El despacho de Maximilian Spencer seguía impregnado con el aroma de su tabaco caro, como si la muerte no hubiera tenido el poder de borrar su presencia. Las cortinas de terciopelo oscuro bloqueaban la luz de la tarde, dejando apenas un resquicio de sol que proyectaba sombras alargadas sobre la alfombra persa. Sobre el escritorio de madera maciza descansaba el testamento que lo había cambiado todo.Ellis estaba sentada en una de las sillas frente al escritorio, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza gacha. Sus manos estaban entrelazadas, los nudillos blancos por la tensión. No había pronunciado palabra en varios minutos, y el silencio comenzaba a oprimirse sobre la habitación.Ian permanecía de pie, las manos en los bolsillos de su chaqueta, observándola con una mezcla de incredulidad y algo más difícil de descifrar. No era enojo, ni siquiera frustración, sino una especie de resignación mal disimulada. Él, más que nadie, entendía la magnitud de lo que acababan de escuchar.
Capítulo: La huidaEllis salió del despacho de Maximilian Spencer con la furia encendiendo su pecho, como una bola de fuego que no podía apagar. El peso del testamento en sus manos era insoportable, tan tangible como el futuro que ahora parecía inminente. Había sido la decisión de su padre, pero ella no podía aceptarlo. ¿Cómo iba a liderar una mafia? ¿Ella, que solo quería ser alguien diferente, alejada de la oscuridad que había rodeado su vida desde que naciera?Caminó a paso rápido por los pasillos del lugar, su mente corriendo a mil por hora, como un torbellino de pensamientos desordenados. Ian estaba detrás de ella, seguro de que su hermana cedería, que finalmente tomaría el control del imperio. Pero Ellis no lo haría. No podía hacerlo. Era un peso demasiado grande. Y lo peor de todo era que no podía confiar en nadie. No podía confiar ni siquiera en él.Empujó la puerta de salida y respiró el aire fresco de la tarde, aunque no sirvió para calmar su furia. En la calle, los coches p
Refugio en la Oscuridad El rugido del motor resonaba en la noche mientras Alessandro conducía con precisión milimétrica, esquivando el tráfico con la naturalidad de alguien que había pasado toda su vida huyendo o persiguiendo. Ellis, en el asiento del copiloto, mantenía la mirada fija en el espejo retrovisor, observando las luces de los autos que los seguían. No estaba segura de si los hombres del hotel habían logrado rastrear su fuga, pero su corazón aún latía con la adrenalina de la persecución. Se obligó a respirar hondo, a calmarse. No era momento de perder el control. —¿Tienes idea de a dónde nos dirigimos? —preguntó finalmente, sin apartar la vista del espejo. Alessandro apenas ladeó la cabeza, con una expresión inescrutable. —Sí. Ellis bufó, pero no insistió. No estaba en condiciones de exigir respuestas. No cuando él le había salvado el pellejo en el último segundo. La ciudad quedó atrás poco a poco. Las luces de neón dieron paso a las carreteras mal iluminadas y
El refugio olía a aceite, metal y gasolina, una mezcla que a Ellis le resultaba reconfortante en un sentido extraño. Era un lugar ruidoso, con herramientas apiladas en las esquinas y autos desmantelados en diferentes estados de reparación, pero también tenía una sensación de aislamiento que la hacía sentirse atrapada.Alessandro la había llevado hasta allí sin hacer preguntas, sin presionarla. Pero Ellis no era estúpida. Sabía que su paciencia no duraría mucho.Se pasó las manos por la cara, tratando de ordenar sus pensamientos. ¿Cómo demonios se había filtrado la información? ¿Quién había sido lo suficientemente astuto como para averiguar que ella era la heredera?Ian.Su primer instinto fue llamarlo. No porque confiara en él, sino porque, si alguien tenía respuestas, era él. Se alejó de los mecánicos y buscó un rincón apartado, sacó su celular y marcó su número.—¿Dónde demonios estás? —fue lo primero que le soltó Ian cuando contestó, su tono duro y lleno de tensión.—Sobreviví, si
