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PIERO SANTORINI.

—Georgiano, ¿sabes algo?—pregunté al encontrarme con él.

—No, mis hombres rastrearon la dirección desde donde me llamó. Pero al ir ya no estaba, se la han llevado. —respondió.

—¡Joder!—exclame con rabia—, ¿alguna otra pista?

—Ninguna, el imbécil es astuto.—respondió.

—¿Qué hacemos?—pregunté mirándolo con desdén.

—No puede haberla llevado muy lejos, debemos buscarla.—respondió lo obvio.

—Harry, ¿crees que puedas rastrearla?—pregunté esperanzado.

—Necesito mi computadora, puedo hacer lo que hicimos en Suiza—respondió.

—Perfecto, la mandaré a traer.—dije.

Salí de la habitación del hotel clandestino en el que me había quedado en encontrar con Georgiano, busqué mi teléfono y llamé a Damián.

—¿Dígame señor?—respondió.

—Envíame la computadora de Harry a la dirección que te envié por mensaje de texto—ordene. —, ¿Pierina está bien?

—Sí, está durmiendo.—respondió—, ya le envío lo que me pidió.

—Perfecto.—respondí cortándole la llamada.

Estaba por entrar nuevamente, cuando una
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