Alessandro apoyó ambas manos sobre la mesa de su despacho improvisado y exhaló con frustración. No le gustaba esta situación. Tener a la mujer ahí, sin saber quién demonios era realmente, lo ponía en una posición vulnerable.Sacó su teléfono y marcó un número.—Aristide.—Jefe.—Necesito que averigües todo sobre la doctora Harris. Quién es, de dónde viene, qué demonios está ocultando.—¿Tengo que ser discreto?—Por ahora, sí. Y escucha bien: nadie entra y nadie sale de este lugar sin mi autorización. Entendido?—Entendido. ¿Algo más?Alessandro tamborileó los dedos sobre la mesa.—Sí. Quiero que también averigües quién está buscándola. Si alguien ha puesto un precio por su cabeza, quiero saberlo antes que nadie.—Lo haré.Alessandro colgó y se pasó una mano por el rostro.No podía llevarla a su mansión. No con la tregua que había establecido con Spencer. Meterse con su hija era lo último que necesitaba en ese momento. Además, él ya tenía suficientes problemas propios.Micah.Su herman
Ellis nunca había sido una mujer impulsiva. La impulsividad mataba. Pero quedarse quieta en un solo lugar también.Se giró en la cama, escuchando con atención. Silencio. No total, pero lo suficientemente profundo como para saber que Alessandro no estaba justo afuera de su puerta. O al menos, no que ella pudiera notar.Bien.Se deslizó fuera de las sábanas y caminó con sigilo hacia la ventana. Anoche la había analizado, buscando posibles rutas de escape, y aunque no era ideal, tampoco era imposible. No saltaría sin pensar, no era estúpida, pero si encontraba la forma de descolgarse sin romperse una pierna…Abrió la ventana con cuidado, mordiendo su labio cuando un ligero chirrido rompió el silencio. Se quedó quieta, esperando. Nada.Exhaló despacio.La brisa nocturna le revolvió el cabello cuando se inclinó sobre el marco, evaluando el descenso. Dos pisos. No tan alto, pero tampoco una caída que pudiera tomar a la ligera. Debajo, había un pequeño tejado que podría amortiguar su aterriz
Alessandro Bianchi detestaba los días largos. Detestaba aún más los que le dejaban tiempo para pensar.El reloj marcaba las tres de la madrugada cuando firmó el último de los documentos apilados en su escritorio. El silencio de la casa era absoluto, interrumpido apenas por el tictac del viejo reloj de péndulo que colgaba en la pared desde que su padre respiraba poder.Afuera, las luces del lugar eran apenas sombras. Años atrás, habría estado bebiendo en un club, discutiendo con políticos corruptos o cerrando negocios que harían temblar a medio continente. Pero ahora…Ahora estaba escondiendo a una mujer que no confiaba en nadie, ni siquiera en él, y buscando a un hermano que había decidido arrastrar su apellido por el barro.Micah.Cerró los ojos un momento, frotándose el puente de la nariz. No entendía en qué momento las cosas se le habían salido de las manos. Su hermano menor siempre había sido impulsivo, sí, pero no estúpido. Y sin embargo, ahí estaban: con Micah desaparecido, huye
Las paredes comenzaban a cerrarse sobre ella.Ellis caminaba en círculos por la habitación con las manos crispadas a los costados. No recordaba haber dormido, ni tampoco haber comido en condiciones. Tenía la boca seca, la cabeza embotada y el corazón rebotando en el pecho como un tambor que no sabía callar.Ya no era miedo lo que sentía. Era rabia.Rabia por estar allí encerrada, por depender de un hombre como Alessandro Bianchi, por no tener respuestas. Por no saber qué le esperaba al día siguiente.Cuando empujó la puerta y salió al pasillo, ni siquiera pensó en si era buena idea. Solo sabía que necesitaba aire. Necesitaba gritar. O romper algo.Lo encontró en el estudio, otra vez frente a ese escritorio interminable, con los codos sobre la madera y los ojos fijos en un mapa. Ni siquiera alzó la vista cuando ella entró.—Quiero irme.La frase cortó el silencio como un bisturí. Seca. Fría. Directa.Alessandro alzó la cabeza con lentitud. No parecía sorprendido.—No.—No es una pregun
