Elena sintió la pesadez en su cuerpo antes de siquiera abrir los ojos. Su conciencia flotaba entre la niebla, atrapada en un limbo donde las imágenes se mezclaban con el dolor latente en cada fibra de su ser.Luces intermitentes. El sonido del metal retorciéndose. Gritos. El peso del miedo oprimiéndole el pecho.Intentó moverse, pero un latigazo de dolor recorrió su cuerpo, obligándola a permanecer inmóvil. Su respiración se aceleró. Algo dentro de ella le decía que estaba en un lugar seguro, pero su mente seguía atrapada en el pasado.Otro choque. Otra vez atrapada. Otra vez la impotencia.El latido frenético de su corazón retumbaba en sus oídos. No podía respirar. El humo lo cubría todo. El peso de un cuerpo inerte sobre ella.—¡Mamá! —su propia voz resonó en su cabeza, desesperada, rota.Sus párpados temblaron. Sus manos se aferraron a las sábanas, como si necesitara anclarse a algo real.No. No estoy allí. No es el mismo accidente.Se obligó a respirar hondo y, con esfuerzo, abrió
Leticia alzó la vista con el ceño ligeramente fruncido. Aunque su rostro mantenía la frialdad habitual, en sus ojos se asomaba una sombra de cansancio y preocupación. Pero detrás de esa máscara, Alejandro no podía percatarse del torbellino de emociones que la consumía. Verlo tan atento a Elena, tan dispuesto a protegerla, encendía en Leticia un fuego que no estaba dispuesta a admitir. Sabía que no debería sentir celos, no de alguien como Elena, una simple enfermera. Pero no podía negar que la luz que irradiaba la otra mujer le molestaba, sobre todo porque incluso su madre, la elegante y orgullosa Camila, la apreciaba.—¿Sobre mi madre? —preguntó, dejando el teléfono a un lado.Alejandro asintió y se acercó unos pasos más.—Leticia escúchame detenidamente. Camila está estable, pero sigue en estado crítico. Los médicos están haciendo todo lo posible —hizo una pausa breve antes de añadir—. Pero no es solo eso. No permitas que nadie, absolutamente nadie, entre a verla sin tu autorización.
Rodrigo miró a su hija con furia contenida. Había cerrado la puerta con fuerza tras de sí, el eco del golpe reverberó en la sala privada. Su mandíbula estaba tensa, el ceño fruncido, y sus puños se apretaron a ambos lados del cuerpo. Leticia, en cambio, mantenía una postura erguida y desafiante, con los brazos cruzados y la mirada fija en él. Por primera vez en su vida, no se doblegaría ante su padre.—No puedo creer que hayas llegado tan lejos, Leticia —espetó Rodrigo con un tono cargado de veneno— ¿Qué rayos significa todo este esquema de seguridad dentro de la clínica para tu madre? ¿Y para la estúpida enfermara también? Es el colmo. ¿Cómo es posible que no pueda ingresar con total libertad a la habitación de Camila? Es mi esposa. –esa última frase le salió con un tono de voz mucho más elevado, estaba casi gritando.Leticia respiró hondo, conteniendo el temblor que amenazaba con quebrar su firmeza.—Simplemente tomé medidas. Estoy aquí para proteger a mi madre. Y si no te gusta, l
Cuando la puerta se cerró tras de sí, Leticia sintió que sus piernas temblaban. Se apoyó un momento en la pared del corredor, cerrando los ojos para contener el torbellino de emociones que se agitaba en su interior. El corazón le latía con fuerza, casi dolorosamente, y un escalofrío le recorrió la espalda.Respiró hondo, enderezó los hombros y avanzó con paso firme hacia la habitación de su madre. Frente a la puerta, se permitió un segundo para recomponerse y entró con suavidad. Al ingresar, el aroma sutil de los medicamentos y el silencio pesado de la clínica la envolvieron. La figura frágil de Camila Villalba descansaba en la cama, con el rostro pálido pero sereno. Leticia se apoyó en el respaldo de una silla cercana, permitiéndose un instante para recuperar el aliento. Era extraño verla así: vulnerable. Para ella, su madre siempre había sido una mujer indomable, fuerte, capaz de desafiar a cualquiera. Pero ahora... ahora las cosas habían cambiado.Sabía que había cruzado una línea
El chillido agudo de los frenos desgarraba la quietud de la noche, seguido por un impacto que sacudió el aire.El cristal estallaba en mil fragmentos, como una lluvia de estrellas fugaces atravesando la oscuridad, mientras el rugido del metal retorciéndose llenaba cada rincón.El fuerte olor a gasolina y el humo comenzaban a mezclarse con el aroma acre de algo más: miedo, desesperación, pérdida.Todo se movía en cámara lenta y, al mismo tiempo, con una velocidad imposible. Era abrumador.Un grito ahogado luchaba por atravesar la disonancia, pero se perdía en el eco del choque.La carretera, antes tan tranquila, ahora era un caos de luces intermitentes, sombras deformadas y un silencio que dolía más que el estruendo.Elena se despertó de golpe, el pecho agitado, el eco de los frenos chirriando aún resonando fuerte en su mente y con el zumbido en los oídos tan real que sintió la punzada de un fuerte dolor de cabeza apenas despertó a la realidad.El reloj en la mesita marcaba las 4:13 a.
