Las paredes comenzaban a cerrarse sobre ella.Ellis caminaba en círculos por la habitación con las manos crispadas a los costados. No recordaba haber dormido, ni tampoco haber comido en condiciones. Tenía la boca seca, la cabeza embotada y el corazón rebotando en el pecho como un tambor que no sabía callar.Ya no era miedo lo que sentía. Era rabia.Rabia por estar allí encerrada, por depender de un hombre como Alessandro Bianchi, por no tener respuestas. Por no saber qué le esperaba al día siguiente.Cuando empujó la puerta y salió al pasillo, ni siquiera pensó en si era buena idea. Solo sabía que necesitaba aire. Necesitaba gritar. O romper algo.Lo encontró en el estudio, otra vez frente a ese escritorio interminable, con los codos sobre la madera y los ojos fijos en un mapa. Ni siquiera alzó la vista cuando ella entró.—Quiero irme.La frase cortó el silencio como un bisturí. Seca. Fría. Directa.Alessandro alzó la cabeza con lentitud. No parecía sorprendido.—No.—No es una pregun
⸻ La noche había caído como un manto espeso sobre la carretera. El silencio entre ellos se mantenía tenso, punzante, como si una palabra mal dicha pudiera desatar algo que ambos evitaban desde hacía días. El auto se detuvo por fin en una casa aislada, escondida entre colinas y árboles viejos. No era grande, pero sí segura. Alessandro lo sabía. Él mismo había mandado reforzar esa propiedad tiempo atrás, pensando que quizá la necesitaría en una emergencia. Nunca imaginó que sería para esconderla a ella. Ellis no dijo nada al bajar. Caminó hacia el interior sin mirar atrás, como si seguirle el paso le doliera. Alessandro cerró la puerta tras ellos, dejando fuera al viento y al mundo. Ella se quedó en el centro del salón, con los brazos cruzados, la respiración aún agitada, el cabello alborotado por el viaje y la persecución. Estaba furiosa. Y también vulnerable. —Ya basta —dijo él, al fin. Ella giró apenas el rostro, pero no respondió. —No vamos a seguir fingiendo que esto es no
La pequeña casa donde Alessandro la había ocultado estaba rodeada de árboles, sin caminos evidentes, sin señales de vida más allá del canto ocasional de un ave solitaria o el crujido de ramas rotas bajo alguna pisada lejana. No era un sitio acogedor, pero tampoco era una prisión. No había cerraduras, ni barrotes, ni amenazas explícitas. Solo el peso del silencio y la incertidumbre.Ellis no salía de su habitación. No comía con él. No hablaban más que lo estrictamente necesario. Pero tampoco gritaba, ni lloraba, ni exigía respuestas. Estaba demasiado cansada para pelear y demasiado confundida para tomar decisiones. Alessandro respetaba esa distancia. O tal vez la cultivaba.De lo que había pasado la primera noche,no se mencionó nada. Ambos lo sacaron de su memoria,ella porque no había querido dar explicaciones de su vida y él seguramente porque no necesitaba a otra mujer obsesionada con él. Esa noche, sin embargo, el silencio habitual se quebró.Un coche llegó sin hacer mucho ruido. E
La cabaña estaba tranquila, demasiado tranquila. Alessandro estaba de pie junto a la ventana, mirando hacia fuera, pero no veía nada en particular. Solo el silencio, que lo rodeaba. Sin embargo, algo en el aire le decía que esa calma no duraría mucho. Y no se equivocó.El sonido de neumáticos deslizándose sobre las hojas secas llegó a sus oídos, cada vez más cercano. La tensión se apoderó de él al instante. En un movimiento rápido, se puso en guardia. Pero todo sucedió demasiado rápido, sin tiempo para nada. La pistola, que normalmente descansaba cerca, permanecía inmóvil sobre el escritorio, demasiado lejos para alcanzarla ahora. El sonido de la puerta abriéndose fue lo siguiente, y Maritza apareció en el umbral, su cuerpo tambaleante, su rostro golpeado y cubierto de sangre.En su cuello, una mano firme la sujetaba, y el terror era evidente en sus ojos. Antes de que pudiera reaccionar, una figura se deslizó tras ella. Ian Spencer.—¿Así que aquí es donde te escondes? —su voz era gra
