La caminata por la playa se siente como una misión de alto riesgo. Con cada paso, María y Carlos nos bombardean con preguntas, y aunque Alejandro responde con su usual calma, puedo notar que está tenso. Yo, por mi parte, intento mantener la compostura, pero es difícil cuando sé que en cualquier momento pueden hacer una pregunta que nos delate.—Y dime, Isabel —dice María con una sonrisa encantadora—, ¿qué fue lo que más te enamoró de mi hijo?Mis pies se hunden un poco en la arena, y aunque el sol brilla con fuerza, de repente siento un frío repentino.Alejandro me lanza una mirada fugaz, como si estuviera esperando mi respuesta con la misma curiosidad que su madre.—Eh… bueno. —Tomo aire, recordando el guion mental que habíamos repasado—. Su dedicación, su inteligencia… y que es muy comprometido con lo que hace.María asiente, aparentemente satisfecha con mi respuesta.—Oh, sí, siempre ha sido así. Desde pequeño, Alejandro nunca hacía nada a medias.Carlos sonríe con nostalgia y de r
—Bueno, ya caminamos suficiente. Creo que es un buen momento para sentarnos a tomar algo, ¿no creen? —dice el padre de Alejandro deteniéndose de golpe, con tono entusiasmado.María asiente con energía y nos mira a Alejandro y a mí con una sonrisa cálida.—Sí, vengan, hay un bar muy lindo justo aquí cerca.Alejandro y yo intercambiamos una mirada. Sé que él preferiría seguir caminando hasta perderse en la selva antes que compartir más historias embarazosas, pero negar una invitación de su madre parece una batalla perdida.—Vamos —dice finalmente, resignado.Nos dirigimos a un bar al aire libre con mesas de madera rústica y luces colgantes que tintinean con la brisa. El sonido de las olas rompiendo en la orilla y la música suave crean una atmósfera relajante, casi placentera.—Yo invito la primera ronda —anuncia Carlos, sentándose con una expresión satisfecha—. Hoy es una ocasión especial.—¿Lo es? —pregunta Alejandro con escepticismo, acomodándose en la silla frente a mí.—Por supuesto
El sol sigue alto en el cielo cuando finalmente nos despedimos de Carlos y María. Después de demasiadas preguntas, sonrisas fingidas y nervios disfrazados de tranquilidad, los vemos alejarse.Suelto un suspiro largo, tan pesado como el calor que nos rodea y, sin decir una palabra, camino de regreso a la playa con paso decidido. Apenas llegamos a nuestro rincón de arena, me dejo caer sobre la reposera con un gemido de puro agotamiento.Alejandro, en cambio, se ríe con esa expresión burlona que ya me está sacando canas verdes.—¿Y ahora quién es la aburrida? —inquiere, arqueando una ceja.Levanto una mano sin fuerzas y le hago un gesto con el dedo medio antes de dejarla caer sobre mi estómago.—No estoy aburrida, estoy mentalmente agotada —respondo con voz ahogada, cubriéndome la cara con el brazo.Alejandro se sienta en su reposera y sacude la cabeza con diversión.—¿Y si te digo que todavía hay algo más que hacer?Abro un ojo lentamente, analizándolo con desconfianza.—No me digas que
Alejandro y yo seguimos caminando por la feria, entre luces parpadeantes y el murmullo animado de los turistas que regatean con los vendedores. Mi helado ya casi no existe, y aún puedo sentir la frescura en mis labios mientras paso la lengua por el último rastro de crema.De reojo, noto que Alejandro me observa, aunque finge estar más interesado en los puestos de artesanías. Su mandíbula se tensa sutilmente cuando llevo el helado a mi boca una última vez.—Te volvió a quedar crema en la comisura —murmura con tono neutral, pero hay algo en su mirada que me hace arquear una ceja.Parpadeo, algo desconcertada por la forma en que me mira, aunque rápidamente sacudo la cabeza y me limpio con la servilleta sin prisa.—¿Desde hace cuánto? —pregunto, entrecerrando los ojos.Alejandro tarda un segundo en responder.—Un rato —dice, con expresión misteriosa.—¿Y por qué no me dijiste antes?Él se encoge de hombros, con una media sonrisa apenas visible en el borde de sus labios.—Me estaba divirti
