Capítulo 2

A las dos de la tarde abro la puerta del copiloto del auto de Kyle, mi mejor amigo y jefe y en cuanto me coloco el cinturón de seguridad, arranca.

Por el camino no hablamos, pero no porque nos llevemos mal, sino porque esto es parte de la rutina de Kyle. En este momento, mientras su mirada está fija en la carretera y en nada más, se dedica a hacer un repaso mental de las personas que va a visitar y acerca de lo que les va a hablar. Es algo a lo que estoy acostumbrada y a lo que me he adaptado con el tiempo.

Respiro hondo, tarareando canciones por lo bajo para asegurarme de no distraerlo.

Cuando llegamos a la compañía, no sé por qué presiento que las cosas no saldrán estupendamente, pero intento no proyectar mis pensamientos hacia el exterior, aunque cuando salimos del auto y cruzo mi mirada con la de kyle, sé que está pensando lo mismo que yo.

Tres horas después, le sonrío.

—¿Ves? La reunión no salió tan mal como pensabas –le digo a Kyle evitando mencionar a propósito el hecho de que yo también pensaba que sería un desastre, pero es porque no creo que aporte nada en este momento.

—No. Fue peor. Mucho peor de lo que imaginaba —replica.

—Bueno… admito que no fue la mejor reunión de todas, pero si miras el lado bueno, ya no tendrás que verlos por el resto de la semana.

Lo veo negar levemente con la cabeza. A veces le molesta que me enfoque tanto en ver el lado positivo de las cosas, pero la verdad es que no creo que hacerlo sea algo malo.

—Solo asegúrate de que no tenga que volverlos a ver en una larga y en serio, muy larga temporada.

—Anotado.

Mantengo la mirada en la carretera, intentando encontrar algo que lo distraiga del lugar en el que está cayendo su mente, porque sé que está a muy poco de…

—Es que me parece una estupidez —caer en un bucle. Bueno, intenté evitarlo, solo que no he sido lo suficientemente rápida—. He trabajado aquí durante casi una década. Me he esforzado mucho más que la mayoría de las personas que trabajan en la compañía y aún así… aún así quieren socavar mi autoridad. «Hablaremos con tu jefe» –dice la última frase intentando imitar la voz de uno de los ejecutivos de la junta—. Amigo, soy casi mi propio jefe y aunque quieras hablar con el que está ligeramente más arriba, el cierre del trato es una decisión de departamento que me corresponde tomar a mí. ¿Me entiendes?

—Por supuesto que te entiendo –asiento.

Honestamente no intento ignorarlo, pero estoy a punto de decirle que vi una ardilla —la excusa más patética del mundo, lo sé— y pedirle que se detenga porque quiero tomarle una foto —lo que es más patético aún—.

Avanzamos unos cuantos metros más y creo que Dios le ha dado respuesta a mi petición silenciosa. Hay una caja a un lado de la carretera. Tiene algo escrito con plumón negro y desde esta distancia no puedo leerlo, pero estoy segura de que es la excusa perfecta para ponerlo a pensar en otra cosa. Porque lo que sigue cuando mi amigo se indigna porque quieren socavar su autoridad, es que quiere reportarlo con alguien, quien sea, que tenga más autoridad que él por mínima que pueda ser.

—¿Sabes qué? Creo que él trabaja para una compañía con la que hicimos negocios hace como tres años y conozco al dueño. Llama…

—¡Mira! –hago como si acabara de ver la caja y señalo de manera desesperada hacia ella, haciendo que mi amigo reduzca la velocidad—. ¿Qué es eso?

—¿Qué es qué? –baja un poco más la velocidad mientras mira hacia donde señalo—. ¿La caja?

—Sí. Tenemos que saber lo que tiene. Oríllate.

—Shirley, eso probablemente sea una caja llena de basura, no vale la pena que…

—Solo oríllate –pido con los dientes apretados.

Lo escucho soltar un resoplido, pero pone la intermitente y se detiene a un lado de la carretera.

Me quito el cinturón de seguridad y me bajo del auto, escuchando su puerta abrirse y cerrarse luego de unos segundos mientras dirijo mis pasos a la caja.

Estando lo suficientemente cerca, puedo identificar las palabras escritas con marcador grueso. Dice «DONACIONES».

—A mí no me parece que eso sea basura –le digo con una sonrisa a mi amigo.

—Es una simple caja, a lo mejor se le cayó a algún camión camino a una subasta, una casa de empeños o algo así.

—¿Y quedó tan bien colocada al lado de la calle? No lo creo. Admítelo. Podemos estar a punto de iniciar una gran aventura. Y si es algo que se les ha caído, podemos devolverlo o…

—Quedarnos con ello –dice mirándome—. Esa idea ya me está gustando más.

El recuerdo de cuando éramos más jóvenes y en el verano nos sentábamos en las entradas de los bares a ver si corríamos con la suerte de que a alguien se le cayera un dólar o unas monedas para ir a comprar golosinas llega a mi mente y creo que a la suya también, porque me sonríe.

Tengo claro que él no le va a poner las manos a la caja, así que soy la que debe sacrificarse por el equipo. Me pongo de rodillas en la hierba y miro la caja, comprobando que no parece tener ninguna mancha que se me pueda pegar a la ropa ni nada parecido. No tiene cinta de embalar, así que quien sea que lo haya metido al camión no parecía preocupado de que alguien sacara su contenido en el camino.

Hago las solapas de la caja a un lado y llevo una mano a mi boca cuando veo lo que hay dentro. Las lágrimas llenan mis ojos y un sollozo intenta escapar mientras veo… mientras, yo… oh, por Dios, no puedo creer que esto esté pasando en serio, ¿quién podría…?

—¿Ganaré algo con esto en alguna venta de garaje o solo nos quedaremos aquí de pie perdiendo el tiempo? –pregunta mi amigo y no puedo creer que no esté viendo esto.

Me giro hacia él con cuidado y creo que puede notar el miedo en mis ojos, también mis lágrimas, porque de inmediato se acerca a mi lado y, en cuanto ve lo que hay dentro, se aleja como si lo hubieran golpeado en el rostro.

—No –dice—. No, no, no. Vámonos de aquí ahora mismo.

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