La música flotaba en el aire, un vals elegante que llenaba el gran salón iluminado por candelabros de cristal. Las paredes del palacio estaban decoradas con frescos del Renacimiento, y los invitados se movían como piezas en un tablero de ajedrez perfectamente orquestado. Hombres con trajes de diseñador discutían negocios en voz baja, mientras las mujeres lucían vestidos largos que parecían flotar con cada paso. Entre ellos estaba Bianca Mancini, el reflejo de la perfección que todos esperaban de una hija de la alta sociedad romana.
A sus veintisiete años, Bianca lo tenía todo: belleza, dinero, conexiones sociales. Su cabello castaño, recogido en un moño elegante, dejaba al descubierto unos ojos verde esmeralda que siempre parecían mirar más allá de lo evidente. Pero esta noche, como tantas otras, el peso de su mundo perfecto la aplastaba.
—Bianca, querida, ven a conocer al hijo del embajador francés —dijo su madre, tomándola del brazo con una sonrisa calculada. Bianca suspiró. Sabía lo que significaba ese tono: otra presentación que, en el fondo, no era más que una transacción disfrazada de cortesía.
—En un momento, mamá. Necesito un poco de aire —respondió, liberándose con suavidad. Antes de que su madre pudiera insistir, Bianca atravesó el salón, esquivando conversaciones triviales y risas artificiales.
Llegó al balcón, donde el bullicio se desvanecía y el aire fresco le acariciaba el rostro. La ciudad de Roma se extendía frente a ella, un mar de luces doradas y sombras que bailaban bajo el cielo nocturno. Bianca apoyó las manos en la barandilla de mármol y respiró profundamente. Desde allí, el mundo parecía más real, más honesto.
Sentía un vacío que no lograba llenar, como si todo lo que la rodeaba careciera de peso. Los vestidos caros, las fiestas interminables, las expectativas familiares: todo se deslizaba sobre ella sin dejar huella. Había momentos en los que soñaba con escapar, con caminar descalza por calles desconocidas, perderse en conversaciones con extraños que no supieran quién era. Pero el apellido Mancini era una jaula dorada de la que no podía escapar.
De repente, algo llamó su atención. Cerca de la entrada del palacio, dos hombres discutían acaloradamente. La luz tenue de las farolas apenas alcanzaba a iluminar sus rostros, pero sus gestos eran inconfundibles: uno de ellos parecía exigir algo, mientras el otro se mantenía firme, casi desafiante.
Bianca entrecerró los ojos, tratando de distinguirlos mejor. El hombre que mantenía la calma era alto, de hombros anchos y una postura que emanaba una mezcla de autoridad y peligro. Vestía un traje oscuro, pero su aspecto no era como el de los hombres que conocía. Había algo en él, algo crudo y auténtico, que lo hacía destacar entre el refinamiento artificial del evento.
El hombre más bajo, visiblemente frustrado, alzó la voz:
—No puedes ignorar esto, Luca. Sabes lo que está en juego.Luca. Ese debía ser su nombre. Bianca no podía escuchar la respuesta, pero observó cómo Luca inclinaba ligeramente la cabeza, con una sonrisa casi imperceptible que parecía cargar con una amenaza silenciosa. Entonces, el hombre más bajo dio un paso atrás, como si hubiera entendido que no tenía sentido insistir. Luca se giró hacia la entrada del palacio, pero antes de entrar, levantó la mirada hacia el balcón donde Bianca estaba de pie.
Fue solo un segundo. Un instante tan breve que podría haber pasado desapercibido. Pero cuando los ojos oscuros de Luca se encontraron con los suyos, Bianca sintió que el tiempo se detenía. Había algo en esa mirada: una intensidad que mezclaba dureza y vulnerabilidad, como si él también cargara con un peso que no podía compartir con nadie.
Bianca retrocedió un paso, sorprendida por la fuerza de aquella conexión inesperada. Luca sostuvo la mirada por un momento más, como si tratara de descifrar algo en ella. Y luego, como si nunca hubiera pasado, desvió la vista y desapareció por la puerta principal.