Alessandro apoyó ambas manos sobre la mesa de su despacho improvisado y exhaló con frustración. No le gustaba esta situación. Tener a la mujer ahí, sin saber quién demonios era realmente, lo ponía en una posición vulnerable.Sacó su teléfono y marcó un número.—Aristide.—Jefe.—Necesito que averigües todo sobre la doctora Harris. Quién es, de dónde viene, qué demonios está ocultando.—¿Tengo que ser discreto?—Por ahora, sí. Y escucha bien: nadie entra y nadie sale de este lugar sin mi autorización. Entendido?—Entendido. ¿Algo más?Alessandro tamborileó los dedos sobre la mesa.—Sí. Quiero que también averigües quién está buscándola. Si alguien ha puesto un precio por su cabeza, quiero saberlo antes que nadie.—Lo haré.Alessandro colgó y se pasó una mano por el rostro.No podía llevarla a su mansión. No con la tregua que había establecido con Spencer. Meterse con su hija era lo último que necesitaba en ese momento. Además, él ya tenía suficientes problemas propios.Micah.Su herman
Ellis nunca había sido una mujer impulsiva. La impulsividad mataba. Pero quedarse quieta en un solo lugar también.Se giró en la cama, escuchando con atención. Silencio. No total, pero lo suficientemente profundo como para saber que Alessandro no estaba justo afuera de su puerta. O al menos, no que ella pudiera notar.Bien.Se deslizó fuera de las sábanas y caminó con sigilo hacia la ventana. Anoche la había analizado, buscando posibles rutas de escape, y aunque no era ideal, tampoco era imposible. No saltaría sin pensar, no era estúpida, pero si encontraba la forma de descolgarse sin romperse una pierna…Abrió la ventana con cuidado, mordiendo su labio cuando un ligero chirrido rompió el silencio. Se quedó quieta, esperando. Nada.Exhaló despacio.La brisa nocturna le revolvió el cabello cuando se inclinó sobre el marco, evaluando el descenso. Dos pisos. No tan alto, pero tampoco una caída que pudiera tomar a la ligera. Debajo, había un pequeño tejado que podría amortiguar su aterriz
Alessandro Bianchi detestaba los días largos. Detestaba aún más los que le dejaban tiempo para pensar.El reloj marcaba las tres de la madrugada cuando firmó el último de los documentos apilados en su escritorio. El silencio de la casa era absoluto, interrumpido apenas por el tictac del viejo reloj de péndulo que colgaba en la pared desde que su padre respiraba poder.Afuera, las luces del lugar eran apenas sombras. Años atrás, habría estado bebiendo en un club, discutiendo con políticos corruptos o cerrando negocios que harían temblar a medio continente. Pero ahora…Ahora estaba escondiendo a una mujer que no confiaba en nadie, ni siquiera en él, y buscando a un hermano que había decidido arrastrar su apellido por el barro.Micah.Cerró los ojos un momento, frotándose el puente de la nariz. No entendía en qué momento las cosas se le habían salido de las manos. Su hermano menor siempre había sido impulsivo, sí, pero no estúpido. Y sin embargo, ahí estaban: con Micah desaparecido, huye
Las paredes comenzaban a cerrarse sobre ella.Ellis caminaba en círculos por la habitación con las manos crispadas a los costados. No recordaba haber dormido, ni tampoco haber comido en condiciones. Tenía la boca seca, la cabeza embotada y el corazón rebotando en el pecho como un tambor que no sabía callar.Ya no era miedo lo que sentía. Era rabia.Rabia por estar allí encerrada, por depender de un hombre como Alessandro Bianchi, por no tener respuestas. Por no saber qué le esperaba al día siguiente.Cuando empujó la puerta y salió al pasillo, ni siquiera pensó en si era buena idea. Solo sabía que necesitaba aire. Necesitaba gritar. O romper algo.Lo encontró en el estudio, otra vez frente a ese escritorio interminable, con los codos sobre la madera y los ojos fijos en un mapa. Ni siquiera alzó la vista cuando ella entró.—Quiero irme.La frase cortó el silencio como un bisturí. Seca. Fría. Directa.Alessandro alzó la cabeza con lentitud. No parecía sorprendido.—No.—No es una pregun