Dante estaba despierto, recostado de lado, con el torso desnudo y el cabello alborotado cayéndole sobre la frente. Observaba a Svetlana dormir, con los labios entreabiertos y una mano descansando sobre su pecho. Su respiración era tranquila, como si al fin hubiese encontrado paz en sus brazos. Y por primera vez en mucho tiempo, él también la sentía.No había reuniones. Ni llamadas. Ni mensajes encriptados.Por lo menos, no ese día.Ese día, ella era su prioridad.Extendió el brazo y presionó el botón del intercomunicador que había junto a la cama.—Quiero el desayuno en la habitación —ordenó en voz baja—. Para dos. Y que nadie me moleste en toda la mañana.Cuando Svetlana abrió los ojos, se encontró con los de él. Oscuros, intensos, pero con un brillo distinto… uno que reservaba solo para ella
Horas antes...El silencio en el pasillo era denso, casi respetuoso. Solo se oía el leve zumbido del sistema de ventilación y el eco distante de pasos de algún médico de guardia. Las luces blancas titilaban de vez en cuando, como si presintieran el pecado que estaba por cometerse entre sus paredes.La mujer avanzaba con paso contenido, medido, como quien sabe que cada segundo cuenta. El leve tintinear de los utensilios sobre la bandeja metálica parecía un grito en el pasillo desierto. Vestía el uniforme reglamentario: pantalones azul marino, blusa blanca, cofia ajustada, mascarilla que ocultaba el temblor leve de su barbilla. Pero lo que llevaba en la mano no era un medicamento cualquiera.Dentro de la jeringa, había 10 miligramos de digoxina en exceso, una sustancia usada comúnmente para tratar problemas cardíacos, pero que, en una dosis alta y cuidadosamente administrada en una vía intravenosa, podía inducir un paro cardíaco sin dejar rastro. En
El cielo de Calabria ardía en tonos rojizos y púrpura, como si el mismo firmamento llorara en silencio la pérdida de un hijo que fue enterrado demasiado pronto.Tal como Dante había ordenado, el entierro se realizó al final de la tarde, sin ceremonia religiosa ni grandes discursos. Solo tierra, piedras, y una lápida sencilla con el nombreEnrico Savastano,la fecha, y una inscripción breve que él mismo eligió:“Leale fino alla fine”.(Leal hasta la muerte)Su madre fue la única que lloró. Se arrodilló junto a la tumbay sus dedos apretaronla tierra aún fresca mientras su llanto partía el aire como un cristal roto. Los hombres del clan, reunidos en semicírculo, observaban en un silencio fúnebre y cargado. Ninguno lloró. No porque no les doliera, sino porque en ese mundo, las lágrimas eran un lujo que solo las mujeres podían permitirse.En sus ojos solo había fuego.Rabia.Dolor.Sed de venganz
El día había amanecido con un cielo tan azul que parecía una promesa. La brisa cálida del mar se colaba entre los cipreses y las bugambilias, cargada del aroma a romero y azahar que impregnaba los jardines de la Villa Bellandi. Pero bajo esa belleza, latía algo más. Una tensión invisible. Un susurro en los pasillos. Porque aunqueese díase celebraba una boda, hacía apenas veinticuatro horas que se había enterrado a un soldado. Y la tierra aún no se había secado.Desde el desván de piedra en lo alto de la mansión, Dante Bellandi observaba el bullicio silencioso de la preparación. Tenía las manos cruzadas a la espalda, vestido con una camisa blanca impecable, los primeros botones abiertos y el chaleco colgando de su hombro como si aún no decidiera si debía terminar de vestirse... o salir a cazar fantasmas.Desde allí lo veí
El murmullo de los invitados se desvaneció cuando los acordes del órgano comenzaron a llenar el jardín de la Villa Bellandi. Bajo un cielo perfectamente azul, los rayos del sol se filtraban entre los árboles, haciendo que los cristales que colgaban de las guirnaldas resplandecieran como estrellas atrapadas en la tierra.Svetlana apareció en el extremo del pasillo, vestida de blanco marfil, con un velo sutil que dejaba entrever su rostro de porcelana. Su silueta parecía flotar sobre la alfombra de pétalos de rosa que la precedía. El vestido, ceñido en la cintura, era una obra de arte; delicado, elegante, digno de una princesa… o de la esposa de un capo.Tatiana, sentada en la primera fila, sostenía la mano de Alexei, quien observaba en silencio, su rostro inexpresivo, pero con los ojos fijos en su hija, como si intentara memorizar cada paso.Del otro lado, Mirella parecía una estatua tallada en mármol. Hermosa, altiva, pero con los labios tan apretados como sus manos entrelazadas.Dant
Nikolai observaba el caos, la gente corriendo por todos lados, el pánico reflejado en sus rostros, mujeres llorando, sangre salpicando los manteles blancos... Y una sonrisa torcida curvó sus labios.—Idiotas —murmuró en ruso, sin despegar la vista de aquella escena—. Ni siquiera nos vieron venir.A su lado, Vladislav alzó el auricular de comunicación interna.—Grupo Uno, avanzar por el ala este. Grupo Dos, controlen la cocina y los pasillos de servicio. Recojan armas y prepárense para el segundo movimiento.Del otro lado de la línea, una voz respondió:—Entendido. Avanzando.Había algo casi poético en la precisión con la que la Bratva ejecutaba su plan. Como una variación de ballet... muy sangrienta.Cada paso, cada explosión, cada disparo, había sido ensayado. Ensamblado pieza por pieza en la maquinaria invisible que operaba bajo la fachada de la boda Bellandi.—¿Y ahora qué, padre? —inquirió Nikolai, ansioso, con los ojos encendidos—. ¿Los aniquilamos a todos?Vladislav no apartó la
Los zapatos de Dante crujieron sobre el césped humedecido por la sangre y los restos de cristal roto. A lo lejos, todavía sonaban algunos disparos aislados, pero en esa zona… en ese momento… reinaba un silencio de esos que anteceden al Apocalipsis.Vladislav Petrov se detuvo a pocos metros. Dio un par de pasos más y levantó la barbilla, dejando que la brisa le acariciara el rostro como si nada lo perturbara. A su lado, Nikolai, más joven, más impetuoso, más envenenado por el deseo, flexionó los dedos dentro de los bolsillos como si intentara contener un estallido de furia reprimida.—Bellandi —murmuró Vladislav con esa voz profunda, elegante y viperina—. Qué gusto verte, al fin, cara a cara.Dante no respondió. Solo lo miró. Como si analizara cada músculo, cada gesto, cada intención escondida detrás de esos ojos grises.
Las paredes eran de concreto reforzado, sin una sola grieta. El silencio era denso. No llegaba ni un eco de los disparos, ni del caos que seguramente seguía rugiendo en la superficie. Solo el zumbido sutil del sistema de ventilación, y la respiración contenida de quienes se encontraban dentro.Svetlana apretaba los puños, los nudillos blancos, el corazón estrujado por una mezcla de miedo y desesperación. Su vestido de novia estaba sucio y rasgado en los bordes, y su rostro, aunque hermoso, estaba marcado por la angustia.A su lado, Tatiana sostenía en brazos a Anya, quien dormía tras haber llorado hasta el agotamiento. Alexei sentado a un lado de la silla de ruedas de su esposa, y no apartaba la vista de sus hijas.—Esto es culpa tuya —escupió Mirella de repente, con la voz llena de veneno, mirando a Svetlana como si fuera la portadora de todas las tragedias—. ¿Es que no lo ves?Svetlana abrió los ojos, herida. La miró, sintiendo cómo la culpa la atravesaba.—Desde que llegaste, comen