El sol ya se filtra por las cortinas cuando empiezo a despertar. Mi cuerpo entero protesta al moverme. Un dolor punzante se instala en mi espalda y mi cuello está tan rígido que siento que me han atropellado.Gimo en voz baja y me incorporo lentamente, masajeándome la nuca con una mueca.—Dios… esto es lo peor —murmuro, tratando de estirar los músculos adoloridos.—Buenos días para ti también —comenta Alejandro con diversión desde la cama.Lo miro con los ojos entrecerrados mientras él se despereza con absoluta tranquilidad, sin la menor señal de incomodidad.—No digas nada —le advierto, levantando una mano.—Ni siquiera he dicho nada.—Lo estás pensando.Se sienta en la cama y me observa con una sonrisa burlona.—¿Cómo dormiste? —interroga.Me cruzo de brazos con una expresión asesina.—Como un ángel. Un ángel que fue arrojado desde un quinto piso y cayó de espaldas sobre un montón de piedras —replico entre dientes—. Definitivamente, nunca más vuelvo a dormir en ese maldito sillón.A
La puerta se abre antes de que podamos decir algo más, y la masajista regresa con una sonrisa tranquila.—Ah, no, no, no —dice la mujer, con un tono casi divertido—. No tienen que acostarse aún.Alejandro y yo nos miramos con confusión al mismo tiempo.—¿Perdón? —pregunta él, frunciendo el ceño.La mujer asiente con naturalidad, como si lo que está a punto de decir fuera lo más normal del mundo.—El masaje en pareja no significa que los masajistas los atienden al mismo tiempo —explica—. Significa que uno de ustedes le da el masaje al otro.El silencio en la habitación es ensordecedor.—¿Qué? —decimos los dos al unísono.La masajista sonríe con calma y hace un gesto con las manos como si estuviera explicando algo obvio.—Sí, es una actividad íntima diseñada para fortalecer la conexión entre la pareja. Un momento de relajación y cuidado mutuo.—¿Cuidado mutuo? —repito con incredulidad, sintiendo que la temperatura de la habitación sube de golpe.Alejandro suelta un suspiro pesado, pasán
El universo me acaba de bendecir.Alejandro Monteverde, el hombre que siempre tiene el control, acaba de sonrojarse un poco. No mucho, pero lo suficiente para que yo lo note y lo disfrute.Me enderezo con calma, estirándome con total dramatismo, disfrutando de la sensación de mis músculos relajados después de su inesperado talento con las manos.—Tu turno, amor —digo con dulzura exagerada, alzando las cejas.Alejandro me lanza una mirada fulminante.—Si crees que voy a gemir como tú, olvídalo.—Uy, qué lástima —respondo con fingida decepción—. Era lo único que esperaba de esto.La masajista nos observa con una sonrisa divertida mientras Alejandro suspira resignado y se acomoda en la camilla boca abajo. Me froto las manos con entusiasmo antes de colocarme a su lado.—Muy bien, señor Monteverde, relájese y confíe en mí —le digo con tono burlón.—Ese es exactamente el problema —murmura él, con la voz amortiguada contra la camilla.Ignorándolo, vierto un poco de aceite en mis manos, frotá
La masajista aplaude suavemente, dándonos por finalizada la sesión.—¡Muy bien, pareja! Creo que lo lograron bastante bien —dice con una sonrisa satisfecha—. ¿Ven? Nada como un poco de confianza y conexión para un masaje exitoso.Alejandro abre los ojos y se incorpora con lentitud, pasándose una mano por el cuello.—Sí… maravilloso —murmura con voz monótona, aunque por su expresión, tengo la sensación de que aún está procesando todo lo que acaba de suceder.Yo, por mi parte, me estiro un poco y disimulo mi propio desconcierto con una sonrisa encantadora.—Fue una experiencia… interesante —admito, tomando la bata que la masajista me ofrece.Alejandro hace lo mismo y, con una última sonrisa de cortesía, nos despedimos y salimos de la sala.El pasillo del spa es silencioso, con ese mismo aroma relajante a lavanda flotando en el aire, pero entre nosotros, la tensión sigue ahí, latente, como si la piel aún recordara el roce de las manos del otro.Caminamos en silencio hasta el baño. Alejan