Las primeras luces del alba se colaban a través de los pesados cortinajes del gran ventanal de su habitación. Tenían el lugar con tonos anaranjados que le dé daban un aspecto etéreo, como si todavía siguiera en el mundo de los sueños.
Faltaba una hora para el desayuno y, siendo sincero, no creía que pudiera retener nada en el estomago. En ese momento, observaba el amanecer desde su cama, fumando un cigarrillo para aplacar su nerviosismo.Se estiró con languidez sobre la cama. Si cerraba los ojos podía ver de nuevo el reciente recuerdo de aquel último beso que le diera antes de irse de su habitación. Recordó, con cierta satisfacción, aquellos labios humedecidos y esos ojos implorantes y hambrientos, que parecían pedirle a gritos que no se apartara de ella.Irónicamente , no pudo evitar maldecirse por tomar la decisión de irse, pero sabia que era lo mejor. Al menos por el momento, antes de saber que ocurría, lo mejor era no tomar riesgos. Lo mejor erAl salir de su habitación, le ofreció el brazo para conducirla al comedor menor, donde tomarían el desayuno. Ella lo aceptó, sonriendo con coquetería, al posar sus manos en él. Mientras caminaban por el pasillo, Lawrence notó como ella tanteaba su brazo y no pudo evitar sonreír divertido mientras ponía los ojos en blanco y hacia de cuenta que no se enteraba de nada. Para él, Lorette, parecía una niña que estaba buscando su próxima travesura. Y, eso le provocaba curiosidad. De modo que esperaría a ver qué sería lo que estuviera por decir o hacer. Solo por darle el gusto, tensó el músculo de su brazo, casi por casualidad, notando como el rostro de Lorette mostraba lo que parecía ser la sorpresa.—¡Oh!¡Vaya! A simple vista, no pareces tan fuerte, Lawrence.— comentó Lorette sin dejar de caminar, completamente ajena a la sonrisa burlona de Lawrence. Una sonrisa que, por cortesía, intentaba reprimir una carcajada de burla. Pero que , por fal
—¿Cómo… Cómo dijo?—preguntó atragantándose con su propia lengua un hombre de unos cuarenta años y calvicie incipiente.—¿Perdón, cómo dijo, señor?Lawrence suspiró resignado, ya estaba acostumbrado a ese tipo de reacciones. Más que nada, porque siempre se le olvidaba la básica formula de cortesía al dar una orden a la servidumbre. No lo hacía con mala intención, solo era un descuido de su parte. Sus empleados lo sabían y no le guardaban rencor. Al contrario, solo se lo recordaban de formas indirectas. Como la que creyó que estaba usando ese hombre en ese momento. —Buenos días, Willan.— saludó forzando una sonrisa en dirección al hombre de unos cuarenta años y calvicie incipiente. —He de pedirte que nos lleves al campamento gitano, al que esta a las afueras de la ciudad.Willan no pudo evitar observarlo con aun más horror en su rostro. Como si creyera que aquel señorito que conocía desde los años en que este aun mamaba de la teta de su ma
Apoyado contra la puertecilla del carro, Lawrence había decidido ocupar ese tiempo muerto en observar el paisaje a través de la ventana. Por elección personal, él no solía salir de la finca a menos que el motivo fuera de vital importancia. Menos aun, le gustaba asomar la nariz cerca de las caóticas calles céntricas de Londres. Como lo estaba haciendo en ese momento, amparado por el oscuro cortinaje que cubría la ventanilla. La sola visión de la gente ocupada en su diario ir y venir por las aceras empedradas, lo ponía nervioso y creaba un nudo en su estómago difícil de calmar. Como estaba reconociendo que le ocurría en ese momento.«¡Oh!¡Vamos!¡No aquí!¡No ahora! Por favor, no ahora…»Imploró apartando la vista de la ventanilla y recostando su cabeza en el respaldo del asiento al sentir que comenzaba a sudar frío. Odiaba cuando le ocurría eso.Recordó que eso no siempre le había ocurrido. Antes, mucho tiempo antes de que a su p
«En la cara del agua del rio, donde duerme la luna lunera…» Cantaba una voz dulce y femenina en la neblina de su entre sueño. Tardó un par de segundos en reconocerla, era la voz de su madre. La misma voz que siempre cantaba la misma canción, como si de una simple nana se tratase. Aunque, a esas alturas, Lawrence dudaba mucho que solo se la hubiera cantado por un simple gusto personal. «El torito de casta bravío… la vigila como un fiel centinela…» Entre abrió los ojos y lo primero que vio, fue a Lorette. Ella dormía sobre su hombro, con la placidez de quien sabía que estaba en un lugar seguro. «Ese toro enamorado de la luna, que abandona por las noches la manada… Curioso…» Observó en silencio mientras le corría un pequeño mechón de cabello que le cruzaba la cara. «La luna se está peinando, en los espejos del río y un toro la está mirando… Entre la jara escondido» Recordó como por casualidad. Así comenzaba esa canción que hablaba de la historia de un toro que se había en
