Villa Carbone – Habitación principal – Noche de bodas.El portón de hierro se cerró tras ellos con un chirrido metálico y definitivo. La mansión Carbone estaba envuelta en un silencio sepulcral, como si incluso las paredes supieran que aquello no era una celebración. Vittorio caminaba delante, el rostro endurecido, los pasos firmes como martillazos contra el mármol del pasillo. Sofía lo seguía sin decir una palabra, con el vestido blanco ahora desarreglado, y una expresión fría que contrastaba con la sonrisa falsa que había sostenido durante toda la ceremonia.Al llegar a la habitación, Vittorio abrió la puerta con brusquedad. Entró sin esperar y se quitó el saco del traje, lanzándolo sobre una silla. Sofía lo observó desde el marco de la puerta durante unos segundos antes de cerrar con suavidad. Entonces, rompió el silencio.—No me mires así —dijo con voz tranquila, como si el desdén estuviera ya programado en sus labios—. No tienes que fingir conmigo.Vittorio la miró por encima del
Palermo, nueva mansión de los Carbone – Tarde cálida de primavera.Cristian ajustó el cuello de su chaqueta frente al espejo del baño de un restaurante cercano al centro de Palermo. Había recibido la llamada de Vittorio esa mañana, inesperada, urgente, cargada de una extraña ternura disfrazada de firmeza."Te quiero a mi lado", había dicho su voz al otro lado de la línea. "Como mi aliado. Como alguien en quien confío más que en nadie."Y Cristian, aunque dolido, aún herido por las semanas de distancia y la cruel noticia del matrimonio, no había podido negarse. Lo amaba, aunque lo destrozara.La puerta de la mansión se abrió con un leve rechinido. Cristian entró, observando el mármol reluciente, los pasillos silenciosos y la nueva vida lujosa a la que Vittorio había sido arrastrado. En la sala principal, una chimenea encendida ardía sin necesidad, y Vittorio estaba de pie frente a ella, con las manos en los bolsillos, esperándolo.Al voltear, sus ojos se encendieron con una mezcla de a
Sótano de la Mansión CarboneMedianoche. Luces frías. Silencio pesado. El eco de las botas retumba como una sentencia.Las puertas del gran salón subterráneo se abrieron con un crujido seco. Dos hombres arrastraban a Vittorio, que aún sangraba de la ceja, forcejeando como una fiera acorralada. Lo tiraron de rodillas ante una gran silla de respaldo alto. En ella, Juan Carlos Carbone los esperaba con el rostro oscuro, los ojos hundidos por la decepción y la furia.A un lado, otros hombres traían a Cristian, golpeado, con la camisa rota y las muñecas atadas. Fue empujado con brutalidad y cayó cerca de Vittorio, jadeando.—¡No lo toquen! ¡Basta! —gritó Vittorio, tratando de ponerse de pie, pero los guardias lo aplastaron de nuevo al suelo.—¡Silencio! —bramó Juan Carlos—. ¡Silencio, Vittorio! ¡Has cruzado una línea que jamás debiste tocar!—Padre… —Vittorio alzó la cabeza, con la voz quebrada—. Si tienes que castigar a alguien, hazlo conmigo. Pero no con él. Cristian no es culpable de nad
Días después de la separaciónMansión Carbone – 2:37 a.m.La mansión estaba en silencio. El aire olía a cigarro, a licor añejo y a rabia. Vittorio estaba en el despacho, con la camisa desabotonada, el rostro desencajado y los nudillos ensangrentados de golpear las paredes.El vaso de whisky cayó contra la alfombra por tercera vez esa noche. Apenas pestañeaba. Su mirada se perdía entre las sombras y la botella que no paraba de vaciar. La ausencia de Cristian era un vacío que devoraba todo. Era un cuchillo bajo las costillas que no dejaba de girar.Golpeó el escritorio.Una vez. Otra. Otra.—¡Maldito seas, padre! —rugió, tirando los papeles al suelo—. ¡Maldita esta familia! ¡Maldita esta casa!De pronto, la puerta se abrió. Era Sofía, con un batín de seda, descalza, con el rostro tenso.—¿Qué demonios haces gritando a esta hora? ¿Estás borracho otra vez?Vittorio se giró con los ojos inyectados en furia. La miró como si no la reconociera. Como si fuera una sombra, un intruso, un recorda
