Milagro en la carretera
Milagro en la carretera
Por: Jéssica Pérez
Prólogo

Siete años antes…

Me tiemblan las manos mientras tengo la prueba de embarazo entre ellas. La paciencia se me agota a cada minuto que pasa, esperando el resultado el resultado que no llega.

Tanner está del otro lado de la puerta. No sé si nervioso a causa del miedo o de la emoción, pero sea como sea, el resultado es algo que puede cambiar nuestras vidas para siempre.

Los condones y las pastillas anticonceptivas no son infalibles, y aunque hemos estado teniendo sexo por todo un año sin el menor riesgo a la vista, no significa que este momento nunca pudiera llegar. La minúscula presencia de mi periodo también es algo que me ayudaba a pensar que esto no iría a más, pero por el cómo me he estado sintiendo últimamente… no lo sé, una prueba no le hace daño a nadie.

Respiro hondo cuando el temporizador llega a su fin, y con cuidado le doy la vuelta al aparato en mi mano, observando la pantalla en la que… solo hay una línea.

No hay bebé.

No sé exactamente cómo sentirme, pero me lavo las manos una vez más antes de salir del baño.

Si Tanner está la mitad de angustiado que yo, entonces lo mejor es no hacerlo esperar.

Abro la puerta el baño y él está justo ahí. Le brindo una pequeña sonrisa antes de abrir la boca y ese es el momento en el que mi mundo se cae a pedazos.

La puerta de la habitación se abre y una chica que reconozco como la hija del decano entra hecha una furia. Sus ojos se ven casi como si ardieran a causa del enojo.

Mira de mí a Tanner, otra vez a mí y finalmente sus ojos se fijan en la prueba en mi mano.

—¡Tú, bastardo infiel! –le grita a Tanner—. ¿Para esto me dices que te dé una oportunidad? ¿Para embarazar a la primera perra que aparezca?

Abro los ojos, sorprendida, mirando a Tanner en la espera de que me aclare las cosas, pero él no me mira.

—Fue cosa de una vez –le dice a la chica en voz baja— y me drogó para que me acostara con ella, ¿sabes lo que he tenido que pasar? ¿Lo que he tenido que hacer para que esto no termine siendo un escándalo?

—Tanner –murmuro.

Sus palabras me impactan, rompen algo dentro de mí, y cuando él ni siquiera gira en mi dirección, sé que, sea lo que sea que vaya a pasar a continuación, no augura nada bueno para mí.

Solo que no esperaba que todo fuera tan horrible. Me quedé sola en esa habitación, con la prueba negativa abrazada a mi pecho como si fuera una especie de ancla, pero por mucho que recé para que las cosas salieran bien, no lo hicieron.

No sé qué palabras usa la hija del decano para explicar lo que pasó, pero a lo siguiente que me enfrento es a mi expulsión. Quedo fuera del campus, siendo acusada de haber drogado y violado a un alumno, además de con una carta que me impedirá ser aceptada en cualquier universidad del país.

Si hubiera pruebas que demostraran mi culpabilidad, quizá aceptaría mi castigo. Si me hubieran permitido decir lo que en realidad pasó o por lo menos lo que había sucedido en esa habitación, explicar que desde hace un año mantengo… mantenía, relaciones sexuales con ese imbécil y se determinara, aun después de saber todo eso, que soy culpable, me enojaría, pero al menos estaría satisfecha por haber obtenido un juicio justo. Pero esto… el simplemente llegar a mí e imputarme una sentencia por un crimen que no cometí solo porque la hija del decano quiere divertirse con un imbécil aún que estuvo con otra… eso es demasiado injusto.

Me gustaría decir que ese día dejé de creer en los hombres. Que en ese momento en que fui expulsada por algo que no había hecho se creó una gran coraza alrededor de mí que me ayudó a ser más fuerte de lo que jamás soñé.

Pero aquel no era el momento con el que la vida planeaba decirme que podía ser increíblemente dolorosa.

No.

Eso ocurrió después. Tres días después, para ser más exacta.

Estaba sentada esperando mi turno para entrar en la consulta de la ginecóloga/obstetra cuando vi a una niña jugando con una muñeca.

No estoy muy segura de que deberían permitirle la entrada, pero al verla jugar, no pude evitar verme reflejada allí. Recuerdo el momento en que mi madre me vio cuidando a una vieja muñeca, y me dijo que algún día yo sería una estupenda madre.

El recuerdo siempre me hace sonreír, y pensar que podría haberlo estado, embarazada, digo, a pesar de haber sido en el momento incorrecto y con la persona incorrecta, habría amado tanto a ese bebé que, si su padre no quería formar parte de su vida, sabía que conmigo tendría suficiente.

Y entonces ocurrió.

A partir del momento en que la enfermera pronunció mi nombre y dijo que podía pasar… todo se torna un poco borroso.

Solo recuerdo estar sentada, con una bata puesta como toda ropa después del chequeo y a la doctora diciéndome que mis probabilidades de concebir, si no es que nulas, son terriblemente escazas, y que por la condición de mis ovarios, en caso de que llegue a concebir, un aborto espontáneo es lo que mayores probabilidades tenía de suceder.

Ese fue el momento en el que no sabía si podía continuar sola.

Podía soportar no estudiar en una universidad, sé que hay muchas maneras de recibir una educación y obtener un trabajo decente que pague las facturas, pero renunciar a mi sueño de ser madre… aquello, aquello era un golpe demasiado duro.

Tirada en la cama, me quedo observando mi celular más tiempo del que debería.

Quizás parezca patética, lamentable y todos los sinónimos que puedan llegar a mi cabeza mientras mis ojos están terriblemente hinchados por llorar, del mismo modo que mi nariz está vergonzosamente roja y goteando mocos cada tanto, pero no me enfoco en eso, solo soy capaz de ver el teléfono en mi mano y debatirme una y otra vez entre si es correcto llamarlo o no.

Mi agonía llega a su fin cuando mi celular suena y su número aparece en la pantalla. No soy lo suficientemente estúpida como para pensar que tenemos una especie de conexión de mejores amigos y que por eso me llama, así que carraspeo varias veces para asegurarme de que mi voz no suene completamente destrozada.

—Hola –saludo.

—¡Shirley! ¡Hola! No sabes la maravilla que me ha pasado ¡lo he conseguido!

Siento que algo dentro de mí se rompe un poco al escuchar la alegría con la que habla.

—Ah, ¿sí? –pregunto.

—¡Sí, Dios! La entrevista… —hace silencio por un segundo—, ¿te pasa algo?

Respiro hondo, intentando que mi voz esté calmada y que mi mentira no se vaya al traste.

—¡No! ¡Solo estoy desesperada porque no terminas de contarme!

Intentar que mi voz suene efusiva es algo que me cuesta, pero creo que he hecho un buen trabajo distrayendo la atención de mí.

Y entonces lo escucho, lo escucho decirme con toda la emoción cómo consiguió el trabajo en la empresa que quería —donde ha estad haciendo prácticas sin paga durante los últimos cinco meses— y no soy capaz de empañar su felicidad con mis problemas.

Me limpio las lágrimas mientras lo escucho reír, y en alguna parte de mi corazón, me siento feliz por él, me siento feliz porque uno de los dos lo haya conseguido, aunque yo tenga que guardarme los secretos que me rompieron.

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