5

Diana

A veces me despierto en mitad de la noche, el corazón acelerado, las sábanas pegadas a mi piel, la sensación de estar atrapada en algo más grande que yo misma. Algo que no puedo controlar. Y sé que esa sensación tiene un nombre: Alexander.

Desde aquella noche, la propuesta que me hizo sigue rondando mi mente, como un susurro suave pero imparable. Las palabras que pronunció han dejado una marca que no puedo borrar, y lo peor es que ni quiero hacerlo. Estoy dividida entre lo que me dice mi mente, que me urge a dar un paso atrás, y lo que me dictan mis deseos, que me llaman hacia él, hacia su mundo. Un mundo donde él es el que controla, el que dicta las reglas, pero también el que me consume de una forma que jamás imaginé.

Desde esa noche, no he podido escapar de su mirada. Alexander no solo me observa, sino que parece ver a través de mí, penetrando en cada rincón de mi ser. Y lo peor es que ya no me siento incómoda, ni rechazada. Al contrario, sus ojos me despiertan una necesidad que ni yo misma había reconocido en mí.

En cada reunión, en cada momento compartido, lo noto. No me lo dice directamente, pero sé que está allí, vigilándome. Las pequeñas interacciones que tenemos en público se han vuelto más frecuentes. Un roce casual, una mirada que dura un segundo más de lo necesario, la cercanía de su cuerpo cuando le paso un informe o cuando nuestras manos se rozan accidentalmente. Es como si él estuviera marcando su territorio, reclamándome de una manera casi imperceptible, pero innegable.

En los almuerzos, la forma en que se sienta cerca de mí, sin prisa por alejarse. En las reuniones, las formas en que su mirada me sigue, como si cada palabra que digo le interesara más de lo que está dispuesto a admitir. Y lo peor de todo, me doy cuenta de que estoy comenzando a disfrutarlo. De alguna manera, siento que estoy siendo absorbida por él. Cada vez que se acerca, cada vez que sus ojos se clavan en mí, algo dentro de mí se enciende.

Esta mañana, mientras nos encontrábamos en una reunión importante, su presencia era como una sombra constante a mi lado. Estaba allí, pero no solo físicamente. Su energía era palpable, como si tuviera el poder de alterar el aire que respiraba. Mientras discutíamos detalles del proyecto, podía sentirlo observándome con intensidad, como si mis palabras fueran lo único que importara. Y, al mismo tiempo, mis pensamientos se dispersaban, cayendo de nuevo en la tentación de esa mirada, en esa sensación de que él estaba esperando algo de mí, algo más que simplemente cumplir con mi trabajo.

Al salir de la reunión, me dirigí al pasillo, intentando mantener mi compostura. Pero fue imposible ignorar la proximidad de su figura detrás de mí. Casi podía escuchar el latido de su corazón, tan cercano como el mío. Lo sabía. La tensión estaba creciendo entre nosotros, y no podía evitar preguntarme hasta qué punto estaba dispuesta a ceder. ¿Hasta qué punto podía mantener mi independencia antes de sucumbir a lo que él me ofrecía, a lo que mi cuerpo deseaba con tanta fuerza?

Y entonces, ocurrió. Un momento de vulnerabilidad.

Estaba sola en mi oficina, revisando unos documentos, cuando sentí que la puerta se abría sin previo aviso. Alexander entró, sin hacer ruido, como si ya supiera que lo esperaba. Estaba allí, de pie frente a mí, como una presencia imponente, pero no intimidante. Al contrario, había algo en él que me atraía con fuerza, algo que no podía resistir.

—¿Diana? —su voz baja, rasposa, me envuelve como una caricia. No me atrevo a mirarlo a los ojos. Sé que si lo hago, perderé cualquier control que me quede.

Él da un paso adelante, y yo no me muevo. Mis pensamientos están hechos un caos, pero mis piernas parecen no querer obedecer. Su mano roza mi brazo, un toque tan suave, pero que resuena dentro de mí, como un trueno que sacude todo a su paso.

—Sé que no has respondido a mi propuesta —dice, su voz suave, pero firme—. Y sé que eso te está matando por dentro, Diana.

Esas palabras hacen que mi respiración se corte por un instante. Mis pensamientos se aceleran, pero lo único que puedo hacer es mirar sus ojos. Esos ojos que me han estado acechando durante días, semanas. ¿Cómo puedo seguir ignorando lo que siento?

