enojado, yo no debería tener que rogarle, ella fue quien arruinó una alfombra de mil dólares.

—Te haces la dura, Alessandra, y eso me pone tanto —dije con la voz ronca y la polla latiéndome en los pantalones.

—Espero que tengas suerte esta noche o te tocará recurrir a  una de tus dos palmas. 

—No se trata de suerte, muñeca. No la necesito —Y con eso concluí. Me bajé del avión y pedí un taxi al hotel, nos quedaríamos en Madrid por esa noche.  

Estaba enojado, muy enojado. Ninguna mujer me había dicho no, y mucho menos después de haber follado conmigo. ¿Qué carajos le pasaba a esa mujer?, me pregunté, cabreadísimo.

Mientras esperaba las llaves de mi habitación, en la recepción del hotel, percibí el aroma de la mujer que me había hecho empalmar en pleno pasillo del avión. Justamente tenía que ir a ese hotel. No me lo podía creer.

—¿Me estás persiguiendo? —murmuré. Estaba parada a mi lado para cuando abrí la boca. Decir algo antes solo me habría puesto en evidencia.

—Sí. Monté una persecución y te seguí —soltó con ironía.

La recepcionista me entregó las llaves, las tomé y me largué de ahí. Si ella quería jugar, jugaríamos, pero con mis reglas.

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