El cielo de Calabria ardía en tonos rojizos y púrpura, como si el mismo firmamento llorara en silencio la pérdida de un hijo que fue enterrado demasiado pronto.
Tal como Dante había ordenado, el entierro se realizó al final de la tarde, sin ceremonia religiosa ni grandes discursos. Solo tierra, piedras, y una lápida sencilla con el nombre Enrico Savastano, la fecha, y una inscripción breve que él mismo eligió:
“Leale fino alla fine”. (Leal hasta la muerte)
Su madre fue la única que lloró. Se arrodilló junto a la tumba y sus dedos apretaron la tierra aún fresca mientras su llanto partía el aire como un cristal roto. Los hombres del clan, reunidos en semicírculo, observaban en un silencio fúnebre y cargado. Ninguno lloró. No porque no les doliera, sino porque en ese mundo, las lágrimas eran un lujo que solo las mujeres podían permitirse.
En sus ojos solo había fuego.
Rabia.
Dolor.
Sed de venganz
El día había amanecido con un cielo tan azul que parecía una promesa. La brisa cálida del mar se colaba entre los cipreses y las bugambilias, cargada del aroma a romero y azahar que impregnaba los jardines de la Villa Bellandi. Pero bajo esa belleza, latía algo más. Una tensión invisible. Un susurro en los pasillos. Porque aunqueese díase celebraba una boda, hacía apenas veinticuatro horas que se había enterrado a un soldado. Y la tierra aún no se había secado.Desde el desván de piedra en lo alto de la mansión, Dante Bellandi observaba el bullicio silencioso de la preparación. Tenía las manos cruzadas a la espalda, vestido con una camisa blanca impecable, los primeros botones abiertos y el chaleco colgando de su hombro como si aún no decidiera si debía terminar de vestirse... o salir a cazar fantasmas.Desde allí lo veí
El murmullo de los invitados se desvaneció cuando los acordes del órgano comenzaron a llenar el jardín de la Villa Bellandi. Bajo un cielo perfectamente azul, los rayos del sol se filtraban entre los árboles, haciendo que los cristales que colgaban de las guirnaldas resplandecieran como estrellas atrapadas en la tierra.Svetlana apareció en el extremo del pasillo, vestida de blanco marfil, con un velo sutil que dejaba entrever su rostro de porcelana. Su silueta parecía flotar sobre la alfombra de pétalos de rosa que la precedía. El vestido, ceñido en la cintura, era una obra de arte; delicado, elegante, digno de una princesa… o de la esposa de un capo.Tatiana, sentada en la primera fila, sostenía la mano de Alexei, quien observaba en silencio, su rostro inexpresivo, pero con los ojos fijos en su hija, como si intentara memorizar cada paso.Del otro lado, Mirella parecía una estatua tallada en mármol. Hermosa, altiva, pero con los labios tan apretados como sus manos entrelazadas.Dant
Nikolai observaba el caos, la gente corriendo por todos lados, el pánico reflejado en sus rostros, mujeres llorando, sangre salpicando los manteles blancos... Y una sonrisa torcida curvó sus labios.—Idiotas —murmuró en ruso, sin despegar la vista de aquella escena—. Ni siquiera nos vieron venir.A su lado, Vladislav alzó el auricular de comunicación interna.—Grupo Uno, avanzar por el ala este. Grupo Dos, controlen la cocina y los pasillos de servicio. Recojan armas y prepárense para el segundo movimiento.Del otro lado de la línea, una voz respondió:—Entendido. Avanzando.Había algo casi poético en la precisión con la que la Bratva ejecutaba su plan. Como una variación de ballet... muy sangrienta.Cada paso, cada explosión, cada disparo, había sido ensayado. Ensamblado pieza por pieza en la maquinaria invisible que operaba bajo la fachada de la boda Bellandi.—¿Y ahora qué, padre? —inquirió Nikolai, ansioso, con los ojos encendidos—. ¿Los aniquilamos a todos?Vladislav no apartó la
Los zapatos de Dante crujieron sobre el césped humedecido por la sangre y los restos de cristal roto. A lo lejos, todavía sonaban algunos disparos aislados, pero en esa zona… en ese momento… reinaba un silencio de esos que anteceden al Apocalipsis.Vladislav Petrov se detuvo a pocos metros. Dio un par de pasos más y levantó la barbilla, dejando que la brisa le acariciara el rostro como si nada lo perturbara. A su lado, Nikolai, más joven, más impetuoso, más envenenado por el deseo, flexionó los dedos dentro de los bolsillos como si intentara contener un estallido de furia reprimida.—Bellandi —murmuró Vladislav con esa voz profunda, elegante y viperina—. Qué gusto verte, al fin, cara a cara.Dante no respondió. Solo lo miró. Como si analizara cada músculo, cada gesto, cada intención escondida detrás de esos ojos grises.
