Rodrigo miró a su hija con furia contenida. Había cerrado la puerta con fuerza tras de sí, el eco del golpe reverberó en la sala privada. Su mandíbula estaba tensa, el ceño fruncido, y sus puños se apretaron a ambos lados del cuerpo. Leticia, en cambio, mantenía una postura erguida y desafiante, con los brazos cruzados y la mirada fija en él. Por primera vez en su vida, no se doblegaría ante su padre.—No puedo creer que hayas llegado tan lejos, Leticia —espetó Rodrigo con un tono cargado de veneno— ¿Qué rayos significa todo este esquema de seguridad dentro de la clínica para tu madre? ¿Y para la estúpida enfermara también? Es el colmo. ¿Cómo es posible que no pueda ingresar con total libertad a la habitación de Camila? Es mi esposa. –esa última frase le salió con un tono de voz mucho más elevado, estaba casi gritando.Leticia respiró hondo, conteniendo el temblor que amenazaba con quebrar su firmeza.—Simplemente tomé medidas. Estoy aquí para proteger a mi madre. Y si no te gusta, l
Cuando la puerta se cerró tras de sí, Leticia sintió que sus piernas temblaban. Se apoyó un momento en la pared del corredor, cerrando los ojos para contener el torbellino de emociones que se agitaba en su interior. El corazón le latía con fuerza, casi dolorosamente, y un escalofrío le recorrió la espalda.Respiró hondo, enderezó los hombros y avanzó con paso firme hacia la habitación de su madre. Frente a la puerta, se permitió un segundo para recomponerse y entró con suavidad. Al ingresar, el aroma sutil de los medicamentos y el silencio pesado de la clínica la envolvieron. La figura frágil de Camila Villalba descansaba en la cama, con el rostro pálido pero sereno. Leticia se apoyó en el respaldo de una silla cercana, permitiéndose un instante para recuperar el aliento. Era extraño verla así: vulnerable. Para ella, su madre siempre había sido una mujer indomable, fuerte, capaz de desafiar a cualquiera. Pero ahora... ahora las cosas habían cambiado.Sabía que había cruzado una línea
El chillido agudo de los frenos desgarraba la quietud de la noche, seguido por un impacto que sacudió el aire.El cristal estallaba en mil fragmentos, como una lluvia de estrellas fugaces atravesando la oscuridad, mientras el rugido del metal retorciéndose llenaba cada rincón.El fuerte olor a gasolina y el humo comenzaban a mezclarse con el aroma acre de algo más: miedo, desesperación, pérdida.Todo se movía en cámara lenta y, al mismo tiempo, con una velocidad imposible. Era abrumador.Un grito ahogado luchaba por atravesar la disonancia, pero se perdía en el eco del choque.La carretera, antes tan tranquila, ahora era un caos de luces intermitentes, sombras deformadas y un silencio que dolía más que el estruendo.Elena se despertó de golpe, el pecho agitado, el eco de los frenos chirriando aún resonando fuerte en su mente y con el zumbido en los oídos tan real que sintió la punzada de un fuerte dolor de cabeza apenas despertó a la realidad.El reloj en la mesita marcaba las 4:13 a.
