Una puta —dijo el jefe de los intrusos. —Sí, ¿y? —dijo Nueve. —¿Cómo "y"? Que algo tendrá, algo ya habrá hecho —se plantó el Jefe, como para que no quedaran dudas de 12 que ya había elegido su objetivo y de que ningún advenedizo lo iba a apartar del botín que imaginaba esperándolo en la cartera plateada no demasiado grande. —¿Qué? ¿Ahora apretamos putas? —quiso seguir cuestionando Nueve, a partir de algún tipo de honor mancillado. —Apretamos lo que tenga plata, chabón. Y si no te gusta, te las podes tomar. Nadie te llamó. Los demás no quisieron formar parte de la diferencia de opiniones porque la navaja a resorte del Jefe era famosa, y además porque, secretamente, tal vez estaban complacidos de que el dinero de esa noche llegara con tanta simpleza. —Vos, tópala por adelante, que yo la aprieto por atrás— ordenó el Jefe. Sabían moverse. Pato corrió unos metros por la vereda de enfrente, antes de cruzarse en la imaginaria línea de camino de Elizabeth. Cuando la muje
La madre le había enseñado el amor por su nombre y por la memoria. El padre lo había inundado de su orgullo por el anarquismo. La madre le hablaba de lejanos héroes hebreos. El padre, de Antonio Soto, el español que se había puesto al frente de los campesinos patagónicos cuando las huelgas de 1919. Y había también una historia, claro: 18 "Llegó un momento en que los últimos obreros que todavía resistían fueron rodeados en los campos de una de las es tandas. Y hubo que decidir si pelear o entregarse. Los que dirigían el movimiento dijeron que había que combatir hasta el final. Pero los hombres ya estaban cansados de tanta lucha y, cuando hubo que votar, resolvieron rendirse a los soldados del teniente coronel Várela. Pero Soto no quiso suicidarse: sabía que Várela tenía orden de fusilarlo no bien se entregara y no tenía la intención de darle el gusto. Esa noche, cuando los campesinos cabalgaron con una handera blanca para ponerse a las órdenes de Várela, Soto se perdi
—Bueno, quién sabe. Ahora tengo que seguir trabajando, Nueve. Cerra la cortina, que vamos a arreglar el DiTelia este que lo van a venir a buscar a la tarde.Nueve era el único del barrio que conocía el secreto dela eficacia mecánica de don Eleazar. El hombre colocó susollas alrededor del auto y empezó a danzar en el taller,mientras recitaba los conjuros de los nativos de SierraLeona. Con la práctica, había descubierto que la danzaLa carpintería seguía cerrada. Eran más de las once y• Bardo le pareció una exageración esa costumbre de Hugode abrir casi al mediodía cuando la noche anterior terminaba con una borrachera inmortal. Ya se habían ido dosdientas que se habían cansado de esperar y Bardo pensóque era su deber de amigo entrar a la casilla y despertaral carpintero. Lo imaginó tirado en el catre, boca abajo,COn un aliento a alcohol que inundaría la habitación casihasta la náusea y pidiendo por favor que lo dejara morirtranquilo, que esa casilla de mierda y esa carpinte
lvido. El sol empezaba a hacerse un simulacro en el horizonte y el fresco del otoño ayudaba a aumentar la sensación de silencio que invadía todo. Bardo explicó las líneas de acción con detalle, para que nadie pudiera alegar ignorancia de sus deberes. —Quiero que ese sepa con quién se metió y por qué le va a pasar lo que le va a pasar. No le van a dar más ganas de andar metiéndose en la Villa para afanar nada y tampoco le van a quedar ganas de meterse con la Elizabeth. Además, el plan empezaba con un detalle curioso, por no decir inverosímil. El plan empezaba con una carta. —Esta es la carta que escribí, y vos, Pelado, te vas a ir hasta el barrio y se la vas a dejar en el kiosco del Pitu. El Jefe para siempre ahí. Después nos dejamos caer por el barrio el sábado a la noche. En El Trópico hay joda y van a estar todos. Yo voy a llevar el fierro. Ellos alguno van a tener. Nos vemos el sábado a las diez en la pizzería. Pocas palabras. Las necesarias para ser dichas. Las otras,