Las paredes eran de concreto reforzado, sin una sola grieta. El silencio era denso. No llegaba ni un eco de los disparos, ni del caos que seguramente seguía rugiendo en la superficie. Solo el zumbido sutil del sistema de ventilación, y la respiración contenida de quienes se encontraban dentro.Svetlana apretaba los puños, los nudillos blancos, el corazón estrujado por una mezcla de miedo y desesperación. Su vestido de novia estaba sucio y rasgado en los bordes, y su rostro, aunque hermoso, estaba marcado por la angustia.A su lado, Tatiana sostenía en brazos a Anya, quien dormía tras haber llorado hasta el agotamiento. Alexei sentado a un lado de la silla de ruedas de su esposa, y no apartaba la vista de sus hijas.—Esto es culpa tuya —escupió Mirella de repente, con la voz llena de veneno, mirando a Svetlana como si fuera la portadora de todas las tragedias—. ¿Es que no lo ves?Svetlana abrió los ojos, herida. La miró, sintiendo cómo la culpa la atravesaba.—Desde que llegaste, comen
Minutos antes...El búnker, insonorizado y construido como un refugio impenetrable, ya no se sentía seguro. Las luces fluorescentes parpadeaban de forma intermitente, tiñendo las paredes de concreto de un blanco sucio, casi enfermizo. El aire, denso y cargado de miedo, se hacía más pesado con cada segundo que pasaba. Los estruendos afuera eran cada vez más cercanos, cada golpe contra la puerta de acero reforzado reverberaba en los huesos como si el mismísimo infierno estuviera intentando entrar.Detrás de una hilera de camas volcadas y una mesa de acero oxidada, Tatiana abrazaba a Ania con fuerza, sus cuerpos temblando al unísono. Enzo, escondido entre los brazos de Olivia, sollozaba en silencio, el rostro hundido contra su pecho. Alexei sabía que el niño estaba haciendo un esfuerzo por no gritar, por no dejar que el miedo lo venciera. Pero todos los presentes sabí
Dante la vio. Allí, entre el humo y las ruinas, estaba Svetlana. Con el vestido de novia rasgado, manchado de barro y sangre. Su cabello, que había sido cuidadosamente recogido, caía en bucles deshechos sobre sus hombros temblorosos. Sus ojos estaban abiertos de par en par, llenos de lágrimas y terror.También vio la pistola. La maldita pistola negra que Nikolai presionaba contra su sien.—No… —susurró Dante, y sintió que el suelo se le abría bajo los pies.Detrás de Nikolai, varios hombres armados apuntaban directamente a los suyos. A su madre, que apretaba los labios en una mezcla de furia y desesperación. A Olivia, pálida como una estatua. A Enzo, que se escondía detrás de su madre sin entender del todo lo que ocurría. A Tatiana y Anya, rodeadas, inmóviles, sabiendo que un solo movimiento en falso podía significar el fin.&
El olor a sangre y pólvora saturaba el aire, espeso como una tormenta sin descarga. El jardín de la villa Bellandi era ahora un cementerio improvisado, con cuerpos esparcidos entre los restos calcinados de la boda que apenas fue. Pero no había tiempo para lamentos. No para Fabio.—¡Dante! ¡Aguanta, por favor, no cierres los ojos! —gritó mientras apretaba el cuerpo inerte de su jefe contra su pecho, con las manos ensangrentadas y temblorosas.El auto negro chirrió al tomar la curva a toda velocidad. Atravesaron los portones del hospital privado, y no bien se detuvo, Fabio salió con Dante en brazos como si no pesara nada, como si la adrenalina lo hubiese vuleto de acero.—¡Ayuda! ¡Es Dante Bellandi, joder, que alguien lo atienda ya!Puertas corredizas. Gente herida por todas partes. Gritos. Camillas chocando. Hombres de la Camorra con vendas improvisadas, miembros de la Cosa