—No sé qué hacer —le respondo, mi voz temblorosa—. No sé si esto… esto es lo que quiero.

Él sonríe, un gesto casi imperceptible, pero que manda un mensaje claro: sabe lo que quiero. Y sabe que en el fondo, ya lo he elegido. Sabe que estoy atrapada en su juego, y que no tengo escape.

Sin darme tiempo para procesar, su rostro se acerca al mío, demasiado cerca. Puedo sentir su aliento, caliente, en mi piel. Mi corazón late con fuerza, y el mundo se reduce a ese pequeño espacio entre nosotros. Es un momento cargado de tensión, de promesas no dichas.

Y luego, sucede. Sin previo aviso, sus labios se posan sobre los míos. Es un beso suave, pero lleno de fuerza. Un beso que no busca suavidad, sino posesión. Un beso que me hace olvidar todo, incluso quién soy. Solo existe él y yo, el deseo y el control. El control que él tiene sobre mí, y el control que yo he perdido sin darme cuenta.

Cuando nos separamos, estoy sin aliento, mi cuerpo temblando, mi mente en completo caos. Lo miro, y en sus ojos veo algo que no puedo nombrar, algo que me asusta. Es como si hubiera cruzado una línea, una línea de la que no puedo regresar.

—Te dije que lo sabías, Diana. El control siempre será mío. Y ahora, tú también lo sabes.

Me quedo en silencio, sin saber qué responder. Mi cuerpo aún vibra por el beso, pero mi mente lucha contra la realidad de lo que acaba de suceder. Estoy atrapada, pero no sé si quiero ser liberada. ¿Qué ha pasado entre nosotros? ¿Realmente estoy dispuesta a perderme en su control, a dejar que sea él quien dicte todo?

Miro sus ojos una vez más, y por primera vez en mucho tiempo, me doy cuenta de que no sé cómo responder. No sé qué hacer con lo que siento. Pero lo que sí sé es que, por alguna razón, estoy dispuesta a descubrirlo.

Lo que Alexander había propuesto seguía rondando mi mente, una y otra vez, en un ciclo interminable. Cada palabra que había salido de sus labios se había quedado grabada en mi cerebro, tanto como las imágenes de su mirada fija en mí. Sentí que cada vez que cruzábamos una puerta, un espacio, una conversación, él estaba ahí, como una sombra que me rodeaba, absorbía mis pensamientos y mis sentidos. Todo el tiempo. Y yo, a pesar de mi intento por mantener una distancia emocional, no podía evitarlo. Algo en mí cambiaba, se rompía un poco más con cada interacción.

Desde ese día, todo parecía diferente. En las reuniones, su mirada se mantenía más intensa, su presencia, más palpable. No era un jefe normal. No lo había sido nunca. Pero ahora, con cada gesto, con cada palabra, me era más difícil ignorarlo. En público, su atención hacia mí era casi… predatoria, aunque de una manera sutil. Una especie de control silencioso que me absorbía sin que pudiera rebelarme.

La forma en que se acercaba a mí, tan calmada, tan medida, como si supiera que solo con estar cerca ya me estaba alterando. Él sabía exactamente cómo jugar con mi espacio, invadir mi zona personal de una manera tan calculada que ni siquiera me atrevía a apartarme. Cada vez que se inclinaba hacia mí, cada vez que su voz se hacía más baja, el aire parecía volverse más espeso, y todo mi cuerpo reaccionaba de maneras que no quería admitir, ni siquiera a mí misma.

Una tarde, después de otra de esas reuniones interminables, Alexander se acercó a mí cuando ya pensaba que podría escapar de su influencia por el resto del día. Estábamos en el pasillo, y sus pasos fueron los que rompieron el silencio pesado que se había instaurado entre nosotros.

—Diana —dijo, y su tono no dejó espacio para la duda, como si él tuviera el control total de la situación—, acompáñame a la cena privada de esta noche. He preparado algo especial.

Sentí un estremecimiento recorrer mi columna. "Algo especial". Lo sabía, sus palabras nunca eran simples. No podía imaginar cómo podría cambiar la atmósfera esta vez. Cada vez que nos encontrábamos, la tensión crecía. Era más que atracción. Había algo más oscuro, algo que me retenía de manera que me dejaba sin aliento.

