CAPÍTULO 5: LE PERTENEZCO A DIOS.

CAPÍTULO 5: LE PERTENEZCO A DIOS.

La sonrisa de Liana se desvaneció en un instante. El mundo a su alrededor pareció desmoronarse, como si el suelo se abriera bajo sus pies, tragándola en un abismo de desesperación. Su corazón, que hacía apenas unos segundos latía con la dulce expectativa de una noticia alentadora, ahora estaba roto, aplastado por el peso del dolor. Las lágrimas comenzaron a acumularse en sus ojos, pero con un esfuerzo casi sobrehumano, logró mantener la compostura, aferrándose a la frágil coraza de control que había construido con los años.

—¿Cómo...? —balbuceó, incapaz de completar la pregunta que se ahogaba en su garganta.

El abogado suspiró, pero su voz carecía de verdadera empatía.

—Tu padre falleció hace una semana. He venido a informarte personalmente y a entregarte algunas cosas que él dejó para ti.

El dolor se apoderó de Liana, su cuerpo se debilitó, y se dejó caer pesadamente en una silla. La madre superiora, testigo silenciosa de su sufrimiento, se acercó y le puso una mano en el hombro, un gesto que, aunque bienintencionado, apenas lograba atravesar la barrera de su dolor.

—¿Por qué no me visitó nunca? —preguntó Liana con un susurro quebrado—. ¿Por qué me dejó aquí, sola?

El abogado, frío y distante, tomó asiento frente a ella.

—Tu padre tenía una vida complicada, Liana. Quería protegerte de todo eso. Sabía que el convento sería un lugar seguro para ti. Aunque no lo demostró de la manera correcta, te quería y quería lo mejor para ti.

Las palabras del abogado resonaron en su mente como golpes implacables. Las lágrimas finalmente rompieron el dique, deslizándose por sus mejillas, y con ellas, años de resentimiento, confusión y dolor reprimido emergieron con una fuerza devastadora.

El abogado, ajeno a la magnitud de su sufrimiento, sacó un sobre de su maletín y se lo entregó.

—Tu padre dejó esto para ti.

Liana abrió el sobre con manos temblorosas, temiendo lo que encontraría dentro. Las primeras palabras de la carta eran un eco distante de la calidez paternal que recordaba, pero pronto el tono cambió, como un veneno que se extendía lentamente por sus venas. La carta no era más que una sentencia. Su padre, en un último acto de control desde la tumba, deseaba que Liana se casara con Víctor Rossi, un hombre del que no sabía nada, pero que su padre describía como "honorable" y "protector."

El corazón de Liana se aceleró, y el papel en sus manos comenzó a temblar mientras lo apretaba con furia creciente. ¿Cómo pudo su padre, el hombre que se suponía la amaba, traicionarla de esta manera? ¿Cómo pudo comprometerla con un desconocido, robándole su futuro, su libertad, su voluntad? El abogado, observando su reacción, se inclinó hacia adelante, su rostro una máscara de falsa compasión.

—Sé que esto es difícil de asimilar, Liana, —dijo con voz suave, casi paternalista—. Pero tu padre quería lo mejor para ti. Víctor Rossi es un hombre poderoso, capaz de protegerte en un mundo que no es seguro para una mujer sola.

La ira estalló en su interior, una tormenta que había estado gestándose durante años, alimentada por cada momento de soledad, por cada día en que esperó una visita que nunca llegó. Liana se levantó de repente, su voz temblando de emoción.

—No —dijo, con una firmeza que la sorprendió incluso a ella misma—. No me casaré con ese tal Víctor Rossi. No me importa lo que diga esa carta. Mi padre no tenía derecho a decidir eso por mí.

El abogado frunció el ceño, claramente irritado por su desafío, pero rápidamente se recompuso, forzando una sonrisa que nunca llegó a sus ojos.

—Entiendo que esto te choque, Liana, —dijo condescendientemente—. Pero considera las consecuencias de rechazar la última voluntad de tu padre. Piensa en su legado, en lo que él quería para ti. Te aconsejo que lo pienses mejor. Después de todo, es una decisión que cambiará tu vida para siempre.

Liana permaneció en silencio, pero la tensión en la habitación era palpable, una cuerda tensada a punto de romperse. El abogado, aunque intentaba mantener la calma, dejó entrever un brillo de amenaza en su mirada. Se levantó lentamente, ajustando el maletín con un movimiento preciso y controlado.

—Tómate tu tiempo —dijo con frialdad apenas disimulada—. Pero recuerda que tu padre confió en que harías lo correcto. Nos volveremos a ver pronto.

El silencio que siguió a su partida fue ensordecedor. Liana, con la carta aún temblando en sus manos, sintió el peso de las palabras de su padre caer sobre ella como una losa, aplastando lo que quedaba de su espíritu. El dolor la invadió por completo, un dolor tan profundo que parecía desgarrar su alma. Las lágrimas continuaron fluyendo, pero ya no eran solo de tristeza; eran de una decepción tan amarga que su corazón se partía en mil pedazos.

¿Cómo había podido su padre hacerle esto? ¿Cómo había podido abandonarla en aquel convento, dejándola sola, sin una explicación, sin siquiera una visita? Toda su vida había esperado ese reencuentro, ese día en que él aparecería en la puerta del convento y la llevaría a casa, donde todo sería como antes. Pero ese día nunca llegó. Y ahora, en lugar del amor y las respuestas que tanto había anhelado, lo único que recibía era una orden, una sentencia que la ataba a un hombre que no conocía.

El dolor pronto dio paso a algo más oscuro, más peligroso. La decepción se transformó en ira, una ira tan intensa que parecía consumirla desde dentro. Liana apretó la carta con fuerza, arrugando el papel entre sus dedos mientras la furia hervía dentro de ella. ¿Cómo se atrevía su padre a tomar decisiones sobre su vida desde la tumba? ¿Cómo se atrevía a pensar que podía seguir controlándola, después de haberla abandonado sin miramientos?

La rabia creció, llenando cada rincón de su ser, hasta que ya no pudo contenerla.

Se levantó de la silla de un golpe, arrojando la carta sobre la mesa como si fuera un objeto contaminado. La madre superiora, que había estado en silencio, se sobresaltó ante el repentino estallido de Liana.

—No haré lo que él quería —declaró con una determinación que, aunque firme, aún temblaba bajo el peso de la emoción—. No me casaré con Víctor Rossi. No voy a permitir que mi vida sea decidida por un hombre que me abandonó.

La madre superiora la miró, sus ojos llenos de sorpresa y preocupación.

—Quiero hacer mis votos cuanto antes —Liana respiró hondo, buscando la fuerza en su interior—. Si mi padre decidió que mi vida le pertenecía a otro, entonces yo decidiré que le pertenezco a Dios.

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