Capítulo 8

El despacho de Maximilian Spencer seguía impregnado con el aroma de su tabaco caro, como si la muerte no hubiera tenido el poder de borrar su presencia. Las cortinas de terciopelo oscuro bloqueaban la luz de la tarde, dejando apenas un resquicio de sol que proyectaba sombras alargadas sobre la alfombra persa. Sobre el escritorio de madera maciza descansaba el testamento que lo había cambiado todo.

Ellis estaba sentada en una de las sillas frente al escritorio, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza gacha. Sus manos estaban entrelazadas, los nudillos blancos por la tensión. No había pronunciado palabra en varios minutos, y el silencio comenzaba a oprimirse sobre la habitación.

Ian permanecía de pie, las manos en los bolsillos de su chaqueta, observándola con una mezcla de incredulidad y algo más difícil de descifrar. No era enojo, ni siquiera frustración, sino una especie de resignación mal disimulada. Él, más que nadie, entendía la magnitud de lo que acababan de escuchar.

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