El corazón de Bianca latía con fuerza. No entendía qué acababa de suceder, pero sabía que ese breve encuentro había removido algo dentro de ella. Miró hacia la entrada, esperando verlo de nuevo, pero Luca ya no estaba.
El sonido de pasos la sacó de sus pensamientos. Su madre apareció en el balcón, con el ceño ligeramente fruncido.
—Bianca, ¿qué haces aquí sola? Te están buscando. El hijo del embajador es un joven muy prometedor, ¿sabes?Bianca asintió distraídamente y dejó que su madre la guiara de vuelta al salón. Pero mientras sonreía y asentía ante las palabras del embajador y su hijo, su mente estaba lejos de allí. La imagen de Luca, su postura firme y esa mirada penetrante, seguían grabadas en su memoria.
Algo había cambiado. Tal vez era el aire de la noche, tal vez era la sensación de que, por primera vez, había vislumbrado un mundo más real. O tal vez era simplemente el destino, jugando sus cartas de la manera más inesperada.
Lo que Bianca no sabía era que esa noche era solo el comienzo.
El humo del cigarro flotaba en el aire pesado de la habitación. Luca Romano, sentado en el borde de una mesa de roble, miraba fijamente a los hombres que tenía frente a él. La sala era amplia, pero las paredes grises y desnudas la hacían parecer más pequeña. A un lado, una ventana ofrecía una vista parcial de las luces nocturnas de Roma, la ciudad que había sido su aliada y enemiga durante años.Luca apagó el cigarro en un cenicero de cristal sin apartar la mirada del hombre que acababa de hablar. La negociación había llegado a un punto crítico, y todos esperaban su respuesta. Con un movimiento lento pero calculado, se puso de pie. Su presencia llenaba la habitación; no necesitaba gritar ni levantar la voz para imponer respeto.—Si no puedes cumplir tu parte del trato, entonces no hay trato —dijo con calma, pero con una dureza que no admitía réplica.El hombre frente a él tragó saliva, intentando mantener la compostura. Sabía quién era Luca Romano: el líder de una de las bandas más pe
La sala de baile del Palazzo Mancini brillaba con el resplandor de cientos de luces. Los candelabros colgaban majestuosamente del techo alto, reflejando un brillo dorado sobre las mesas decoradas con flores frescas y copas de cristal. Era la noche del evento benéfico organizado por la familia Mancini, un espectáculo de lujo destinado a recaudar fondos para causas nobles... o al menos, así lo presentaban. Para Bianca, esta noche era como todas las demás: otra ocasión para fingir interés en un mundo que cada vez le parecía más ajeno.Vestía un elegante vestido de seda color marfil, que caía suavemente sobre su figura, destacando su aire de sofisticación. Su madre había insistido en que fuera "impecable", y aunque Bianca había cumplido, sentía que cada prenda era una capa más que ocultaba quién era realmente. Mientras los invitados se movían entre conversaciones banales y risas superficiales, ella permanecía cerca de una mesa, sosteniendo una copa de champán que apenas había probado.Sus
La luz del sol se filtraba a través de las ventanas del apartamento de Bianca, pero su calor no llegaba a su interior. Sentada en su cama, con una taza de café que apenas había tocado, Bianca miraba el horizonte de Roma, la ciudad que tanto amaba y que, al mismo tiempo, sentía que la mantenía atrapada. Desde el evento benéfico, su mente no había podido desprenderse de Luca Romano.No lo entendía. Había sido un encuentro breve, casi insignificante, pero algo en él había dejado una marca en ella. Su mirada, su voz, su forma de estar presente pero, al mismo tiempo, ocultar tanto. Luca no era como los hombres a los que estaba acostumbrada. Él no se esforzaba por impresionar; simplemente era.Con un suspiro, Bianca dejó la taza en la mesilla y trató de concentrarse en el libro que tenía en las manos, pero las palabras se mezclaban. Su vida, llena de lujos y eventos exclusivos, le parecía más vacía que nunca. Las conversaciones superficiales, las expectativas de su familia, todo comenzaba a
