Con el corazón latiendo con fuerza, Anna, se sintió sumergida en un mar de emociones que no lograba controlar. Al ver que Mikhail no respondía, decidió insistir, pero esta vez con un tono más suave, casi suplicante. —¿Vamos a dormir juntos? —, intentando esconder su vulnerabilidad. Mikhail soltó un bufido, que resonó en la habitación como un recordatorio de la barrera invisible que los separaba. Sin dignarse a responder, dirigió su silla de ruedas hacia el baño y cerró la puerta de un portazo; un gesto que reverberó en el pecho de Anna como un golpe sordo. Irritada, se detuvo frente a la puerta del baño, con los brazos cruzados sobre el pecho, en un intento de contener el torbellino de pensamientos que la invadían. —¿Qué se cree?— murmuró, apretando los labios con rabia, mientras sus dedos tamborileaban impacientes en su brazo. —Encima de que me dice que debo cuidar de esa mujer, Lia, ¡cree que voy a dormir a su lado! No señor, que se acueste con ella— murmuraba entre dientes
—A nada, solo disfruto de mi desayuno. Es normal que los amargados no sepan apreciar las cosas. Las facciones de Mikhail se endurecieron. Aunque se esforzaba por mantener su frialdad, su mirada se suavizó por un momento, fascinado por la naturalidad de Anna y el calor que traía a la fría atmósfera de la casa. —Sabes qué, comeré. Dame un poco — pidió desafiante. Anna, con una sonrisa burlona, se acercó a él con la intención de darle el trozo de panqueque en la boca, pero cuando sus dedos rozaron los labios de Mikhail, ella desvió la mano hacia su propia boca. —Oh, has dicho que no desayunas, lo siento —dijo, fingiendo inocencia. —¡Infantil! — bramó Mikhail, dando la vuelta, avergonzado. Pero sus ojos se encontraron con los de Lucas, quien observaba todo con gran interés y le sonrió. —Papá, puedes comer mi desayuno —propuso el niño con inocencia. Antes de que pudieran responder, el timbre sonó. Anna fue a abrir y encontró al conductor de Mikhail con una hermosa perrita a
Anna se tensó, y su mente recreó una multitud de escenas mientras dejaba a Lía en su casita. Sacudió la cabeza, tratando de despejar esos pensamientos. —No va a suceder, yo no lo voy a permitir—, murmuró con rabia. Cuando llegó al baño, abrió la puerta con violencia. —Mikhail, no estoy de humor, créeme, y las cosas no se dan cuando tú lo quieras. Lo mejor será que busques con quién desahogar tu necesidad sexual —, disparó Anna, cortante y llena de frustración. —Estás muy ansiosa por tener sexo ¿Te causa curiosidad hacerlo con un paralítico? Anna puso los ojos en blanco. —Te pedí venir porque necesito que me bañes— rectificó Mikhail, con sus orbes verdes fijos en los de ella, desafiándola. Anna casi no podía creer lo que oía. —Se dice "por favor", y se pregunta "¿tú puedes?"—, replicó con frialdad. —Anna, deja de darme lecciones y sígueme—ordenó, rodando su silla hacia el guardarropa que conectaba con el baño. Allí, se aferró a unos barrotes de metal, levantándose con esf
El sonido del cristal al romperse resonó desde la sala como un presagio funesto. Mikhail apretó los dientes y con un esfuerzo descomunal hizo rodar las llantas de su silla de ruedas con más fuerza, sintiendo cómo el dolor punzante en sus manos se intensificaba. En cualquier otra ocasión, podría haberlo soportado, pero esta vez, cada movimiento era una agonía. Maldijo internamente no haber optado por su silla eléctrica, que le habría permitido moverse más rápido, y más eficazmente. Mientras tanto, Anna, que sentía el rostro arderle por las bofetadas recibidas, corrió desesperada hacia el otro extremo del salón. El miedo la invadía como una sombra densa, y en su huida desesperada, lanzaba cualquier objeto que sus manos temblorosas alcanzaran, intentando, aunque sin mucha esperanza, mantener a raya a los dos hombres que la acechaban, sus rostros ocultos tras pasamontañas y con cuchillos que blandían en sus manos. —¿Qué... qué quieren?— balbuceó Anna, con voz rota por el pánico.