Mansión Carbone – Oficina principal, 9:46 p.m.Meses después del destierro de CristianLa lluvia golpeaba con fuerza los ventanales de la mansión. El cielo estaba cubierto de nubes espesas y oscuras, como si el infierno mismo se hubiese abierto sobre Palermo. Dentro, el aire se sentía tenso, enrarecido, como el preludio de una tormenta aún más feroz que la que caía afuera.Vittorio cruzó el umbral del despacho de su padre con pasos firmes. Iba vestido de negro de pies a cabeza. Su cabello desordenado por el viento, la mirada cortante como una hoja recién afilada. Llevaba días acumulando papeles, testimonios, números, contratos… Y también rabia.Juan Carlos Carbone lo esperaba sentado tras su enorme escritorio, con una copa de coñac entre los dedos. Alzó una ceja al ver entrar a su hijo sin golpear, sin pedir permiso.—Vaya —dijo con voz rasposa—. El hijo pródigo decide volver a la oficina. ¿Has venido a lloriquear otra vez por el maricón que tuvimos que echar?Vittorio se detuvo frent
Cristian Soto apretó el paso, sintiendo cómo los libros bajo su brazo resbalaban ligeramente con cada movimiento apresurado. El sonido de sus zapatos golpeando el pavimento se mezclaba con el murmullo de la ciudad que recién despertaba. La mañana no había sido amable con él: primero, el tráfico lo había retrasado más de lo esperado, y luego, un pequeño altercado en la entrada de la universidad lo había hecho perder aún más tiempo. Ahora, estaba seguro de que llegaría tarde a su primera clase de literatura.Cuando finalmente alcanzó el edificio de la facultad, subió las escaleras de dos en dos, intentando no pensar en la mirada de reproche que recibiría al entrar al aula. Tomó aire antes de empujar la puerta con cuidado y deslizarse dentro, esperando no llamar la atención. Para su fortuna, el profesor estaba concentrado en la pizarra, escribiendo con letra firme y elegante.Cristian avanzó entre las filas de pupitres hasta encontrar un asiento libre. Apenas se dejó caer en la silla, si
Cristian se dejó caer en la silla ejecutiva de su oficina con un suspiro de agotamiento. Cerró los ojos por un momento, dejando que su cabeza descansara contra el respaldo de cuero negro. Su cuerpo estaba extenuado, su mente saturada. La universidad, la empresa y el peso de la familia Soto estaban consumiendo su juventud a un ritmo alarmante.Con un gesto automático, subió los pies sobre la mesa de cristal frente a él, sin importarle la imagen que daba. Aquel despacho, aunque elegante y decorado con un gusto sobrio, no le ofrecía consuelo. Era solo un recordatorio de la responsabilidad que ahora cargaba sobre sus hombros, una carga que nunca pidió pero que debía soportar.El sonido de unos ligeros golpes en la puerta lo sacó de su letargo.—Buenas tardes, señor Soto. Tiene una visita —anunció la voz firme pero cautelosa de su secretaria.Cristian entreabrió los ojos con fastidio.—¿Quién es? —preguntó con desdén, sin molestarse en bajar los pies de la mesa. Luego frunció el ceño y mir
Vittorio mantuvo la mirada fija en él por un segundo antes de aceptar el apretón. Su mano era firme, segura, pero lo que más le llamó la atención a Cristian fue la ligera presión que ejerció antes de soltarlo. Un gesto mínimo, pero intencionado.Cristian no apartó la vista de Vittorio mientras ambos retiraban sus manos. Había algo en su expresión, en la forma en que su boca se curvaba apenas en una sonrisa casi burlona, que le resultaba intrigante.El silencio en la oficina se hizo espeso por un instante, pero el patriarca Carbone lo rompió con elegancia.—Vittorio estará encargándose de nuestros negocios familiares a partir de ahora —anunció con calma, volviendo a centrar su atención en Cristian—. Quise traerlo personalmente para que ambos se conocieran. Estoy seguro de que trabajarán bien juntos.Cristian asintió, cruzando los brazos sobre su pecho mientras miraba de nuevo a Vittorio.—Entonces supongo que tendré que acostumbrarme a verle con frecuencia —comentó, su tono no dejaba e