—¿Qué más da? Ni payo ni señorito… ni siquiera un calorro…— replicó con desprecio para luego exhalar un suspiro de resignación—… Un mestizo y nada más… es lo que se gana por ser hijo de una calorra y un payo… ¿Qué más da? Quizás, sonaba desalentador para quien lo oyera. Pero eso no era nada más que la mera y cruel verdad. Él no era más que un simple mestizo que jamás sería aceptado por completo entre los payos. Ni entre los calorros. Quizás, algo de su tono de voz o sus palabras le disgustaron o preocuparon a Lorette. No estaba seguro, pero creía que algo de lo que había dicho hizo eco en la mente de la joven, quien se detuvo para observarlo por encima del hombro. Por un momento, vio los ojos verdes de ella brillar, con la actitud de quien estuviera viendo a través de él y no solo lo que él quería mostrar en la superficie. Por un momento, se sintió desnudo delante de ella. Desvió la mirada, intentando ocultar su incomodidad. Buscó en su mente, cualquier excusa para desviar la
En el rostro de aquel hombre, Lawrence, creyó ver el asomo de la inconformidad. Como si estuviera juzgando su sola presencia. Como si viera en él a alguien indigno de la mano de su hija. «Sabe a que he venido, es evidente que lo sabe… y quiere que le tema o mejor dicho, que me vaya ¿Está ofendido conmigo? Eso parece.» Decidió al creer que había descubierto el mensaje oculto detrás de aquel pesado silencio. No le sorprendía que lo juzgara una ofensa. A fin de cuentas ¿Qué gitano, en su sano juicio, aceptaría el trato de casar a su hija con el hijo de un payo? Si lo pensaba mejor, lo que no tenía sentido era que él se encontrara allí para confirmar el trato que había hecho su padre con ese hombre. Trato que, tampoco se explicaba que hubiera salido de su padre. Entre más lo pensaba, menos sentido tenía aquella situación. Pero, sea, así eran las cosas y, en ese momento, él se encontraba de pie tapando la entrada de la carpa, observando a un hombre que parecía despreciarlo y que bu
Lawrence tragó saliva en seco. Debía reconocer que se sentía acorralado. A sus ojos, esa anécdota familiar era demasiado absurda y vergonzosa para contarla. No obstante, los ojos de Joel, eran claros en sus intenciones. No quería, ¡Exigía!, que le contase aquella parte de su historia. De modo que tomó aire y se aventuró a responder. —…Mi bato, contaba, pues, que se batió a duelo con un pretendiente de ella…— comenzó a explicar, notando como usaba muchas muletillas en ese esfuerzo—… Que estuvo a punto de matarlo. Pero, las suplicas de mi madre, que quería salvar aquel antiguo pretendiente que tanto la había amado, hizo que le perdonara la vida… Hizo una pausa, sintiendo sobre él, el peso de la mirada fría de ese hombre que parecía juzgar la veracidad de a breve relato. O quizás, estaba sopesando cuánto de eso creía que era cierto. —¡Oh! Bueno, es mi bato, dudo mucho de la veracidad de aquella historia…— tuvo la necesidad de agregar. Por toda respuesta, Joel ensanchó una
—¿Y bien? ¿Tú qué piensas, tú, plani?— preguntó Lorette, nerviosa, después de haberle comentado a su hermana todo lo ocurrido en la noche anterior. Se veía confundida y un tanto preocupada. Para Alelí, resultaba evidente que Lorette no era plenamente consiente del poder que poseía. Alelí cruzó los brazos sobre su pecho, pensativa. Había veces en que su hermanita podía ser muy incrédula si se lo permitía. Ya se lo había explicado, no una, sino muchas veces. Las mujeres como ella, nacían con un don y, en ella, ese don era aun más fuerte. Sin embargo, no importaba cuánto se lo explicara, simplemente, Lorette, se resistía a creer en eso. Pero allí estaba, sorprendida por todo lo que había ocurrido la noche anterior. Le había confesado, sin omitir detalle alguno, que había seguido sus consejos al pie de la letra. Tampoco se guardó de comentarle los resultados. Por ese motivo, no cabía en sí de la sorpresa al ver cuan acertadas habían sido las sugerencias de su hermana. Pero, a su