El que pierde

º|ºSamanthaº|º

Mis manos apenas disimulan un temblor mientras sostengo el arma. Aunque mi interior se revuelve en un torbellino de miedo y ansiedad, mi exterior debe proyectar firmeza y decisión. No puedo dejar que él vea que me cago de miedo con esto en mi mano. 

La pistola, un objeto tan ajeno en mis manos, se siente a la vez pesada y peligrosamente liviana, de alguna manera me da poder, pero no se siente muy bien la sensación. Nunca había tenido que usar una, y mi conocimiento sobre ellas se limita a lo que he visto en películas y leído en libros. Me tortura no saber si tiene el seguro puesto o incluso cómo verificarlo. Pero no puedo mostrar ninguna duda; mi vida podría depender de ello. Mi libertad, porque este hombre realmente creía que podría retenerme aquí.

Piero me observa con una tranquilidad desconcertante. ¿Cómo puede mantenerse tan sereno con un arma apuntándole directamente?

Mi corazón late con fuerza en mi pecho, y cada latido parece retumbar en mis oídos.

Mi mente corre frenéticamente, buscando una salida, un plan, algo. Pero no hay nada, solo la fría realidad de que estoy atrapada en este juego mortal con un hombre que parece disfrutar cada segundo de mi desesperación.

Su mirada es un enigma, un laberinto de oscuridad. Cada paso que da hacia mí me hace retroceder instintivamente. Hay una peligrosa chispa en sus ojos, una que habla de cosas que ni siquiera quiero imaginar. Pero sé que no puedo permitirme retroceder eternamente.

Entonces, veo su mano moverse, un destello de intención que apenas capto. Reacciono instintivamente, golpeando con el cuchillo, pero es inútil, lo herí y eso no hizo que él se detuviera, quería el arma y estaba muy decidido a tomarla.

 Piero es rápido, mucho más de lo que esperaba. Él intenta desarmarme, y en ese momento crítico, tomo una decisión impulsiva y desesperada. Giro el arma y la apunto hacia mi propia cabeza.

"Si no puedo ser libre, él no ganará", pienso, con una mezcla de miedo y desafío, aunque sé que soy incapaz de hacerme daño.

Piero se congela, y por primera vez, veo una chispa de algo que podría ser sorpresa, tal vez incluso preocupación, en sus ojos.

La sangre mana de su brazo, por el corte que antes le hice con el cuchillo, pero él parece indiferente al dolor.

—No sabes lo que haces, Samantha —dice con una voz baja y controlada, un tono que habla de peligro y poder. Intenta hacerme ver que a pesar de que tengo el arma, aun él tiene el control. Y puede que sea así.

—Quizás no —respondo, sintiendo cómo mi voz tiembla a pesar de mis esfuerzos—, pero no me convertiré en tu prisionera.

La pregunta se repite una y otra vez en mi cabeza, como un eco incesante: ¿qué hago ahora? Piero se mantiene inmóvil, como si estuviera contemplando una obra de arte exótica, algo que despierta su interés pero que no comprende del todo. La tensión en la habitación es palpable, yo seguía sin saber qué otra cosa hacer.

—¿Qué quieres de mí? —mi voz sale más firme de lo que me siento.

—Eres mía ahora —responde Piero, con una certeza que me hiela la sangre.

Rechazo esa idea con cada fibra de mi ser. Presiono la pistola contra mi sien, en un intento desesperado de mantener el control de la situación.

Piero observa, sus ojos no ocultan su fascinación.

Con las manos aún en alto, propone un trato.

—No puedes proponer nada, porque lo que quieres no te lo daré.

—¿Asumes que sabes lo que quiero? —Su voz es tranquila, pero sé que no puedo confiar en él. No sé nada de él, de sus intenciones, de sus planes. Pero hay algo que sé con certeza: no soy parte de ellos.

—A mí. Y no estoy dispuesta a ceder.

—¿Eso significa que no hay trato?

—Puede ser…—presiono más la pistola y él separa sus labios.

—No eres capaz de hacerte daño —dice con seguridad.

Tiene razón, no puedo herirme, pero a él... sí, si eso significa escapar. Estoy atrapada en su mundo, un mundo donde él dicta las reglas y yo acabo de salir de un mundo así, me niego a entrar en otro. Acabo de escapar, no me apetece estar de nuevo en una jaula de otro, de esas ya las conozco.

De repente, Piero toca su herida, su mano se llena de sangre y yo veo como corre por sus dedos, no creí que fuera tan profunda, pero empleé fuerza en el cuchillo para poder penetrarlo, y en ese breve momento de distracción, él ataca.

¡Maldición!

¡Me distraje!

Con una rapidez que no esperaba, se lanza sobre mí. El arma se escapa de mis manos y cae al suelo. Intento correr hacia ella, pero él me agarra, me sujeta con fuerza. Con un movimiento desesperado, golpeo su cara con mi codo y me lanzo hacia la pistola. Antes de que pueda alcanzarla, él tira de mi pierna, arrastrándome hacia él. Lo pateo, y él gruñe de dolor.

Gateo hacia el arma y, por un segundo, pienso que tengo una oportunidad. Mis dedos rozan el metal frío de la pistola, pero Piero ya está sobre mí. Mi nerviosismo me traiciona; aprieto el gatillo y un disparo se pierde en la pared.