El reloj marcaba las 5:30 a.m. Aunque cada día tenía la esperanza que fuera un poco diferente, ese día el turno de la madrugada en el hospital público al parecer empezaba igual: el zumbido de luces fluorescentes, el aroma a desinfectante y las voces apagadas de los que aún no despertaban del todo.—Duarte, llegas justo a tiempo para la tormenta —dijo Miguel, su mentor y supervisor, un hombre robusto de mirada cansada y barba entrecana que siempre parecía tener una respuesta lista para cualquier crisis.Elena se detuvo junto a la estación de enfermería, donde Miguel revisaba un informe con la rapidez de quien ya lo ha visto todo. — ¿Algo especial hoy, jefe? —preguntó Elena mientras se ajustaba el largo y sedoso cabello en una coleta apurada.—Lo mismo de siempre: pacientes que no deberían estar aquí, médicos que llegarán tarde y una máquina de café rota. Bienvenida al infierno, versión jueves por la mañana —respondió él, con un tono sarcástico que apenas ocultaba su genuino aprecio pa
El silencio se instaló por unos segundos entre ellos, pesado y lleno de preguntas sin respuesta. Elena no sabía por qué alguien como él la estaba buscando, pero tenía claro que lo que fuera, no sería algo simple.Sus miradas se mantenían una fija en la otra, ninguno de los dos se atrevía a desviarla, desafiándose mutuamente con la mirada. Elena nerviosa, presintiendo un golpe más para sumarlo entre todos los que ha recibido a lo largo de su vida, aunque sin la intención de ser minimizada por esa mirada fija y penetrante que le estaba haciendo erizar la piel.Alejandro disimuló con maestría el impacto de verla frente a frente. Para él, Elena Duarte había sido solo un nombre, alguien a quien había imaginado de muchas formas, pero nunca así: esbelta y elegante, incluso en el uniforme sencillo de enfermera. Había en ella una presencia que no necesitaba imponerse; era natural, casi desafiante. Su mirada, fija y directa, parecía querer transmitir frialdad, pero lo que Alejandro percibía era
Elena respiró hondo antes de responder. Todo su ser le indicaba que no debía escuchar ni considerar cualquiera propuesta que le pudiera sugerir Alejandro Santoro, pero algo en su interior, una sensación inquietante que no lograba ignorar, le decía que debía escuchar lo que tenía que decir. La inquietaba el vínculo que pudiera tener con Diana Santoro, pero sobre todo la inquietaba la relación tiene Rodrigo Villalba en la propuesta que no quería escuchar.—No puedo hablar más ahora, estoy trabajando —dijo finalmente, cruzando los brazos frente a su pecho en un intento de recuperar algo de control sobre la situación.Alejandro inclinó ligeramente la cabeza, como si evaluara su reacción con la precisión de alguien acostumbrado a leer a las personas. —Lo entiendo. Pero esto es realmente importante para ambos, señorita Duarte. ¿Podemos vernos más tarde?Elena vaciló. La presencia de ese hombre la perturbaba más de lo que le gustaría admitir. Había algo en su mirada que no solo intimidaba,
El silencio en la sala se prolongó por unos segundos que a Elena le parecieron eternos. El suave zumbido del aire acondicionado y el tenue sonido del tráfico lejano eran los únicos ruidos que llenaban el espacio entre ellos. Alejandro Santoro, imponente y sereno, la observaba con esa mirada inquebrantable, como si pudiera leer cada pensamiento que cruzaba por su mente.—Tome asiento, por favor —dijo finalmente, señalando una silla junto a la mesa de cristal. Su voz era firme, pero educada, como si estuviera acostumbrado a que nadie le negara nada.Elena no se movió de inmediato. Deslizó la mirada por la sala, buscando una opción que le diera la ventaja de mantener cierta distancia. Finalmente, se sentó, pero eligió una silla a varios metros de él, dejando claro que no estaba dispuesta a cederle más control del necesario.—Hable sin rodeos, señor Santoro. No quiero perder el tiempo —dijo Elena, cruzando los brazos con firmeza. Su tono era seco, sin rastros de cordialidad.Alejandro esb
Elena caminaba por las calles silenciosas rumbo a su casa, perdida en sus recuerdos, con la chaqueta ajustada alrededor de su cuerpo como si eso pudiera protegerla del frío que no venía del clima, sino de la sensación inquietante que la acompañaba desde que salió del hotel.Todo el camino de regreso estuvo atrapada en un torbellino de pensamientos. Las palabras de Alejandro se repetían en su cabeza con una insistencia que no podía ignorar."Rodrigo Villalba nos ha quitado demasiado."Había pasado tantos años conteniéndose, enfocándose en sobrevivir, en cuidar a su hermana, en no perderse en el rencor. Pero Alejandro Santoro no solo había removido sus heridas, también le había dado un camino. Un propósito.¿Era eso lo que quería? ¿Venganza?Un suspiro tembloroso escapó de sus labios mientras subía las escaleras de su edificio. Cuando abrió la puerta de su apartamento, el aroma tenue de té de manzanilla todavía flotaba en el aire.A pesar de la tenue luz del pasillo, distinguió a Carla