La entrega

Capítulo 8: La entrega

El ambiente en el coche se volvía más denso, casi palpable, mientras el silencio entre ellos se prolongaba. Gabriel no había soltado su pierna ni por un segundo, sus dedos seguían trazando círculos lentos, cada vez más cerca de su centro, como si intentara despojarla de sus reservas, capa por capa. Isabela intentó mantenerse firme, pero la calidez de su contacto, su cercanía, comenzaba a desarmarla por dentro.

El coche estaba detenido en medio de un sendero solitario, rodeado de árboles altos que susurraban con el viento. La oscuridad parecía intensificarse a su alrededor, acentuando la soledad del lugar. Era como si todo se hubiera reducido a ese espacio cerrado, a esa burbuja de tensión eléctrica entre ellos.

Gabriel la miraba con una mezcla de paciencia y arrogancia, como si supiera exactamente lo que estaba pasando en su mente, como si la tuviera completamente descifrada.

¿Por qué sigues luchando, Bella? – susurró, su voz grave y profunda vibrando en su pecho. Su mano que aún descansaba sobre su muslo subió con más determinación, deslizándose por la tela de su vestido, obligándola a sentir el calor de su toque.

Isabela tragó con dificultad. Sus palabras intentaban encontrar una forma de salir, pero todo lo que podía hacer era contener su aliento, luchar contra el deseo que ardía en su interior.

Esto no está bien... – murmuró, aunque su voz temblaba, incapaz de sostenerse con firmeza.

¿Por qué no? – Gabriel movió su rostro cerca del suyo, hasta que sus labios casi se rozaban. – ¿Acaso no te ha gustado cómo te toqué? – su sonrisa era un reflejo de poder absoluto, como si ya tuviera el control de todo, no solo de ella, sino de sus propios pensamientos.

Isabela intentó alejarse, pero sus manos firmemente sujetaron su rostro, la obligaron a mirarlo. Sus ojos eran dos pozos oscuros de deseo, pero también de una necesidad palpable.

Mírame, Bella – ordenó suavemente. – Eres mi esposa y seras mía, aunque no quieras.

El temblor en su voz no pasó desapercibido para él. Gabriel podía ver cada pequeño signo de su lucha interna, esa mezcla de deseo y resistencia que la mantenía atrapada. La forma en que su respiración se aceleraba, la manera en que su cuerpo reaccionaba ante su toque. Cada una de esas reacciones le decía lo que necesitaba saber. Ella estaba más cerca de ceder de lo que quería admitir, pero él no la presionó más.

La besó entonces, un beso lento pero voraz, como si cada segundo contara. Sus labios la reclamaban, la penetraban con la misma determinación que su toque había mostrado. Gabriel no tenía prisa, no era necesario. Ella se estaba entregando a él, por fin, sin reservas. Isabela, en ese instante, no luchó más. Cerró los ojos, dejó que su cuerpo se rindiera por completo.

La mano que antes había acariciado su pierna ahora la rodeaba completamente, haciéndola sentir la fuerza de su control, la implacable necesidad que él sentía por ella. Con un movimiento experto, la giró ligeramente, colocándola contra el asiento con firmeza, sin romper el beso.

Isabela estaba atrapada entre la suavidad del asiento y la dureza de su cuerpo. Gabriel la rodeó con sus piernas, con su cuerpo, sin dejar espacio entre ellos. Su respiración se entrelazó con la de ella, el aire cargado de tensión.

¿Ves? – susurró mientras sus labios recorrían su cuello, dejando una estela ardiente sobre su piel. – No puedes resistirte. No a mí.

Isabela no respondió, no pudo. Sus manos temblaron mientras intentaban tocarlo, explorar su espalda, la firmeza de su cuerpo, pero él era un muro impenetrable. Era tan seguro de sí mismo, tan firme, que no tenía ninguna duda de que ella caería. Y lo hizo. Cada parte de ella se rindió a la necesidad que él despertaba, cada pedazo de su cuerpo le entregaba algo más.

Gabriel se apartó un momento, mirándola con la misma intensidad con la que un depredador observa a su presa. Isabela estaba sonrojada, sus labios ligeramente entreabiertos, respirando con dificultad, y él supo que no era solo la pasión lo que la dominaba, sino también la incertidumbre, la lucha entre lo que quería y lo que sentía.

Eres mi esposa, Bella – repitió, esta vez con una suavidad peligrosa, como si no quisiera dejar lugar a dudas.

Isabela no dijo nada, su mente estaba nublada, su cuerpo completamente absorbido por él. Sólo pudo cerrar los ojos y ceder.

No había vuelta atrás.

Y Gabriel lo sabía.

Ahí, en medio de la nada, Isabela se entregó a él. Completamente.

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