Anna, nerviosa, corrió a buscar el termómetro y lo colocó con manos temblorosas en la frente de Mikhail. Cuando vio la lectura, su corazón dio un vuelco. —Dios, está ardiendo— murmuró con la voz entrecortada por la preocupación. Sin perder tiempo, se dirigió al baño, con pasos apresurados regresó con una toalla húmeda que colocó suavemente en la frente de Mikhail. Aunque como doctora sabía que el reciente golpe no debería haberle causado fiebre, lo miró detenidamente. Al revisarlo con mayor detenimiento, notó una inflamación en su columna. Sentía una impotencia abrumadora; aunque era una experta en cardiología, esto se salía de su campo y de sus manos.Con una respiración temblorosa, sacó el teléfono del bolsillo de Mikhail y, sin dudarlo, marcó el número de Sergei. Mientras el teléfono sonaba, murmuró para sí misma, tratando de aferrarse a un hilo de calma. —Él podrá decirme qué hacer— repitió en un susurro mientras esperaba la respuesta al otro lado de la línea.—Hey, amigo,
Flashback.Todo comenzó cuando Mikhail cayó por las escaleras eléctricas al intentar salvarla. María no dudó en acusarla frente a todos, señalándola como una asesina. La acusó de haberlo empujado, y antes de que Anna pudiera defenderse, la policía ya la tenía apresada.Las palabras y negaciones de Anna parecían chocar contra un muro invisible; nadie la escuchaba.Atrapada en esa celda, las rejas frías y ásperas eran como cadenas invisibles que no solo la mantenían prisionera físicamente, sino también emocionalmente.—¡No he hecho nada malo, déjenme salir de aquí! —gritaba con desesperación, pero su voz resonaba en el vacío, sin respuesta alguna.Las lágrimas caían una tras otra, mientras su corazón palpitaba con un dolor que la consumía, pero la preocupación por Mikhail era lo único que la mantenía en pie.Tres días habían pasado desde que la encerraron, y la esperanza de que alguna vez la sostuvo se desvanecía rápidamente. No tenía fuerzas para levantarse de esa sucia y maloliente c
Mientras tanto, la señora Petrova estaba en una de sus boutiques favoritas, rodeada de lujo y opulencia, eligiendo un atuendo digno de la fiesta de empresarios a la que había sido invitada. Su semblante, siempre impecable, se tensó al escuchar el timbre agudo de su teléfono. Con suma elegancia, extrajo el aparato de su costoso bolso y observó la pantalla antes de fruncir el ceño con evidente disgusto.—María, ¿qué quieres? —respondió con un tono gélido, apenas disimulando su fastidio.—Suegra, últimamente me trata diferente —replicó María con resentimiento—. Solo le llamo para informarle que el colegio de médicos ha cancelado la licencia de su hijo por dos años, y le aseguro que no tengo nada que ver con eso. Es idiota de mi hermano, actuó sin decirme nada.Los ojos de la señora Petrova se abrieron de par en par.—¿Por qué Mikhail no me llamó? —murmuró, intentando contener su enojo.—No lo hizo porque está más pendiente de esa mujer que de usted, señora —la voz de María destilaba ven
Anna abrió la boca, atrapada entre la sorpresa y el dolor, queriendo preguntar por qué la señora Petrova había osado levantarle la mano. Pero antes de que pudiera pronunciar palabra, ella alzó su brazo nuevamente, dispuesta a golpearla por segunda vez.La rabia acumulada en Anna brotó de golpe. En un impulso feroz, atrapó la muñeca de la señora Petrova en el aire, apretándola con tal fuerza que la piel bajo sus dedos empezó a ceder.La mujer emitió un grito ahogado de espanto y de miedo, algo inaudito en ella, que estaba acostumbrada siempre a dar, pero jamás a recibir.—¡Muchacha irrespetuosa! —escupió con veneno, destellando furia y temor—. ¡Suéltame ahora mismo!Anna, con el rostro enrojecido de ira, jaloneó el brazo de la señora con tanta fuerza que la hizo tambalearse.—¡No! —le espetó, con enojo —. ¡Usted me va a escuchar! —Sus dedos se clavaron más profundamente en la piel de la mujer, mientras la ira reprimida durante años comenzaba a salir a la superficie.— Estoy harta, ¡h