El reloj marcaba las tres de la madrugada, pero Bianca aún no podía dormir. Estaba sentada en el sillón de su habitación, con la vista perdida en el reflejo de la luna sobre los techos de Roma. La conversación con Luca en Villa Farnese seguía rondando en su mente, mezclándose con una maraña de emociones que no lograba descifrar. Había algo en él que la atraía, algo que hacía que cada una de sus decisiones recientes se sintiera como un desafío directo a las expectativas de su familia.Desde pequeña, Bianca había sido moldeada para encajar en un molde: la hija perfecta, la mujer sofisticada, el reflejo intachable de los Mancini. Pero ahora, con cada paso que daba hacia Luca, sentía que ese molde se rompía un poco más.Esa mañana, durante el desayuno, su madre comentó sobre una cena con los Rosetti, una familia influyente que su madre claramente veía como aliados estratégicos.—Bianca, querida, asegúrate de estar impecable esta noche. Los Rosetti tienen un hijo que acaba de regresar de L
Bianca se miraba al espejo, ajustando el collar de perlas que su madre le había regalado en su cumpleaños. La misma rutina de siempre: cenas elegantes, conversaciones superficiales, sonrisas ensayadas. Sin embargo, esta vez no era por un evento familiar ni por obligación alguna. Esta vez, era por él.En su móvil, un mensaje reciente brillaba en la pantalla. "Nos vemos a las 10. Te recogeré en la esquina de Via Condotti. No traigas nada llamativo." Era de Luca. Directo, sin adornos, como él mismo. Bianca había mentido a su madre sobre salir con una amiga, una mentira que le pesaba, pero que no podía evitar. Había algo en Luca que la arrastraba, una mezcla de peligro y sinceridad que hacía que quisiera conocerlo más, pese al riesgo.Se despidió con prisa, inventando una excusa para esquivar la mirada inquisitiva de su madre. En el camino, mientras el coche se deslizaba por las calles de Roma, se dio cuenta de que estaba cruzando un límite que nunca imaginó traspasar. Había empezado a me
El comedor de los Mancini estaba iluminado por la luz tenue de una lujosa araña de cristal. La vajilla de porcelana fina y las copas de cristal relucían en la mesa impecablemente arreglada. Bianca, sentada al final, jugaba con su tenedor, apenas tocando la ensalada que tenía frente a ella. Frente a ella estaba Stefano Rosetti, el hombre que su madre había elegido para cenar esa noche. Era perfecto. Perfectamente aburrido.—Entonces, Bianca, ¿te gusta viajar? —preguntó Stefano con una sonrisa ensayada, mientras cortaba meticulosamente su filete.Bianca levantó la vista y forzó una sonrisa.—Sí, claro.Stefano comenzó a hablar sobre sus viajes a Nueva York y Londres, sobre las reuniones importantes y los círculos sociales exclusivos. Pero Bianca apenas escuchaba. Su mente estaba en otra parte, en otro lugar, con otra persona. Cada palabra de Stefano la hacía pensar en lo opuesto que era a Luca. Stefano era predecible, cuidadosamente pulido, exactamente lo que se esperaba de alguien en s
El sol se filtraba a través de los enormes ventanales de la mansión Mancini, iluminando el comedor decorado con ostentación barroca. Bianca estaba sentada en un extremo de la mesa, rodeada por sus padres, su hermano mayor Alessandro y un par de tíos que habían venido de Milán para pasar unos días en Roma. Como era tradición en la familia, los domingos eran para reuniones familiares, una costumbre que Bianca normalmente soportaba en silencio. Pero esa mañana, sentía la mirada de todos posada en ella como cuchillos.—Te noto distante, Bianca —comentó su madre, Giovanna, con tono firme, aunque mantenía su sonrisa perfecta. —¿Hay algo que quieras compartir con nosotros?Bianca miró su plato, jugando con su tenedor s