⸻ La noche había caído como un manto espeso sobre la carretera. El silencio entre ellos se mantenía tenso, punzante, como si una palabra mal dicha pudiera desatar algo que ambos evitaban desde hacía días. El auto se detuvo por fin en una casa aislada, escondida entre colinas y árboles viejos. No era grande, pero sí segura. Alessandro lo sabía. Él mismo había mandado reforzar esa propiedad tiempo atrás, pensando que quizá la necesitaría en una emergencia. Nunca imaginó que sería para esconderla a ella. Ellis no dijo nada al bajar. Caminó hacia el interior sin mirar atrás, como si seguirle el paso le doliera. Alessandro cerró la puerta tras ellos, dejando fuera al viento y al mundo. Ella se quedó en el centro del salón, con los brazos cruzados, la respiración aún agitada, el cabello alborotado por el viaje y la persecución. Estaba furiosa. Y también vulnerable. —Ya basta —dijo él, al fin. Ella giró apenas el rostro, pero no respondió. —No vamos a seguir fingiendo que esto es no
La pequeña casa donde Alessandro la había ocultado estaba rodeada de árboles, sin caminos evidentes, sin señales de vida más allá del canto ocasional de un ave solitaria o el crujido de ramas rotas bajo alguna pisada lejana. No era un sitio acogedor, pero tampoco era una prisión. No había cerraduras, ni barrotes, ni amenazas explícitas. Solo el peso del silencio y la incertidumbre.Ellis no salía de su habitación. No comía con él. No hablaban más que lo estrictamente necesario. Pero tampoco gritaba, ni lloraba, ni exigía respuestas. Estaba demasiado cansada para pelear y demasiado confundida para tomar decisiones. Alessandro respetaba esa distancia. O tal vez la cultivaba.De lo que había pasado la primera noche,no se mencionó nada. Ambos lo sacaron de su memoria,ella porque no había querido dar explicaciones de su vida y él seguramente porque no necesitaba a otra mujer obsesionada con él. Esa noche, sin embargo, el silencio habitual se quebró.Un coche llegó sin hacer mucho ruido. E
La cabaña estaba tranquila, demasiado tranquila. Alessandro estaba de pie junto a la ventana, mirando hacia fuera, pero no veía nada en particular. Solo el silencio, que lo rodeaba. Sin embargo, algo en el aire le decía que esa calma no duraría mucho. Y no se equivocó.El sonido de neumáticos deslizándose sobre las hojas secas llegó a sus oídos, cada vez más cercano. La tensión se apoderó de él al instante. En un movimiento rápido, se puso en guardia. Pero todo sucedió demasiado rápido, sin tiempo para nada. La pistola, que normalmente descansaba cerca, permanecía inmóvil sobre el escritorio, demasiado lejos para alcanzarla ahora. El sonido de la puerta abriéndose fue lo siguiente, y Maritza apareció en el umbral, su cuerpo tambaleante, su rostro golpeado y cubierto de sangre.En su cuello, una mano firme la sujetaba, y el terror era evidente en sus ojos. Antes de que pudiera reaccionar, una figura se deslizó tras ella. Ian Spencer.—¿Así que aquí es donde te escondes? —su voz era gra
La habitación se tensó como si el aire hubiera sido reemplazado por electricidad estática. Alessandro parpadeó. Ian se quedó completamente inmóvil. Luego, explotó. —¿Qué mierda estás diciendo? —avanzó dos pasos más—. ¿Ahora eres la prometida del bastardo que me traicionó? —No soy tuya —le cortó Ellis, firme, seca—. Soy yo quien elige. —¡Eres mi hermana! —Exacto —replicó ella, dando un paso hacia él—. Y tú… tú eres quien vino a matarme. El silencio fue absoluto. Incluso Alessandro parecía contener la respiración. Ian apretó los dientes, cada músculo de su cuerpo tensándose como si se estuviera conteniendo para no hacer algo de lo que no podría volver atrás. —¿Eso crees? —dijo, con la voz baja, ronca—. ¿Que vine a matarte? Ella no respondió. No necesitaba hacerlo. Y él lo entendió. Ese fue el golpe. No verla con Alessandro. No escucharla llamarse su prometida. Sino eso. Saber que ella creía que su propio hermano la perseguía para matarla. —¿Cuándo car