El sonido es ensordecedor, un eco retumbante que llena la habitación y me deja aturdida.

De repente, la habitación se inunda de hombres armados, todos apuntando hacia mí. El arma se desliza de mis manos temblorosas y cae al suelo con un golpe sordo.

He perdido.

Piero se levanta, su herida aun sangrando, pero su expresión no muestra dolor, solo una especie de admiración retorcida.

Me observa, y aunque estoy en el suelo, derrotada y desarmada, hay algo en su mirada que no es triunfo. Es algo más complejo, más oscuro.

Me levanto lentamente, mi cuerpo aún vibra con la adrenalina del enfrentamiento. Piero da un paso hacia mí, pero no para atacar. Es un movimiento cauteloso, casi como si temiera espantarme. Realmente estoy asustada. Y todas esas armas siguen apuntando hacia mí.

—No has ganado, Piero —digo con voz ronca, tratando de recuperar algo de dignidad. Ahora que estoy sin el arma me doy cuenta de que nunca tuve oportunidad, pero me hace sentir mejor pensar que sí.

—Quizás no —responde él, una sonrisa torcida adornando su rostro—, pero tampoco has perdido, Samantha. Este juego acaba de empezar.

El aire en la habitación es espeso, cargado con la tensión de lo que acaba de ocurrir. Exhausta, me siento en el suelo, sintiendo la frialdad de las baldosas a través de mi ropa. Piero se acerca, su paso firme y decidido. Cada movimiento suyo emana una confianza y poder que me hacen sentir aún más pequeña, más vulnerable.

Con una mano firme, toma la mía y me levanta del suelo. La presión de su agarre es un recordatorio claro de mi situación. Estoy derrotada, pero no me atrevo a admitirlo en voz alta. Alguien le pasa el arma, y mi cuerpo se tensa como un arco. Cada parte de mí está lista para saltar, para correr, aunque sepa que es inútil.

—No había necesidad de tanto alboroto si solo querías hablar —dice Piero con una calma que contradice el caos de la habitación.

Mi voz, aunque temblorosa, conserva un vestigio de desafío.

—No quiero hablar. Solo quiero irme de aquí. Continuar mi vida sin que te interpongas. Hasta hace solo un par de horas solo era una turista más, ahora me siento como si debo huir de aquí.

—Dejaste de ser una turista más desde que te vi esa noche.

—¿Y qué debía hacer? ¿Abrirte las piernas solo porque lucías interesante? ¿Quieres decir que el no hacerte caso fue lo que me trajo aquí?

—Yo te traje aquí y lo haré las veces que hagan falta, sobre todo si vas a dar este tipo de pelea, este tipo de espectáculo. Mira que desarmarme… no sé si tienes ovarios o cojones, pero pretendo comprobarlo—una mano suya pretende tocarme, pero yo me sacudo y le golpeo, pero él sonríe, aunque ahora deja su mano quieta.

—No tendrás el placer de comprobar nada. Imbécil.

Piero me observa un momento, como si estuviera considerando mis palabras. Luego, con un movimiento que no esperaba, sujeta mi rostro entre sus manos. Su tacto es sorprendentemente suave, una contradicción con todo lo que él representa. Mi respiración se acelera, no solo por el miedo, sino también por la extraña sensación que despierta su cercanía.

—Te dejaré ir —susurra, y por un instante, el alivio se mezcla con la incredulidad.

Me arrastra fuera de la habitación, cada paso resonando en el pasillo silencioso. Los hombres que nos siguen se mantienen a una distancia respetuosa, pero sus presencias son un recordatorio constante de que aún no estoy libre.

Finalmente, llegamos a las enormes puertas de la mansión.

Con un empujón suave pero firme, Piero me libera a la oscuridad de la noche.

—¿M-Me voy? —¿Tan solo así?

—Nos volveremos a ver, Samantha —dice su voz desde la sombra—. Mientras estés en Milán, eres mía. Por ahora, consideremos esto un empate.

¡Estoy fuera! ¡Soy libre!

No tengo que pensármelo dos veces. Corro por mi vida, mis pasos resonando en la calle desierta. La mansión Corsini y su dueño desaparecen en la oscuridad detrás de mí. Mis pulmones arden por el esfuerzo, pero no me detengo hasta que alcanzo una calle iluminada y detengo un taxi. Ni siquiera sé cuánto corrí.

Doy al conductor la dirección de mi hotel y me hundo en el asiento trasero.

Mientras el taxi se aleja, cierro los ojos, permitiendo que las lágrimas fluyan libremente.

Lloro por el miedo, la frustración y la ira que se acumulan dentro de mí.

Lloro por la sensación de impotencia y por la pequeña victoria de haber escapado.

Pero más que nada, lloro porque sé, en lo más profundo de mi ser, que esto no ha terminado. Piero Corsini ha marcado esta noche como el inicio de un juego oscuro y peligroso, y yo, voluntaria o no, soy ahora una jugadora en él.

No puedo caer en sus garras otra vez, porque no sé si me dejará escapar.

Corría peligro a su lado, su obsesión evitaba mi libertad.

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