Matanza

Disparos, eso era lo único que escuchaba mientras los cadáveres estaban cayendo al suelo. Uno de ellos era cercano a mí, lo conocía desde hacía muchos años. Su nombre era Eduardo, era padre de una hija pequeña, yo lo había conocido y entrenado desde hacía ya muchos años. Recordaba todo, aunque mi mente estuviera obnubilada por el alcohol.

Mi cabeza me latía sin parar mientras contemplaba los ojos de Eduardo apagarse para siempre. Allí abajo, continuaron disparándole hasta que se cansaron. Estaban desatados, eran mafiosos sedientos de sangre.

—¡Mueran, escoria! —gritaba uno de ellos, eufórico.

El que tenía el arma más grande en las manos era un muchacho de unos treinta años aproximadamente. Tenía tatuajes por todo el rostro, los ojos oscuros y la tez trigueña. Estaba desatado, con el odio brillando en sus ojos. Disparaba sin mirar a quien, sino que tenía los objetivos en claro, matarlos a todos.

Billy se arrastró debajo de la mesa conmigo. Había olvidado su existencia. Maldita sea, pen
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