El reloj marcaba las 5:30 a.m. Aunque cada día tenía la esperanza que fuera un poco diferente, ese día el turno de la madrugada en el hospital público al parecer empezaba igual: el zumbido de luces fluorescentes, el aroma a desinfectante y las voces apagadas de los que aún no despertaban del todo.—Duarte, llegas justo a tiempo para la tormenta —dijo Miguel, su mentor y supervisor, un hombre robusto de mirada cansada y barba entrecana que siempre parecía tener una respuesta lista para cualquier crisis.Elena se detuvo junto a la estación de enfermería, donde Miguel revisaba un informe con la rapidez de quien ya lo ha visto todo. — ¿Algo especial hoy, jefe? —preguntó Elena mientras se ajustaba el largo y sedoso cabello en una coleta apurada.—Lo mismo de siempre: pacientes que no deberían estar aquí, médicos que llegarán tarde y una máquina de café rota. Bienvenida al infierno, versión jueves por la mañana —respondió él, con un tono sarcástico que apenas ocultaba su genuino aprecio pa
El silencio se instaló por unos segundos entre ellos, pesado y lleno de preguntas sin respuesta. Elena no sabía por qué alguien como él la estaba buscando, pero tenía claro que lo que fuera, no sería algo simple.Sus miradas se mantenían una fija en la otra, ninguno de los dos se atrevía a desviarla, desafiándose mutuamente con la mirada. Elena nerviosa, presintiendo un golpe más para sumarlo entre todos los que ha recibido a lo largo de su vida, aunque sin la intención de ser minimizada por esa mirada fija y penetrante que le estaba haciendo erizar la piel.Alejandro disimuló con maestría el impacto de verla frente a frente. Para él, Elena Duarte había sido solo un nombre, alguien a quien había imaginado de muchas formas, pero nunca así: esbelta y elegante, incluso en el uniforme sencillo de enfermera. Había en ella una presencia que no necesitaba imponerse; era natural, casi desafiante. Su mirada, fija y directa, parecía querer transmitir frialdad, pero lo que Alejandro percibía era
Elena respiró hondo antes de responder. Todo su ser le indicaba que no debía escuchar ni considerar cualquiera propuesta que le pudiera sugerir Alejandro Santoro, pero algo en su interior, una sensación inquietante que no lograba ignorar, le decía que debía escuchar lo que tenía que decir. La inquietaba el vínculo que pudiera tener con Diana Santoro, pero sobre todo la inquietaba la relación tiene Rodrigo Villalba en la propuesta que no quería escuchar.—No puedo hablar más ahora, estoy trabajando —dijo finalmente, cruzando los brazos frente a su pecho en un intento de recuperar algo de control sobre la situación.Alejandro inclinó ligeramente la cabeza, como si evaluara su reacción con la precisión de alguien acostumbrado a leer a las personas. —Lo entiendo. Pero esto es realmente importante para ambos, señorita Duarte. ¿Podemos vernos más tarde?Elena vaciló. La presencia de ese hombre la perturbaba más de lo que le gustaría admitir. Había algo en su mirada que no solo intimidaba,