los derrotaron y los hicieron huir. Esa mañana Dios derrotó a Alá y el conde Drakul cabalgó victorioso sobre los cadáveres de sus enemigos, y dicen que reía, mientras su espada se afilaba una y otra vez sobre los cuellos de los hombres odiados. En desbandada y llenos de pánico y rencor, unos pocos sarracenos lograron esquivar la furia de ese demonio y huir a regiones donde no pudiera encontrarlos la sed de ese filo terrible. Huyendo sin sentido, encontraron un castillo perdido entre los Cárpatos y a un campesino tembloroso. Le preguntaron quién habitaba allí y, cuando el hombre respondió que era la morada del noble señor de aquellas tierras, el siempre bienamado conde Drakul, los fugitivos planearon una venganza cruel. Cortaron la cabeza del campesino y la desfiguraron, y le arrancaron los cabellos. Cuando fue imposible reconocer algún rasgo en ella, la metieron en una bolsa de tela y cabalgaron hacia el castillo. Se detuvieron ante el portón principal solo para gritar que e
caer por la Villa cuando quieran y hacer lo que se les cante. Vamos a entrar por la avenida porque a esta hora hay mucha gente y no se les va a ocurrir hacernos una trampa. Vamos, cuando estemos cerca de El Trópico se van para donde dijimos. —Vamos —ordenó luego de una breve pausa. Y fueron. Todos. Como soldados romanos al asalto de Masada. Pero llevaban navajas en lugar de lanzas. Y un 22 largo. El Jefe había dispuesto su escaso mecanismo de defensa con sabiduría. En ese momento, Nueve pensaba en la historia de Drakul y en eso de que los pocos fueron más poderosos que los muchos, y pensaba también que algo así debería suceder si querían salir bien parados de la que se venía. Sabía que la tropa de Bardo era bastante más numerosa que la propia y confiaba en que la suerte que acompañó al conde de los Cárpatos le fuera igual de propicia a su grupo. Estaban bien distribuidos, pero no eran demasiados, y solo algunas navajas y un par de armas de fuego abultaban sus bolsillos. La
Los polvorientos caminos de la Villa lo vieron aparecer sin prisa, arrastrando sus años como una sabiduría pesada. Se detuvo en una esquina que señalaba el cruce de dos calles especialmente anchas y contempló hacia los cuatro vientos. El paisaje era idéntico, mirara para donde mirara. Las casas chatas permitían que los ojos no tropezaran casi con nada. El sol reverberaba en los techos de las casillas breves y aumentaba la sensación de soledad y vacío. A unos cuarenta metros de donde él se había detenido, un grupo de perros revolvía un gigantesco montón de basura buscando la comida del día. Cerca de allí, un almacén cobijaba seis o siete cervezas que se guardaban del calor. Las cervezas mataban el aburrimiento de la media mañana, dejando que pasara el tiempo y sintiendo la cercanía del cuerpo ajeno. No hablaban las cervezas. El silencio era un homenaje al otro. Una forma de estar juntos. Enseguida del almacén empezaban los pasillos, donde las ventanas de una casa se enfren
La madre no está y el funcionamiento de la casa queda a su cargo. —Hola, Sandri —saludaron los hermanos menores. —Hola, enanos —dijo la nena. Bardo no estaba todavía. Buscó en la heladera, buscó en el armario y preparó todo para el almuerzo. Cuando estaban por terminar, llegó el hermano mayor. —¿Te sirvo? —preguntó Sandra, sin averiguar sobre las causas de la demora. —No, ya comí por ahí —respondió él, sin explicar nada. Pocas palabras hay en la casa. Bardo no es de muchas y Sandra ha crecido mirándose en ese espejo. Tienen casi la misma edad. Se llevan apenas lo indispensable para gestar un bebé nuevo, luego de haber tenido uno. Diez meses después de Bardo, llegó la muchacha que ahora levanta la mesa, mientras los menores salen a jugar a la cancha y el mayor pone música. Sandra termina y ella también sale a la calle, alsiempreafuera, al de todos los días. Hace unas cuadras para cualquier lado y finalmente elige un rumbo, hacia la carpintería donde la está esperando Hug