La habitación se tensó como si el aire hubiera sido reemplazado por electricidad estática. Alessandro parpadeó. Ian se quedó completamente inmóvil. Luego, explotó. —¿Qué mierda estás diciendo? —avanzó dos pasos más—. ¿Ahora eres la prometida del bastardo que me traicionó? —No soy tuya —le cortó Ellis, firme, seca—. Soy yo quien elige. —¡Eres mi hermana! —Exacto —replicó ella, dando un paso hacia él—. Y tú… tú eres quien vino a matarme. El silencio fue absoluto. Incluso Alessandro parecía contener la respiración. Ian apretó los dientes, cada músculo de su cuerpo tensándose como si se estuviera conteniendo para no hacer algo de lo que no podría volver atrás. —¿Eso crees? —dijo, con la voz baja, ronca—. ¿Que vine a matarte? Ella no respondió. No necesitaba hacerlo. Y él lo entendió. Ese fue el golpe. No verla con Alessandro. No escucharla llamarse su prometida. Sino eso. Saber que ella creía que su propio hermano la perseguía para matarla. —¿Cuándo car
Ian se había ido. Ellis no se movió. No todavía. No hasta que sus piernas, tensas por minutos de resistencia interna, se lo permitieron. Y cuando lo hizo, no fue hacia Alessandro. Fue hacia Maritza. —Necesito ver cómo está —dijo, más para sí que para él. Maritza estaba pálida, con un brillo sudoroso en la frente y los labios resecos. El balazo había sido limpio, pero el ambiente, el estrés, la pérdida de sangre… todo jugaba en su contra. Ellis le tomó el pulso, examinó la herida con movimientos precisos y rápidos. —La bala no tocó órganos vitales —dijo—, pero no aguanta otra crisis. Necesito sueros, antibióticos, morfina en dosis controladas, gasas, alcohol, aguja quirúrgica. Todo lo que se llevaría a un quirófano. Se incorporó y por fin se giró hacia Alessandro, quien aún seguía sentado, clavado en el sillón, como si el alma se le hubiera evaporado junto al nombre de sucesora. —¿Tienes a alguien de confianza? —preguntó, seca. Alessandro parpadeó, como si recién la esc
Ellis apenas había terminado de firmar la última línea del contrato cuando el celular de Alessandro vibró sobre la mesa. Él lo ignoró. No era el momento de distraerse con minucias. No cuando esa mujer frente a él acababa de ponerle un collar de fuego y él, como un idiota, había metido la cabeza con gusto.—Listo —dijo ella, empujando el cuaderno hacia él—. Ahora sí, puedes tenerme en tu casa sin que me convierta en rehén ni en problema legal.—¿Siempre eres así de encantadora al negociar?—Solo cuando estoy demasiado cansada para ser amable.Alessandro firmó. Ni siquiera lo pensó. Estaba exhausto, confundido, medio jodido por dentro… pero también sabía que acababa de hacer un trato con alguien que podía salvarle la vida o arrastrarlo al infierno. En su mundo, eso era casi un elogio.—¿Y ahora qué? —preguntó él, recostándose en la silla.—Ahora voy a asegurarme de que Maritza sobreviva la noche.Y eso hizo. Durante las siguientes horas, Ellis se movió como si no tuviera historia con na
El dolor llegó primero, palpitando detrás de sus ojos como un tambor tribal. Luego, la conciencia. Lenta, densa. Como si el aire estuviera hecho de alquitrán y cada respiro la arrastrara de vuelta a un cuerpo que no quería habitar.La oscuridad no venía de sus párpados cerrados. Era real. Dura. Ciega.Trató de moverse, pero las muñecas respondieron con un tirón seco y punzante. Atadas. Igual que los tobillos.Perfecto.La boca le sabía a metal y algodón viejo. Le habían puesto una mordaza. Clásico. Nada de creatividad, pensó con sarcasmo, mientras trataba de recordar la última cosa que vio. Un pasillo. Un guardaespaldas. ¿Bianchi? ¿No…? No, eso fue antes. El té con Alessandro. El contrato.Entonces…Una voz rasgó la oscuridad como un cuchillo afilado.—Pensé que serías más difícil de atrapar, sobrina.El corazón de Ellis dio un salto. Esa voz. Esa entonación grave, medida. Como si estuviera negociando una compra en lugar de encabezar un secuestro.Richard.Las piezas cayeron de golpe,