La invitación era directa, pero sus ojos… esos ojos que ahora me parecían todo, me decían que no podía rechazarlo. Así que, con una mezcla de resignación y… algo más que no quería entender, asentí.

La cena, por supuesto, fue impecable. Alexander no solo sabía lo que quería, sino que también sabía cómo conseguirlo, cómo tener todo bajo su control. El restaurante que había elegido era exclusivo, con una vista impresionante que dominaba la ciudad. Nos sentamos frente a frente, y aunque la conversación era superficial en su mayoría, cada palabra que él pronunciaba parecía tener un doble sentido. Cada comentario parecía estar diseñado para hacerme sentir más vulnerable, más atrapada en su red. Pero lo peor era que no podía evitarlo. Me sentía… cautiva, en su presencia.

—¿Qué te parece este lugar? —preguntó, mientras observaba cómo la luz de las velas iluminaba sus facciones, y su mirada no dejaba de seguir cada uno de mis movimientos.

—Es impresionante —respondí, aunque sabía que mis palabras no significaban nada. Mi mente estaba demasiado ocupada por la forma en que se había inclinado hacia mí, la proximidad de su cuerpo, el suave aroma de su perfume que me envolvía.

Él sonrió, un gesto suave, pero con una intención que no me pasó desapercibida. Era un juego. Lo sabía. Estaba jugando conmigo. Pero en ese momento, me di cuenta de que yo también estaba jugando. Y aunque trataba de mantener mi distancia, cada vez me sentía más atrapada por la forma en que me observaba, cómo me estudiaba.

Poco a poco, la cena se fue alargando, y cada instante a su lado se volvía más pesado, como si la gravedad misma estuviera cambiando. A medida que la comida avanzaba, la conversación también lo hacía, tornándose más… personal. La distancia entre nosotros desaparecía. Cada roce, cada intercambio de palabras, cada mirada, parecía acercarnos más a una línea invisible que nunca había cruzado, pero que ahora me sentía tentada a cruzar.

De repente, cuando la velada estaba a punto de terminar, Alexander se levantó y se acercó a mí. Mi respiración se aceleró, y sentí el calor en mis mejillas. Él estaba tan cerca, tan cerca que podía sentir su calor, su poder, todo lo que representaba. Miró mis labios antes de levantar la mirada hacia mis ojos, y un silencio abrumador llenó el espacio entre nosotros.

—Diana —dijo, y su voz sonaba más grave que nunca—, sabes lo que quiero. No soy un hombre que se conforme con lo que no puede controlar. Y tú… tú eres mía ahora. Y tú también lo sabes.

Mis manos temblaron ligeramente, pero no dije nada. En ese momento, me di cuenta de que la decisión que tenía que tomar no era solo mía. Había sido absorbida por su mundo, por su control. No tenía idea de qué haría con esta sensación, con esta necesidad de ceder, pero no podía negar que mi cuerpo reaccionaba a su influencia.

No había escape. O tal vez lo había, pero no me atreví a buscarlo. Los latidos de mi corazón se aceleraron al mismo ritmo que mis pensamientos. Un deseo desconocido, un miedo incontrolable. Todo se mezclaba de manera confusa, pero en el fondo, sabía que el control, siempre el control, lo tenía él.

—Sé que esto te asusta, Diana —continuó, apenas un susurro—, pero también sé que lo deseas.

Mis labios se entreabrieron, y no pude evitar mirar hacia los suyos. Y antes de que pudiera detenerme, lo hice. Me incliné hacia él, y en un impulso que no podía frenar, lo besé.

El momento fue breve, casi imperceptible, pero el calor, la tensión, la necesidad de más, se colaron entre nuestros cuerpos. La distancia que había entre nosotros, aunque corta, ya no existía.

Nos miramos el uno al otro, y lo que vi en sus ojos no era solo deseo. Era algo más. Algo que me hizo sentir vulnerable, expuesta, pero también viva, más viva de lo que había estado en mucho tiempo.

Entonces, con una sonrisa en sus labios, él habló.

—Sabes lo que quiero, Diana. Y lo conseguiré.

Mi respiración se agitó mientras la incertidumbre me envolvía. ¿Qué había hecho? ¿Qué estaba a punto de pasar? La mezcla de deseo y miedo me mantenía al borde de la locura. Pero lo único que sabía con certeza era que ya no podía dar marcha atrás.

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